El Paso y la masacre de Wal-Mart: lecciones del “otro lado”

Por Cordelia Rizzo /@cordeliarizzo

Activista-Estudiante del PhD of Performance Studies at Northwestern University. 

No lo sentí en la piel, pero se fue a los huesos. Era un frío diferente. La masacre en el Walmart de El Paso este tres de agosto me ubicó en un puñado de visitas, en sábado, a los Walmarts en Laredo o McAllen, en Texas. En estas escenas tengo el sol en la espalda. Voy cargada de cosas para llevármelas a Monterrey. Ir al supermercado en el ‘otro lado’ es de lo más común para quienes vivimos en ciudades frontera en México.

Con esto dicho, una parte de mí se siente interpelada y obligada a ubicarse dentro de esta olla exprés. Es decir, el escalamiento social y político que perfila a las personas que venimos del otro lado (que no solo es México) como chivos expiatorios de la debacle gringa.

Tengo un año viviendo en Estados Unidos. Mi experiencia es privilegiada, menos estridente, más pausada. Yo asumo que porque soy de una ciudad cercana a la frontera (como si fuera frontera), soy un poco de Gringolandia. Crecí con la música, las ropas, los gustos de nuestro otro lado, y en la adolescencia viví en Boston. Trato de performar una ciudadanía cosmopolita y receptiva porque crecí pensando que la globalización eso pedía para contribuir al bienestar planetario.

Yo sé que suena mamón. Finalmente nuestras pieles y rostros nos delatan. El vibratto de nuestras emociones, el modo de saludar, nuestra melancolía de estar lejos de lo que se siente y huele como casa.

Como una migrante privilegiada, no me puedo quejar (aunque sí me puedo quejar de algunas cosas). Sin embargo, ahora que estoy viviendo el verano en Chicago algo más suda con el calor. Varios taxistas cuelan miradas racistas. La conversación sobre los chicos que están jugando en la calle, observaciones sobre la calle de atrás y el condescendiente “you seem alright”. Nuestras pieles están más expuestas al sol, literalmente. No introducen un frío pulsante, pero van sumando apuntes opresores sobre nuestros cuerpos y nuestro ser en el mundo.

Ahora sé más sobre ese otro México de acá. He facilitado un par de talleres con mujeres migrantes. Ahí existe una vida hecha, ensamblada (un modo de habitar consolidado al lado de serio), lxs hijxs hiperconscientes y madurxs antes de tiempo (o del tiempo que pensamos que es tiempo). Ese espacio en el que nos devoramos tres sandías y los Ruffles con queso de la Sabritas. Una mesa donde bajo el baño de sol nos trenzamos el pelo y celebramos el presente más perfecto. La producción de ‘casa’ es sencilla.

Yo tengo mis salvoconductos, algunos como los de ellas. Sé más o menos por dónde tengo que ir. Aunque me molesta la ortopraxis, es un mal menor por el goce de una vida de miras mucho más amplias que la que tenía en Monterrey. Esto me obliga a pensar en los jardines personales y sociales en los que está enterrada la semilla de la supremacía blanca. Porque la semilla de la blanquitud es transfronteriza y me es muy familiar sus versiones de baja intensidad en Monterrey y en otros sitios de México.

Y a pesar de que puedo esquivar algunas agresiones, no dejo de pensar en los roces que he vivido y cómo se conectan a este escenario de peligro constante para las personas migrantes. No puedo desconectar la reflexión propia de la separación de las familias, de lo tibio que se abordan en la conversación los mecanismos que construyen este holocausto internacional. De la conexión de este dispositivo de violencia a una máquina de muerte más amplia. De cómo Estados Unidos, siendo la casa de tantos pueblos, se erige como laboratorio y modelo de éxito de la supremacía blanca.

En Boston y en otras partes que no son frontera en Estados Unidos me era raro escuchar español. En Chicago, lo escucho todo el tiempo y me relaja. No entro en modo ‘orgullo’ como lo declara Hannah Arendt sobre el alemán en las calles de Berlín; sólo siento un poco de calor. Pero cuando escucho el arranque de una diatriba racista de baja intensidad, me siento descolocada y extrañada. Cuando explota el racismo debo decir que me hielo. Como una mujer con conciencia de la violencia de género, ubico los dichos que puedo procesar en la escala del violentómetro. Así identifico que la posibilidad de ser agredida de otra forma se incrementa.

