Naufragio en Chiapas

Al menos tres cameruneses murieron en el naufragio registrado el 11 de octubre en las costas de Chiapas. Otros ocho salvaron la vida. Se trata del peor accidente en el que se vieron involucrados migrantes africanos en México. Solo una de las familias logró recuperar sus restos. Los sobrevivientes están en Estados Unidos, peleando por su caso de asilo

Texto: Alberto Pradilla, con reportería de Ángeles Mariscal y Christian Locka desde Camerún

Fotos: Alberto Pradilla y Eduardo Contreras

Durante más de diez días, Maxcellus, camerunés de 27 años, no pudo cambiarse de ropa. Sobre su cuerpo, la misma camiseta sudada con la que casi se ahoga en el Pacífico. Los mismos pantalones con los que se dejó caer, empapado, en una playa desierta conocida como Ignacio Allende, en Puerto Arista, municipio de Tonalá, Chiapas. Las mismas zapatillas que calzaba en la madrugada en la que vio morir a cuatro de sus compañeros. Las mismas mudas que vestía cuando soldados mexicanos le recogieron y lo trasladaron a un hospital.

El 11 de octubre de 2019, Maxcellus y otros siete migrantes cameruneses sobrevivieron a un naufragio. Eran siete hombres y una mujer embarazada que perdió a su bebé.

Estos son los nombres de los sobrevivientes, según los escribieron las autoridades mexicanas:

Dee Clinton Ngang.

Tohnyi Constant Djuawoh.

Agbor Aaron Agbor.

Goden Mban Gatibo Werewai John.

Etiondem Gabriel Ajawoh Justine.

Aghot Arron Agbot.

Nchongayi Elvis Fomeken.

Echengungap M Asong.

Al menos otros tres compañeros murieron ahogados.

Emmanuel Ngu Cheo.

Romanus Atem Ebesor.

Michael Atembe.

La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) registra que hubo cuatro muertos. Maxcellus y Derrick, dos de los sobrevivientes, sostienen que en el barco fallecieron dos personas que se llamaban Emmanuel. Además, Derrick aseguró que existe una quinta víctima, un ciudadano cubano, pero no le pone nombre. Las autoridades mexicanas únicamente identificaron a tres, cuyos restos fueron confirmados en funerarias de Chiapas y Oaxaca. (No revelamos los nombres completos de Maxcellus y de Derrick para protegerlos).

En esta ocasión no fue el Mediterráneo, la fosa común de camino a Europa, sino el Pacífico, una ruta apenas conocida pero también empleada por migrantes que tratan de alcanzar Estados Unidos. Las imágenes de migrantes africanos flotando en el agua, inertes, son tristemente habituales en costas de Libia, Marruecos o el sur de España. Ahora fue el mar de México el que devolvió los cuerpos.

“El bote estaba lleno de agua, la gente estaba gritando y, al final, naufragamos. Pensé que no íbamos a sobrevivir. Que nadie iba a sobrevivir. Pensé que todos íbamos a morir”, dijo Maxcellus a este reportero de Animal Político, socio de a alianza periodística transfronteriza que investigó Migrantes de Otro Mundo*.

“Tengo que dar gracias a Dios, que salvó nuestras vidas. No puedo imaginar como salí vivo de ahí. Luché, luché y luché mientras las olas nos empujaban de vuelta, pero conseguí llegar a la costa”, me contó Derrick cuando lo entrevisté por videollamada a principios de mayo de 2020. Estaba en casa de unos familiares y apenas llevaba una semana en libertad tras pasar varios meses encerrado en el centro de detención de Houston, Texas.

En algún momento entre las 3 y las 5 de la madrugada del 11 de octubre de 2019 una lancha que transportaba migrantes cameruneses por la costa del Pacífico perdió el control y naufragó. Del puñado de hombres y la mujer que cayeron, solo unos pocos sabían nadar. Quedaron a merced de la corriente frente a la costa de Chiapas.

Esta es la historia de aquel naufragio, que se llevó la vida de al menos tres personas. Todos ellos estaban desesperados. Llevaban varios meses acampando frente de la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula, Chiapas, y querían llegar a Estados Unidos. Pagaron 320 dólares a un coyote para tratar de sortear los retenes policiales a través del mar. Se quedaron en el camino.

Los ocho sobrevivientes sí lograron su objetivo. Cuatro de ellos son libres en territorio estadounidense y esperan litigar su caso de asilo con un juez. La otra mitad sigue encerrada en centros de detención, hoy focos de contagio de COVID-19.

‘No tenía opciones’

Maxcellus era soldador en Kumba, sureste de Camerún. Allí reside una minoría anglófona enfrentada contra el resto del estado, que habla francés. Desde 2016, ambas comunidades están en guerra, ya que una parte de la población quiere la secesión de su territorio. Los separatistas del sur conocen el territorio como Ambazonia. A esta confrontación se le ha bautizado como “el conflicto de las lenguas coloniales”. En Camerún se hablan más de 200 idiomas, pero los que definen los territorios enemistados son el francés y el inglés, las lenguas que usaron los imperios que los conquistaron y los convirtieron en colonia.

Desde el inicio de la guerra miles de personas han muerto y otras muchas escaparon, más de 600 mil según datos de las Naciones Unidas. De ellas, un pequeño grupo logró cruzarse medio mundo para tratar de llegar a Estados Unidos vía América Latina. En 2019, Camerún fue la nación que más personas aportó a esta ruta peligrosa. Todos querían solicitar asilo en Estados Unidos o Canadá porque huyen para salvarse de la violencia. Traen historias terribles de aldeas arrasadas y familiares masacrados.

