Méxicos versus Méxicos. Así, en plural.

Todo es lo que parece

Por Igor González  /@i_gonzaleza 

¿Se han dado cuenta que desde hace algún tiempo circula en el espacio público la idea de que la sociedad mexicana está radicalmente polarizada? Basta hojear algunos diarios, revisar ciertos portales, o asomarse a plataformas como Twitter o Facebook, para confirmar la presencia de esta idea que, sin demasiada resistencia, se ha colado hasta la raíz del imaginario nacional.

Desde una palestra se toca el tema con alarmismo y aparente sorpresa; desde la otra se aborda con cierto temor y asombro. “Estamos profundamente divididos”, sentencian de manera sumaria algunos sectores; “nos acosa el espectro de la polarización”, señalan otros. Fifís contra Chairos. Jacobinos contra girondinos. Liberales contra conservadores. Patricios contra plebeyos… En fin, ya no nos reconocemos, dicen. Más aún: la agenda mediática tiende a hacer eco irrestricto de esta especie de fantasmagoría. Por supuesto, menciono el término con toda la intención. ¿Por qué? Porque éste alude, palabras más, palabras menos, a un cierto tipo de ilusión óptica, de figuración o percepción distorsionada, que no necesariamente tiene un anclaje en lo real. Pura ilusión. Así que calma. Hay que detenerse un poco, respirar profundo y anteponer algunas suspicacias ante la aceptación aproblemática del discurso de lo polarizante. Nos urge hacer otras lecturas de esta realidad. 

Pero antes de invitarles a estas otras lecturas hago una nota aclaratoria: no hay que confundirse. Con lo que digo aquí no niego la existencia del conjunto de conflictos y agravios que desgarran a nuestro país y que nos dividen profundamente. Por supuesto que no. Más bien todo lo contrario. Lo que intento es evidenciar el tono de zozobra y desconcierto con el que en estos días se aborda el tema. Tanto por tirios como por troyano, eh. El discurso de lo polarizante es casi una pedagogía del miedo contra lo diferente. La textura de este discurso presentista suele oscurecer el creciente catálogo de oprobios y de deudas históricas que trazan los contornos de nuestro país. Quien recién se da cuenta -o quien aparenta que apenas descubre que estamos polarizados- mira con sorpresa y escándalo lo que nos acontece. Es como si la proliferación de posiciones encontradas fuese un acontecimiento inédito en la historia nacional; como si lo que antes era una unidad impecable y diamantina, hoy se hubiese transformado en un ente resquebrajado y partido en dos. ¿En verdad no sabían ya que en el territorio nacional habitan desde hace siglos dos y hasta tres Méxicos, quizá más? Vaya cosa. El que tenga ojos, etc. 

Hay que aprender a ver de otro modo. Lo que es cierto es que es urgente preguntarnos ¿qué lecciones podemos aprender de todo esto? En principio se precisa reconocer que uno de los rasgos de las democracias con cierta vitalidad radica tanto en la presencia creciente de una pluralidad de posturas confrontadas; como en la constante emergencia de espacios para la expresión de los conflictos que nos atraviesan colectivamente. Nuestras diferencias nos constituyen. No hay que temerles. En este sentido es crucial desplazar la mirada: en lugar de poner el énfasis en la polarización -factor que nos ha acompañado desde nuestro nacimiento como país- sería fundamental hacerse cargo de los núcleos problemáticos que nos tensionan como sociedad. Necesitamos hacer patente qué es lo que más nos duele (spoiler: no es la polarización). Hablemos. Deliberemos al respecto. 

¿Por qué? Porque polarizados hemos estado siempre. Nada hay de nuevo en ello. Salvo quizá el escándalo de las buenas conciencias del presente. Vaya, quizá la única diferencia radique en que la incorporación de la variable tecnodigital a nuestras vidas ha hecho que la polarización en la que estamos inmersos e inmersas sea cada vez más visible. En cambio, el conjunto de tensiones que nos dividen -unas más intensas que otras- tiende a incrementarse día con día. Enfocarse en la polarización no nos permite ver que las diferencias de clase, los rasgos étnicos, las preferencias sexuales, o políticas, los modos de ser y estar en el mundo, constituyen precisamente los nudos tensos sobre los que sin duda tenemos que discutir cada vez más. De manera pública y colectiva, por supuesto. Ventilemos nuestras diferencias. Nada hay de malo en ello. Estoy seguro de que no deberíamos temer la presencia visible del conflicto. Son más peligrosos el silencio cómplice y la censura autoritaria. 