Sobre El Paso. Tengo años de estar mirando hacia Ciudad Juárez, cual debemos hacerlo todxs en México. Es el laboratorio de nuestros presentes. Me impactó mucho lo que sentenció el periodista de guerra Ed Vulliamy en The Guardian cuando dijo, en 2010: “Juarez is all our futures”. Sé que El Paso es el ‘otro lado’ de Ciudad Juárez, y eso quiere decir que las dos ciudades son como un mismo territorio. Tengo años de estar leyendo y digiriendo análisis que desmontan el mito del ‘spillover violence’, la derrama de violencia de un lugar de la frontera al otro. Creo que tengo bien ubicada la relación parasitaria, dentro de la hermandad, que tiene El Paso con Ciudad Juárez. Recorrí una Ciudad Juárez devastada y viva aún en 2013. Indistintamente, la gente de un lado vive y hace en el otro y viceversa. Cuando crucé hacia El Paso en 2013, sentí lo mismo que ir de Nuevo Laredo a Laredo y regresar a México. Como pueden ver, repienso y amo a Ciudad Juárez. La siento como si tuviéramos un pasado juntas.  

Con estos sucesos, a veces tengo el llanto atorado y otras sólo un miedo profundo a no poder responder a una agresión. No solo una posible provocación directa a mí, sino a un golpe a este otro México -otra casa- que se vive acá. Voy sintiendo como también es mi casa. Vulnerable y atacada. Debo decir que dentro de lxs mexicanxs privilegiadxs que nos venimos a hacer nuestros posgrados acá opera la idea implícita de que si nos asimilamos lo suficiente a lo blanco no tenemos que vivir la amenaza de esa casa. Así me pareció cuando conocí a los yuppies de Harvard y de Boston University a finales de los 90’s. Así veo también a varixs de mis compañerxs de la secundaria sampetrina en sus vidas en Estados Unidos. Quererse asimilar no descarta el hecho de que nunca se es suficientemente blanco y que las vidas en un país lejos de la familia requieren harto esfuerzo. 

Antes no me hubiera animado a escribir esto. Ahora siento que no hacerlo me afecta. Mis amigxs de Juárez están tristes, shockeadxs. El hijo de uno de ellos por poco y le toca estar presente. Ir al Walmart en la frontera es de lo menos trascendente. Hace unos años hablaba sobre lo importante que es amar los espacios interiores frente a la colonización del espacio público por memorias de violencia. Ahora me parece que hay que sacar ese cuidado y amor a la calle de estos proyectos fallidos de metrópolis y nación. No hay suficiente espacio interior para retraernos. Literal y figurativamente.  

A mí me interpela la masacre de El Paso como migrante mexicana y como habitante del Norte de México, pero mucho más como participante y observadora de un proyecto de blanquitud binacional o transnacional. Me invita a sentir y percibir la vulnerabilidad de las víctimas de ese ataque desde un profundo autoexamen. La piel, el habla y la fabulación sobre quiénes somos para ‘el otro’ son componentes de la vivencia de la vulnerabilidad por el componente racial. El alfabeto racista mexicano de Federico Navarrete da un buen repaso y hasta la ligereza de la cuenta de Twitter @CosasdeWhitexicans ilumina con humor la emergencia de la blanquitud de nuestros contextos. La blanquitud se sostiene en los hombros de lxs sujetxs agredidxs por motivos raciales.    

No por ser, o aspirar a ser cosmopolitas, entendemos la cuestión racial. La multiculturalidad que apenas se pone de moda en las escuelas de elite mexicana no invita a una conciencia sobre los cuerpos racializados. El rechazo al ‘otro’ racializado me parece que responde a negarnos a ver la facilidad con la que podemos volvernos la persona oprimida o la persona opresora en un contexto determinado. Los proyectos educativos en los que me ha tocado participar en los últimos 20 años como diseñadora curricular o profesora no trabajan hacia la fortaleza desde una conciencia básica de vulnerabilidad. No me extraña pues Nuevo León es de los primeros lugares en discriminación de acuerdo a las encuestas del INEGI. Las escuelas de ‘desarrollo humano’ de psicología social también han favorecido el no afrontamiento y la dilución de la conciencia de socialidad para promover la resiliencia, que misteriosamente surge de una decisión personal.  

Yo no veo a Trump como el productor de este contexto, porque él como individuo no tiene esa capacidad. Sí lo veo como alguien que se beneficia de las condiciones estructurales que lo causaron. Él y sus aliados en este proyecto de blanquitud las conocen bien, y saben cómo agravarlas. Desde el otro lado, nosotrxs tenemos que poder secarnos las lágrimas para deshacer y rehacer todo esto. Tenemos que ampliar la idea de ciudadanía que opera en nuestro discurso y pensamiento. Podemos en principio voltear a ver las personas que están en un riesgo inminente como vidas enlazadas a nuestro ser en el mundo.

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