“Decidí marcharme por los problemas en nuestro país. Los militares estaban en mi contra. Yo era un joven activista y fui detenido en octubre. Mi familia me ayudó a salir del lugar”, dice Maxcellus, un tipo fornido que a pesar de las penurias que lleva sufriendo durante meses, todavía mantiene la musculatura.

A Maxcellus lo conocí el 27 de noviembre, justo cuando acaba de llegar a Tijuana, Baja California, junto con su amigo Evis, otro de los sobrevivientes. Los dos se hospedaban en un hotelucho del centro de la ciudad, un antro por el que pagaban 800 pesos (33 dólares) la noche. En el interior había migrantes de India, la República Democrática del Congo, y otros de Camerún. Todos estaban de paso. Todos querían largarse de Tijuana lo antes posible.

En 2018, Tijuana fue declarada como “la ciudad más violenta del mundo” según el estudio elaborado por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal AC. Aquel año se registraron 2 mil 640 asesinatos, con una tasa de 138 muertes violentas por cada 100 mil habitantes. Tres días antes de nuestro encuentro, Maxcellus y Evis tomaron un autobús en Tuxtla-Gutiérrez, Chiapas, y recorrieron casi 4 mil kilómetros atravesando México de sur a norte. Es el camino más largo para llegar a la frontera con Estados Unidos, pero también el más seguro. La otra ruta, la del Golfo, atraviesa los estados de Veracruz y Tamaulipas, donde es más frecuente el secuestro de migrantes.

Después de un trayecto de meses jugándose la vida, hacer cuatro mil kilómetros en autobús fue sencillo para estos dos sobrevivientes.

“No tenía opción”, dice Maxcellus al hablar sobre su huida.

Nos encontramos en un restaurante junto al Enclave Caracol, un centro social en el que participan activistas de toda la zona. Ahí, por ejemplo, dan sus talleres los abogados de Al Otro Lado, una organización que aconseja legalmente a los cientos de personas que caen en Tijuana con el objetivo de pedir asilo en Estados Unidos.

Los dos recién llegados están preocupados sobre su futuro inmediato, pero lo más urgente ahora es comer. Dicen que gastaron sus últimos pesos en los billetes de autobús y están hambrientos. Cada uno se dejó más de 5 mil dólares en llegar hasta aquí y dependen de los apoyos que les envían sus familiares

Cuenta Maxcellus que él es el mayor de seis hermanos. Le siguen cuatro mujeres y un varón. Explica que la detención de octubre de 2018 no calmó a los militares, que siguieron hostigándolo. Su familia vendió unas tierras para que él pudiese escapar, por lo que marchó a Nigeria. “Ahí huyen muchos cameruneses, pero las autoridades les detienen y les devuelven a Camerún”, afirma.

Perseguido por los soldados y con miedo a ser asesinado, dice que no tenía otra elección que escapar lejos. Decidieron que la mejor opción era buscar refugio en Estados Unidos, y para eso la vía sería a través de Quito, Ecuador, donde los cameruneses como él no necesitaban visado hasta el 12 de agosto de 2019.

Esta idea se repite mucho. “No tenía opción”. La alternativa era morir a manos del ejército. O quizás de un grupo armado separatista. O jugársela en la peligrosísima ruta hacia Europa. Cuando uno huye, no tiene demasiado tiempo para valorar opciones. La suya fue largarse a Nigeria y, de ahí, a Ecuador. Era lo más sencillo. La única opción, en definitiva.

Selva del Darién donde migrantes pasan clandestinamente de Colombia a Panamá. Fotografía: Eduardo Contreras / SEMANA

Colombia, Panamá, “la jungla”

“No se puede explicar. Es terrible. Cuando estaba dentro pensé que por qué no habría muerto en mi país, con mi familia. Ves cuerpos en todos sitios. Niños, mujeres embarazadas, hombres”, dice, al recordar el viaje a través de la selva del Darién, en Colombia. Otra idea recurrente: si lo sé, ni lo intento.

Allí en el Darién fue asaltado y le robaron algo de dinero y un celular, cuenta Maxcellus. Asegura que al que se resiste lo matan ahí mismo. En cierta medida, se sentía afortunado. Había sobrevivido. Dice que en este tránsito conoció a algunos de los que luego le acompañarían en el naufragio. No habla mucho de ellos. Pareciera que el trato es que cada uno se limite a relatar su historia, como si no tuviese derecho a ejercer de vocero de nadie. Él es Maxcellus, el soldador con cuatro hermanas y un hermano, el sobreviviente.

“Migración de Panamá nos llevó a Costa Rica. De ahí a Nicaragua, donde nos dieron un pase a Honduras. De ahí nos enviaron a Guatemala. Cruzamos el río y llegamos a Tapachula”, explica.

El 1 de julio de 2019 entró Maxcellus en México a través del río Suchiate. Son apenas unos metros que se atraviesan en cámara, una especie de barca fabricada con grandes donuts de plástico y que son dirigidas por un tipo con un palo de madera. Unas góndolas precarias que cada día van y vienen entre México y Guatemala acarreando productos sin impuestos y trabajadores sin papeles.

Al llegar a tierra mexicana, cuenta que fue detenido por agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) y trasladado a la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula, Chiapas.

Su destino era Tapachula, como lo fue para más de siete mil migrantes africanos que fueron registrados y encerrados por el INM en 2019. Fuentes de esta institución que hablaron a condición de anonimato aseguraron que existen redes internacionales que utilizan esta localidad como base de operaciones. Según ellos, allí existe una red de hoteles y abogados que aprovechan un vacío legal para permitir que los migrantes sigan su camino.

Esta teoría fue ratificada por Tonatiuh Guillén, excomisionado del INM.