Insisto: reconozcamos nuestras diferencias. Pero con un criterio básico: las democracias poderosas tienen como condición necesaria la confrontación entre adversarios. El límite radica cuando desde posiciones dogmáticas se concibe a los adversarios a (con)vencer como enemigos que hay que aniquilar. Más que a la polarización, hay que estar en guardia frente al dogmatismo. Más cabeza y menos vísceras. Pienso por ejemplo en las recientes -y terriblemente desafortunadas- declaraciones de Martín Moreno, un supuesto historiador/novelista quien, a modo de “metáfora” (sic) ha sugerido quemar vivos a quienes militan en el partido político en el poder. Dogmatismo a todas luces. Peor aún, dogmatismo carente de sustancia. Pienso también en la “sugerencia” hecha por Paco Ignacio Taibo II, quien encabeza el Fondo de Cultura Económica, a ciertos… cómo decirlo… ¿intelectuales?:  “guarden silencio o cámbiense de país”. Dogmatismo, de nuevo. Eso es lo que nos debería escandalizar. Ejemplos como estos hay por todas partes: nos los encontramos en el espacio virtual con las #Ladies y los #Lords; y nos los encontramos también entre la sociedad civil y entre los funcionarios gubernamentales del más alto nivel. En fin, hay voces que -a veces sin quererlo; o a veces con toda la malicia posible- al opinar sobre la polarización incurren en un tono sensacionalista que raya en el amarillismo. Esto alimenta sin duda un clima de alarma y desasosiego entre amplios sectores de la sociedad. Hay que estar alertas, sí; pero alertas ante la pedagogía del miedo a lo diferente, basada en el discurso de la polarización. Esto es así porque dicha pedagogía tiende, por ejemplo, a fomentar la criminalización del desacato y la condena de las expresiones organizadas del mismo. 

Para terminar, hay que decir que más que una perspectiva que se concentra en la polarización, y que suele olvidar las luchas históricas que le han dado forma a este país, lo que necesitamos con urgencia es reconocer que el fantasma de lo polarizante nos permite poner de relieve  tanto el involucramiento de nuevos actores de lo político, como la emergencia de nuevas temáticas en la hechura de lo público. Hoy cada vez hay más personas involucradas en el debate público. Esto es importante. Fundamental. Sobre todo si recordamos que buena parte de estas personas antes solían pasar de largo de los asuntos públicos/políticos. Hoy, a partir de nuestras diferencias, abordamos temáticas que antes se consideraban marginales e irrelevantes. Esto es saludable. Por supuesto, como nota al pie, es fundamental señalar que lo anterior debe ser leído como una conquista de la sociedad organizada, y no como una concesión de las autoridades gubernamentales de ningún color o partido. Más aún, si hay una última lección que puede extraerse de lo que nos acontece, ésta sugiere que la política no se agota en su dimensión formalmente instituida (i. e. partidos, procesos electorales, campañas). Se equivoca quien lo subsume todo lo que acontece al espacio electoral. Por el contrario, lo político es mucho más que eso. Por ejemplo, la arquitectura de la subjetividad es un proceso altamente politizado: discutir y deliberar colectivamente acerca de lo que nos preocupa nos coloca frente al espejo de nuestros propios prejuicios. Insisto: nuestras diferencias nos constituyen. ¿Acaso lo anterior no se erige como un elemento crucial para la ampliación de las posibilidades de lo político y de lo democrático? 

Sin ninguna duda.  

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Todo es lo que parece
Igor I. González Doctor en ciencias sociales. Se especializa en en el estudio de la juventud, la cultura política y la violencia en Jalisco.

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