“Entré en el campo en julio. Salí el 12 de julio. Nos dieron un documento, pero no era bueno”, explica Maxcellus

Las fechas son clave. Marcan la diferencia entre la vida y la muerte.

Si Maxcellus hubiese sido liberado cuatro días antes no hubiese sido víctima de un naufragio.

Si Emmanuel o cualquiera de las personas que murieron ahogadas en Tonalá hubiesen abandonado Siglo XXI antes del 10 de julio ahora no estarían muertos.

El 10 de julio fue la fecha en la que Ana Laura Martínez de Lara, entonces directora de Verificación y Control Migratorio del INM, cumpliendo directrices del gobierno, remitió una circular a todos los centros de detención que cambió las reglas del juego.

Antes, los extracontinentales que llegaban eran liberados con un papel que les obligaba a regularizar su situación o abandonar el país en los próximos 20 días. Se trata de países que no tienen representación diplomática en México. Además, deportarlos saldría muy caro. Así que el estado mexicano los calificaba como “apátridas” y hacía la vista gorda cuando los migrantes utilizaban este documento como “salvoconducto” para alcanzar la frontera norte.

El oficio de salida nunca fue un documento de viaje, pero se utilizó como tal.

Todo fue distinto a partir del 10 de julio. El INM modificó la aplicación de la norma y dio dos alternativas: regularizarse o abandonar el país por donde habían venido, la frontera sur, de regreso a Guatemala.

Martínez, quien ya no trabaja en INM, insistió que no era un cambio, que estaba en consonancia con leyes anteriores, y que se trataba de promover la migración regulada. También dijo que no había habido presiones.

En la práctica si cambiaron las cosas, pero nadie informó a Maxcellus. Tuvo que enterarse por la fuerza de los hechos. Nada más salir de Siglo XXI, tras once días de encierro tomó un autobús hacia Tijuana. Atravesó el primer retén de Tapachula y el siguiente en Huixtla, ubicado a 40 kilómetros. En el tercero, situado entre Arriaga, Chiapas, y San Pedro Tapanatepec, Oaxaca, fue interceptado. Había recorrido menos de 290 kilómetros y apenas ponía un pie en el segundo estado mexicano que tenía que atravesar.

“Nos dijeron que teníamos que regresar. Que el documento solo nos permitía estar en Tapachula”, explica.

Ahí estaban las consecuencias del acuerdo firmado un mes antes entre Estados Unidos y México, por el que Andrés Manuel López Obrador se comprometía a reducir el flujo hacia el norte a cambio de que Donald Trump no impusiese aranceles a sus exportaciones.

Según ese pacto, miles de agentes de la Guardia Nacional fueron desplegados en el sur para impedir que familias pobres o víctimas de la violencia alcanzasen la frontera con Estados Unidos.

Además, solicitantes de asilo fueron devueltos al norte de México, a violentas ciudades como Tijuana o Nuevo Laredo, para esperar allí su caso. Esto solo afectó a los que hablaban español, por lo que Maxcellus, si lograba cruzar la línea, permanecerían en Estados Unidos hasta que un juez decidiera si se quedaba como refugiado o lo devolvían al lugar del que huyó.

El punto más cercano de la frontera quedaba a más de 2 mil kilómetros desde Tapachula, donde se encontraba atrapado. Hasta ese momento, diferentes países por los que habían atravesado les daban documentos para seguir adelante, como en Costa Rica o Panamá, o miraban hacia otro lado. En México estaba previsto que así fuera. Pero no contaban con la presión de Estados Unidos.

Maxcellus forma parte de la avanzadilla de los varados. Los primeros a los que el documento del INM no sirvió para llegar a Estados Unidos. También los primeros en caer en la tela de araña de las instituciones mexicanas. Desde el día en el que le dijeron en un retén que no podría continuar su camino al norte inició una peregrinación de oficina en oficina sin que nadie le diera soluciones.

“El día siguiente de que nos regresaron de vuelta fuimos a Las Vegas (otras dependencias del INM en Tapachula). Nos dijeron que fuésemos el 20 de julio para recibir nuestro documento. Esa noche dormimos ahí fuera. Pero no sirvió de nada. Estuvimos meses sin información”, se queja.

Ahí están los orígenes del campamento que la comunidad africana levantó ante la estación migratoria Siglo XXI. Sin trabajo, sin dinero y sin posibilidad de moverse, cientos montaron sus tiendas de campaña delante del centro de detención.

Desde ese momento se organizó una penosa rutina entre el campo de refugiados improvisado y Las Vegas. Durante semanas, los migrantes iban de un lado a otro esperando que alguien les diese la buena nueva y un documento con el que poder viajar. Pero era imposible. Un día les decían que su nombre estaba mal escrito y que había que empezar de nuevo el proceso. Otro, que sus documentos se habían perdido. Un tercero, que no había nada para ellos, que regresasen al día siguiente.

Como en una de “Las doce pruebas de Astérix”, los migrantes debían enfrentar a una burocracia pensada para agotarles y que ni siquiera entendían ya que no hablaban el idioma.

Mientras tanto, el dinero se agotaba.

“No teníamos comida, no teníamos nada, no nos dieron nada. Nos dijeron que éramos apátridas. Que teníamos que ir al primer puesto de migración. Íbamos y, de ahí, nos enviaban otra vez a Las Vegas. Jugaban con nosotros”, dice, alterado.

Atrapados en Tapachula, los migrantes comenzaron a dilapidar los pocos recursos que les quedaban. Habían pagado boletos de avión, billetes de autobús, taxis, hoteles, coyotes para atravesar la selva. Habían pagado a funcionarios, y la comida de todos los días, y habían sido asaltados.

Se estaban quedando sin nada.

El INM no los regularizaba. Regresar a Guatemala era impensable. Y no querían pedir asilo en México ya que temían que, si solicitaban protección ante la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), los jueces de Estados Unidos rechazarían su caso al cruzar la frontera y todo su esfuerzo habría sido en vano.

“Busqué trabajo en Tapachula. Pero me decían que no podían contratarme, que no sabía el idioma. Terminé vendiendo huevos duros en la calle”, explica Maxcellus.

“No teníamos opción”, repite.

Protesta de migrantes de Camerún, Angola y República Democrática del Congo, en las instalaciones de la Estación Migratoria Siglo XXI del INM en Tapachula, Chiapas. Fotografía: Alberto Pradilla / Animal Político 

Tapachula como callejón sin salida

En mitad del caos del campamento, en las idas y venidas, entre los grupos que se organizaban para protestar contra las autoridades, había migrantes que, simplemente, desaparecían. El coyotaje siempre ha tenido una fuerte implantación en Chiapas y Tapachula es punto clave.

Hasta el momento, cameruneses, congoleños o angoleños no necesitaban de los servicios de los polleros, que es como se conoce a los guías que te conducen hasta el norte. Podían atravesar el país legalmente con su oficio de salida. Con el cambio de normas decretado por el gobierno mexicano se abrió un nuevo mercado.

La alternativa llegó a Maxcellus a través de un congoleño, que le habló de un tipo que podría ayudarles. Así funcionan los coyotes en un campamento de gente desesperada. No necesitan grandes anuncios. Basta con que alguien escuche que existe una mínima oportunidad, para que todos se lancen a intentarlo. No había nada que perder.

Alguien les prometió llevarlos hasta Ciudad de México sin explicarles cómo. Ese “alguien” es mencionado por Maxcellus como “el agente”, sin dar más detalles. Ana Lorena Delgadillo, abogada de la Fundación para la Justicia, que acompaña a la familia de Emmanuel Ngu Chao, víctima del naufragio en Chiapas, en su proceso judicial abierto en México, asegura que uno de los testimonios recabados asegura que había policías involucrados en la red que los captó para navegar hacia el norte. Existen investigaciones abiertas en las fiscalías de Oaxaca y Chiapas, pero ni siquiera las familias de las víctimas han accedido a la carpeta de investigación.

Así que, por ahora, solo sabemos que “el agente” es el tipo que prometió a un puñado de migrantes cameruneses desesperados que los llevaría a Ciudad de México.

La cita fue el jueves, 10 de octubre.

Cuenta Maxcellus que estuvo a punto de no llegar al encuentro, pero que finalmente consiguió convencer a “el agente” de que le enviara un coche a Siglo XXI para trasladarlo posteriormente a la costa. Lo recogieron a las 19 horas y lo trasladaron a una casa.

Él pensaba que el viaje era en coche hasta la capital, así que se sorprendió cuando le entregaron la bolsa negra con la que cubrir sus pertenencias.

Se desplazaron hasta un pequeño río, donde había dos lanchas.

La primera logró su objetivo y navegó sin incidentes. Sus integrantes alcanzaron un lugar que no conocen y fueron alojados en un domicilio lleno de armas. Se asustaron, pero ya no tenían escapatoria. Al día siguiente los condujeron en autos hasta la Ciudad de México.

En la segunda se produjo una tragedia.

Un puñado de hombres y una mujer apelotonados en una lancha en la que apenas cabían. Es de noche, no se ve nada. Hay mucha confusión y el coyote encargado de navegar el bote no parece que sepa qué es lo que está haciendo.

Dice Maxcellus que no tiene idea del lugar desde dónde zarparon ni cuánto tiempo transcurrió hasta que el agua empezó a entrar. Todos sabían que algo no iba bien y comenzaron a gritar.

En medio del caos, apenas recuerda su lucha por cada bocanada de aire. Y las piernas y los brazos que se aferraban al bote, ya dado la vuelta, o a su propio cuerpo. “La gente empujaba, gritaba. Yo luché, pero estaba cansado”, recuerda.

De repente, en medio del chapoteo en la penumbra, dice Maxcellus que vio a dos hombres en la costa. Era un pescador con su hijo.

“Le grité amigo, porque sé qué significa amigo en español”, dice.

No encontró una mano amiga. Lo que hizo el tipo fue registrar las bolsas con las pertenencias que estaban siendo devueltas por el mar y robarse algunas de ellas. Otras quedarán regadas en la playa como testimonio del naufragio.

“Estábamos confundidos. Logramos salir. Miré a mi alrededor y vi un cuerpo. Era el de Atabong. Nos movimos dentro de la jungla, llorando, sin saber qué hacer. Hasta que vimos un camión militar”, dice.

Estaban vivos.

Explica Maxcellus que todos fueron trasladados a un hospital en Tonalá, Chiapas. De ahí, a la Fiscalía General del Estados (FGE) para tomarles declaración. Por último, a una estación migratoria de Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado.

El lugar en el que los sobrevivientes fueron encerrados no es el espacio más acogedor para los sobrevivientes de un naufragio.

En realidad, carece de las condiciones más básicas para alojar a seres humanos.

Se trata de un local conocido como “La Mosca” o “El Cucupape 2”. Hasta 2013 fue una planta que servía para producir moscas estériles que se utilizaban en agricultura. Como era propiedad del Instituto Nacional de Avalúos y Bienes Nacionales (Indaabin), se reconvirtió en centro de detención de extranjeros en junio, poco después de que México y Estados Unidos firmaran el acuerdo por el que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador se comprometió a reducir el flujo migrante. Antes había sido utilizado por la Policía Federal y la Guardia Nacional, que se quejaron por sus deficientes condiciones.

No era apto para acuartelar policías, pero sí para encerrar a migrantes sobrevivientes de naufragios.

En México las estaciones migratorias son centros de detención para extranjeros que son atrapados en condición irregular. La mayoría de los que entra no sale si no es deportado. Migrar no es delito, pero a tipos como Maxcellus, los encierran en cárceles como si hubiesen robado o asaltado a alguien.

Al día siguiente del naufragio, el campamento de Tapachula explotó. Hartos de sentirse marionetas en manos de unas instituciones a las que no comprendían, cientos de migrantes trataron de avanzar caminando y romper el cerco al que estaban sometidos. Marcharon durante más de doce horas bajo unas condiciones climáticas extremas. Primero, un calor asfixiante. Después, lluvias torrenciales. Para cuando la cabecera fue interceptada en Tuzantán, 41 kilómetros al norte de Tapachula, estaban completamente agotados.

Aquella caravana trató de abrir el camino hacia Estados Unidos el día en el que se cumplía un año desde que 300 hondureños se reunieron en la estación de autobuses de San Pedro Sula y echaron a rodar la bola de nieve que tomaría forma de multitudinaria caravana en octubre y noviembre de 2018. Al contrario que el éxodo centroamericano, que logró llegar a Tijuana tras mes y medio de marcha, los africanos chocaron con un muro en forma de agentes de la Guardia Nacional y no terminaron su primera etapa.

Los ocho sobrevivientes comenzaron a tener noticias de aquel intento a partir de los compatriotas a los que también encerraron en La Mosca 2.

No recuperarían la libertad hasta casi un mes después del accidente. Como eran víctimas de delito, los regularizaron con una tarjeta de residente por motivos humanitarios, aunque Migración también les ofreció el denominado “retorno asistido”. Es decir, regresar al lugar del que escaparon casi un año atrás, traumatizados por el accidente y con mucho menos dinero en sus bolsillos.

A las pocas semanas de abandonar la estación migratoria el grupo se dividió. Maxcellus y Evis optaron por Tijuana, que tiene frontera con California. El resto se desplazó a Nuevo Laredo y Reynosa, en Tamaulipas, al otro lado de Texas. Entre Tijuana y Nuevo Laredo hay más de 2 mil kilómetros y los estados de Sonora, Chihuahua y Coahuila, territorios desérticos y fronterizos en los que el crimen organizado se ha hecho fuerte.

En Tijuana, como en todo el resto de la frontera, las opciones son limitadas para los solicitantes de asilo. O bien te anotas en una lista y sigues tu proceso de forma legal o bien saltas la valla y pides refugio sabiendo que inicias tu lucha por la protección con el hándicap de haber desobedecido las normas estadounidenses.

Cada mañana, decenas de personas se concentran en el paso de El Chaparral, el acceso a pie a Estados Unidos. Allí, diariamente, las autoridades estadounidenses permiten el paso de diez números. Cada número es una familia. Al otro lado tendrán su primera entrevista en la que se determina si su amenaza es creíble. Si no estás cuando te nombran corre tu turno y tienes que esperar a que llamen a los rezagados. Para seguir el avance de la lista hay una página web. La lista es gestionada por los propios solicitantes de asilo.

La espera ante El Chaparral es un muestrario de los horrores en el mundo. Hay hondureños, salvadoreños o guatemaltecos a los que las pandillas amenazan de muerte, mexicanos que escaparon cuando algún cartel puso precio a su cabeza, cameruneses que se recorrieron medio mundo para llegar precisamente a ese lugar. Habitualmente, los solicitantes de asilo esperan dos o tres meses hasta que escuchan su nombre y les abren la puerta de Estados Unidos. Pero hay sospechas de que si uno paga puede acelerar el proceso.

El primer día en el que pisaron Tijuana, Maxcellus y Evis no tenían ni idea de nada de esto.

Diez días después su teléfono dejó de funcionar.

Algo hicieron para avanzar tan rápido.

No sería hasta abril que un camerunés recién liberado del centro de detención de Otay Mesa, en California, confirmó que ahí se encontraba Maxcellus, el sobreviviente del naufragio. La Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) no respondió a las solicitudes de información.

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Derrick, de 26 años, fue liberado el 27 de abril de 2020 en Houston, Texas. Atrás quedaban varios meses de detención desde que a principios de diciembre cruzó el puente internacional de Nuevo Laredo con destino a Estados Unidos.

Él también iba en el barco y ahora dice que no sabe cómo logró salir vivo del agua. Solo da gracias a Dios. Actualmente se encuentra acogido en casa de unos familiares y está pendiente de sus citas con el juez estadounidense que decidirá sobre su petición de asilo. Desde allí me habla por videoconferencia a principios de mayo de 2020.

Como el resto de sus compañeros, Derrick necesita protección. Huyó de su país cuando el ejército mató a su primo, estudiante como él de la universidad de Buea, en el sureste de Camerún. La de Derrick es una familia nómada buscando un lugar en el que sentirse a salvo. Su hermano está en Dubai. Su madre, en Canadá. Su padre es el único que se mantiene en Camerún. “Me fui por la inestabilidad política”, dice.

El relato del joven Derrick, estudiante de Ciencias Políticas y agricultor, coincide con el de sus compañeros. Persecución, una huida precipitada y recorrerse medio mundo para tratar de llegar a Estados Unidos. Atrapado en México, también se subió al maldito barco que naufragó en Chiapas.

Él asegura que no sabe quién lo organizaba, solo que era mexicano y que escapó, cuando los tripulantes suplicaban auxilio y se ahogaban. Tampoco conoce el nombre del lugar desde el que zarparon. Pero afirma que, cuando iba en el coche, vio que dejaban atrás el aeropuerto de Tapachula.

Sobre el trato proporcionado por las autoridades mexicanas le queda el recuerdo de la primera estación migratoria. “Estaba en muy malas condiciones”.

Si estar encerrado no entraba en sus planes, la libertad también lo pilló a contrapié. Recuerda Derrick que, de un día para otro, estaban en la calle. Eran principios de noviembre en Tuxtla-Gutiérrez, capital de Chiapas. Ninguno de los ochos cameruneses había estado jamás en este lugar ni tenía pensado quedarse, a pesar de los esfuerzos de las autoridades mexicanas porque no subieran al norte.

Estar atrapados en Tapachula les había costado la vida a sus compañeros. Ahora, de repente, el gobierno mexicano había cambiado de actitud y algunos integrantes del campamento recibían sus tarjetas de residente permanente y estaban ya de camino al norte. Ellos solo necesitaban reunir el dinero suficiente para ponerse en marcha.

“En el naufragio perdimos todo. Documentos, papeles, dinero. Pero yo llevaba unos billetes en mi bolsillo, por lo que pudimos alquilar un cuarto mientras hablábamos con nuestras familias”, dice. Rentaron una habitación por cuatro mil pesos (168 dólares). Pero la semana siguiente se marcharon a otra en la que pagaban la mitad.

Las familias son un sustento básico para los que huyen. Abandonados en mitad de la nada, traumatizados y sin dinero, los ocho sobrevivientes se organizaron en aquel cuarto para lanzarse hacia el norte. Recibieron apoyo económico y se recuperaron del shock. No habían recorrido todo ese infierno para quedarse en Chiapas.

Fue en ese momento cuando se separan sus caminos.

Derrick explica que fue junto a otro de sus compañeros a Nuevo Laredo, Tamaulipas. Este es un municipio difícil, donde el crimen organizado tiene una gran presencia, fundamentalmente el Cartel del Noreste, una escisión de Los Zetas. Son habituales los secuestros de migrantes y los asaltos.

El sistema es el siguiente: el pollero o el migrante paga por el derecho a estar ahí, por pisar esa tierra. El cartel, por su parte, entrega una contraseña. Es una especie de salvoconducto. Si lo tienes, puedes continuar. Si no lo tienes, pueden secuestrarte u obligarte a pagar por un cruce dirigido por el cartel. Según información de la Fiscalía de Tamaulipas, desde 2016 se reportaron más de 30 desapariciones o secuestros de extranjeros en el estado. Pero son muchos más, solo que no se denuncian.

De este sistema te hablan ONG, voluntarios, abogados y migrantes. Pero todos piden anonimato. Nadie en Nuevo Laredo quiere exponerse hablando en abierto sobre un sistema que muestra hasta qué punto los grupos criminales imponen su ley en la zona.

Los africanos no suelen ser blanco del crimen. Mucho problema a la hora de cobrar rescate. Los cubanos son el objetivo preferente de las mafias. Los centroamericanos, el más habitual. Son secuestrados, extorsionados, esclavizados. Algunos jamás vuelven a hablar con sus familias y sus cuerpos no aparecen. En México hay más de 3 mil fosas comunes y más de 61 mil desaparecidos. Pero esto no suele afectar a cameruneses como Derrick. Ellos son prácticamente los únicos que se mueven con libertad en Nuevo Laredo.

Aunque siempre pueden asaltarlos. Su dinero sigue siendo el mismo que el de centroamericanos o cubanos. No habrá familia a la que extorsionar, pero los bolsillos se pueden revisar exactamente igual.

Lo comprobó Derrick cuando apenas llevaba una semana en la zona. “Salí a comprar y me asaltaron unos hombres con armas. Estaba aterrorizado”, explica.

El susto le hizo ponerse en marcha. Un día después se lanzó al puente internacional. Dice que había un grupo y que, simplemente, se unió a ellos. Explica que escogió Nuevo Laredo porque es la vía más rápida. La inseguridad de sus calles lo hace destino hostil pero rápido. Hay familias que prefieren acudir a Matamoros (342 kilómetros al este), donde más de 2 mil personas duermen en un campamento en la orilla de Río Bravo desde hace meses; Reynosa (255 kilómetros al este), Piedras Negras (117 kilómetros al noroeste) o Ciudad Acuña (265 kilómetros al noroeste), el punto más transitado por migrantes procedentes de diversos países africanos.

Desde que el momento en el que cruzó a Estados Unidos, Derrick fue encerrado en una cárcel para extranjeros. Así funciona el sistema de asilo al otro lado del Río Bravo. Hombres y mujeres con miles de kilómetros a sus espaldas, que escaparon del horror y tuvieron un trayecto de infierno deben permanecer durante varios meses enclaustrados como si fuesen delincuentes.

El gobierno cree que así desincentiva la llegada de centroamericanos, mexicanos, chinos, cubanos, bangladesíes, congoleños o cameruneses.

Derrick asumió su encierro sabiendo que era lo que le esperaba. Lo que no podía imaginar es que el mundo fuese a cambiar tanto mientras que él permanecía atrapado. Cuando lo internaron, el Covid-19 ni siquiera había sido detectado en China. En el momento en el que recuperó la libertad, el virus era una amenaza mundial y los centros de detención un foco de contagio.

Derrick estaba en un centro de detención de Houston cuando uno de los funcionarios enfermó de coronavirus. “La gente tenía mucho miedo”, explica.

Durante los primeros meses de 2020 la pandemia se extendió por los centros de detención de extranjeros. El presidente Donald Trump suspendió el sistema de petición de asilo y cerró la frontera a cal y canto, imponiendo un plan de deportación exprés que dinamitaba la legislación internacional.

México aceptó recibir a hondureños, guatemaltecos y salvadoreños y encargarse de su deportación. Sin embargo, había miles como Derrick, encerrados desde tiempo antes. Y veían cómo el virus los acorralaba en el interior de sus celdas. A principios de mayo, cuando el camerunés ya estaba en libertad, un hombre procedente de El Salvador que vivió en Estados Unidos durante 40 años y que fue encerrado poco antes del inicio de la pandemia fue la primera víctima de la Covid-19 en instalaciones del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE por sus siglas en inglés).

Seis meses después del accidente, Derrick solo espera demostrar que regresar a Camerún sería una sentencia de muerte. “Quiero rehacer mi vida. Quizás poder visitar a mi madre”.

Su gran temor: que un juez determine que su caso no debe ser protegido y lo envíe de vuelta a su casa.

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Emmanuel Chao Ngu fue el único de los muertos de aquella tragedia a quien sus familiares pudieron despedir. El 30 de enero de 2020, el cuerpo del camerunés fue enviado en avión hasta Duala, la ciudad más grande de Camerún. Allí, junto a su familia, se encontraba Christian Locka, reportero de The Museba Project, uno de los medios aliados en la investigación. Su familia lo enterró un día después en Bamenda, el lugar en el que había nacido 39 años atrás.

En medio de la tragedia, la familia de Emmanuel Chao Ngu, de profesión maestro, tuvo una oportunidad a la que no todos acceden: despedir a un ser querido que deja la vida en la peligrosa ruta hacia Estados Unidos.

“México es responsable de lo que le ocurrió a mi hermano”, dice por teléfono Cecilia Ngu, hermana de Emmanuel, la mujer que agarró un avión cuando supo de la tragedia y se recorrió el sur de México hasta que dio con el cuerpo. Si ella no hubiese hecho aquel viaje es posible que los restos de su hermano hubiesen sido incinerados. Antes de reconocer a su hermano en Ixtepec, Oaxaca, tuvo que ver otros dos cuerpos, los de Michael y Atabong. Estaban en la morgue de Tonalá, Chiapas, a 177 kilómetros del lugar en el que identificó a Emmanuel.

El cuerpo de Emmanuel apareció en la playa de Cachimbo, en Oaxaca. En un primer momento se le identificó en Chiapas, pero eso es porque ahí encontraron su documentación. Además, según dos de los sobrevivientes había otro Emmanuel en el barco que también falleció, aunque no se conocen más datos. Las autoridades mexicanas solo hablan de tres cuerpos y no se han hecho públicas las averiguaciones de la fiscalía. Es posible que ni siquiera hayan movido un dedo más allá de los interrogatorios al grupo de sobrevivientes que después de una semana seguían con la misma ropa con la que naufragaron.

Emmanuel estaba casado y tenía tres hijos. Su madre Helen trabajaba como enfermera en Minneapolis, Estados Unidos y dos de sus hermanas también vivían en el norte. Cecilia fue la encargada de gestionar el retorno de sus restos.

Como muchos cameruneses, Ngu escapaba de la guerra. Había sido detenido y torturado y otro amigo suyo fue asesinado.

Por eso escapó el maestro camerunés y por eso aterrizó en Quito a finales de julio. Por eso atravesó el Darién y por eso, también, llegó a Tapachula, el callejón sin salida para los africanos.

Durante todo el trayecto, Ngu llevó en su bolsillo una carta con datos personales que justificaban su solicitud de asilo. Nunca llegó a entregarla. Ese documento es el legado cruel que recuerda a un hombre que murió en su camino para pedir protección.

Ahora la carta forma parte de una causa abierta en México y acompañada por la Fundación por la Justicia y el Estado Democrático de Derecho. Pero no hay avances. Existen dos carpetas en las fiscalías de Oaxaca y Chiapas. Alegan las instituciones que se trata de una investigación por tráfico de personas y que, por esa razón, están bajo secreto.

En México, 99 de cada 100 delitos no recibe castigo, según un informe de la organización Cero Impunidad.

Ni siquiera la familia de Ngu ha tenido acceso a las averiguaciones sobre por qué murió su hermano y quién le convenció para montarse en aquel barco. La presencia de armas en uno de los pisos de seguridad a los que fueron trasladados los integrantes de la primera lancha hace pensar que el crimen organizado estaba detrás de aquella ruta. Pero son solo sospechas.

Si habitualmente no se investiga, es poco probable que alguien se moleste en averiguar qué ocurrió con víctimas nacidas en lugares ubicados a miles de kilómetros y a cuyos familiares ni siquiera se molestaron en buscar.

Desde hace un tiempo, el paso de migrantes está en las manos de las mismas organizaciones que envían cocaína y metanfetamina a los Estados Unidos. O bien se encargan ellos mismos o bien cobran un impuesto al pollero. Eso lo repiten las fuentes que vigilan el paso.

“Este caso muestra el fracaso de las políticas migratorias. Sobre todo, de las políticas de asilo. Claramente era solicitante de asilo, habían matado a su amigo, había sido torturado. Pero México, por estar concentrado en la deportación masiva, no lo vio”, dice Lorena Delgadillo de la Fundación por la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, que acompaña a la familia en su proceso judicial en México.

Emmanuel fue invisible para México antes de su muerte y siguió siéndolo después.

La única preocupación que las autoridades tuvieron fue que no llegase al norte. Y lo consiguieron.

A partir de ahí, ya no importaba. Había muerto y ya no podría llegar a Estados Unidos. Misión cumplida.

“Rechazaron ayudarnos para la repatriación. Todo esto es una violación a los derechos humanos”, dice Cecilia desde Minneapolis. Han transcurrido seis meses desde el naufragio y la hermana quiere comenzar a olvidar. Y las preguntas no le ayudan. Así que solo mantiene una breve conversación en la que culpa a México de la muerte de su hermano.

“Existen leyes internacionales. La gente tiene derecho a pedir asilo. Ellos no saben nada de lo que ocurre en Camerún”, asegura, enfadada.

No solo es que las políticas de México llevasen a Emmanuel a tomar aquella lancha que le costó la vida. También es el trato posterior, denuncia Cecilia. Por ejemplo, a la hora de la repatriación. Ni hubo indemnización por ser víctima de un delito ni apoyaron en la repatriación del cuerpo. Costó más de ocho mil dólares enviar el ataúd desde una funeraria de Ixtepec, en Oaxcaca, hasta Bamenda, en Camerún. Más de diez mil kilómetros en línea recta y cuatro meses de angustia para la familia de la víctima.

Como ya no iba a seguir hacia el norte, Emmanuel dejó de ser un problema para las autoridades mexicanas.

Las familias de los muertos en el naufragio quedaron desprotegidas.

Los restos de Maxcellus pudieron regresar a casa. Los de Atabong y Michael, por el contrario, fueron cremados y al día de hoy, permanecen en una funeraria en Tapachula, Chiapas. Ni siquiera muertos lograron escapar de la ciudad-cárcel.

Cuando Chiapas Paralelo, socio en esta investigación, preguntó a la Fiscalía General de Justicia del Estado por el paradero de los cuerpos, un vocero aseguró que los mantenían en el Servicio Médico Forense de Tonalá, Chiapas, hasta contactar con sus familiares. Al pedir más detalles, la respuesta fue que los restos fueron trasladados a la Funeraria Bravo, en Tapachula, bajo autorización de los allegados, “para su cremación y envío de cenizas a sus familiares”.

Pero en Camerún cremar a los muertos no es una costumbre habitual.

Manuel de Jesús Chacón Gálvez, encargado de la funeraria, explica que recibió los cuerpos cuando había pasado más de una semana desde el siniestro. Dice que habló con los familiares de Michael y de Atabong a través de otros allegados en Estados Unidos. Lo más cerca que llegó fue un primo de ellos, afirma “Las comunicaciones eran difíciles, por el idioma y el tiempo”, asegura. Todo se complicó.

En un primer momento, los familiares le enviaron 40 000 pesos (equivalentes a unos 2000 dólares), la mitad de los 80 000 que, según sus cálculos, costaría todo el proceso de embalsamar y repatriar.

Para la familia era importante recuperar los cuerpos y devolverlos a su tierra. La hermana de Atembe hizo una campaña de crowdfunding para enviar dinero a México y poder repatriar a su hermano muerto.

En un primer momento, el encargado de la funeraria creyó que podría devolver los cuerpos. Pero luego, afirma, vio que no hubieran resistido un viaje con varias escalas. Los cuerpos estaban dañados por la sal marina y el calor. Así que decidió cremarlos. “Pensé que, al menos, tendrían las cenizas”, asegura.

No sabía lo que eso significaba para las familias de esos migrantes al otro lado del mundo. Cuando se enteraron, protestaron enojadas, alegando que les habían estafado. El funebrero dice que sólo cobró los 40 000 por sus servicios y ha ofrecido enviarles las urnas. Pero no le han respondido.

Derrick, el sobreviviente, me cuenta la versión que se extendió entre la comunidad migrante en Estados Unidos: que ellos pagaron para repatriar el cuerpo y que les engañaron.

La familia de Emmanuel Ngu sí consiguió que les devolvieran su cuerpo. El viaje de Cecilia fue providencial. Logró llegar hasta la funeraria donde estaban los restos de su hermano y macharse con la garantía de que lo conservarían hasta que pudiesen trasladarlo a casa.

El 31 de enero de 2020, Ngu fue enterrado en Bamenda, la localidad de la que había huido casi un año atrás. Las cenizas de Michel Atembe y Romanus Atem Ebesor quedaron en urnas en Tapachula. No hay datos sobre ese cuarto cuerpo que los sobrevivientes identifican como Emmanuel.

A finales de abril, cuatro de los ocho cameruneses que salieron vivos de aquella playa permanecen en Estados Unidos en libertad, a la espera de poder pelear su caso de asilo ante un juez. Los otros cuatro siguen encerrados. Es el último paso del penoso tránsito hacia la protección internacional.

Mientras, Camerún sigue en guerra y hay cientos de Emmanueles, Michaeles y Romanus que tratan de escapar.

Las reglas han cambiado para ellos. Ecuador ahora pide visado, en México les entregan tarjetas de residentes cuyo efecto a la hora de pedir asilo desconocemos y el Darién sigue ahí, tragándose a la gente.

Llegar hasta Canadá o Estados Unidos para pedir protección sigue siendo un tránsito inhumano en el que te puedes dejar la vida.

*Migrantes de Otro Mundo, es una investigación periodística colaborativa y transfronteriza del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP)Occrp, Animal Político (México) y los medios regionales mexicanos Chiapas Paralelo y Voz Alterna para En el Camino de la red Periodistas de a Pie; Univisión Noticias Digital (Estados Unidos), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo (Brasil); La Prensa (Panamá); Revista Semana (Colombia); El Universo (Ecuador); Efecto Cocuyo (Venezuela); y Cosecha Roja (Argentina) en América Latina. Además, colaboraron con la investigación The Confluence (India), Record Nepal (Nepal), The Museba Project (Camerún) y Bellingcat (Reino Unido). Este trabajo contó con el apoyo especial de la Fundación Avina y la Seattle International Foundation.

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Link Original: https://enelcamino.piedepagina.mx/naufragio-en-chiapas/

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Somos un proyecto de periodismo documental y de investigación cuyo epicentro se encuentra en Guadalajara, Jalisco.

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