Una de sábado por la noche

La calle del Turco

Por Édgar Velasco /@Turcoviejo

Iban a ser las once de la noche cuando llegué al Code Paradero. La esquina del boulevard Tlaquepaque —me niego rotundamente a usar el nombre del asesino de estudiantes de 1968— con Río San Juan de Dios siempre detona en mí una serie de recuerdos, todos relacionados con la pelota: ahí, en el entonces histórico Atlas Paradero, comencé a jugar fútbol en la siete veces heroica cancha 5, al fondo del club. Eran otros tiempos: las canchas de tierra eran la norma en el fútbol amateur y todos suspirábamos mientras bordeábamos la cancha 1, la única que tenía pasto y una grada. (Spoiler: cuando por fin tuvimos edad y estuvimos en la categoría para jugar en ella, descubrimos que era una trampa mortal: debajo del verde se ocultaban hoyos por aquí y por allá, irregularidades que se cargaron el tobillo de más de un crack en potencia.) Decía: ahí en la cancha cinco marqué mi primer gol y luego fui avanzando de cancha en cancha según fui subiendo de categoría, lo que en el ámbito del fútbol amateur significa simple y llanamente que me fui haciendo viejo.

Esta vez no llegué armado con una maleta ni llevaba mis zapatos marca Pajarito ni mi uniforme hechizo del Real Madrid —o del Atlas, tiempo después. No, no iba a jugar fútbol como hace más de seis lustros. La noche de ese sábado llegué armado con un litro de leche, un paquete de galletas, un libro y un objetivo: cuidar el lugar de mi padre en la fila para recibir la primera dosis de la vacuna contra la covid-19.

Mi viejo se había formado por ahí de las cinco de la tarde y dejó de avanzar a la altura de Río de las Cañas. Enfrente hay una tienda que tiene su propia carga de recuerdos: ahí acudíamos, ya todos sudados y empanizados, a veces triunfantes y a veces derrotados, a comprar lechuguillas y tonicoles y frituras y cualquier cosa que sirviera para reponer las fuerzas luego del partido de cada fin de semana, o del entrenamiento de martes a viernes. Las cosas eran muy distintas la noche del sábado: la tienda, venida a menos pero todavía funcional, estaba abierta las 24 horas desde que se anunció que el Code Paradero sería centro de vacunación y los adultos mayores comenzaron a llegar por la anhelada vacuna. Los dueños de la tienda también habilitaron un baño para todo aquel que prefiriera pagar 10 pesos en lugar de usar los baños portátiles dispuestos por las autoridades. Obvia decir que no eran pocos los que preferían pagar por usar ese baño antes que los otros.

Estando en la fila pude comprobar una vez más que la organización a pie de tierra de las personas supera por mucho la inoperancia burocrática de las autoridades. Ya habíamos recibido una probada un par de días antes cuando, ante la ausencia de instituciones que asumieran la responsabilidad de encabezar una vacunación que desde que se anunció se anticipaba caótica, las personas se habían organizado para repartir turnos y garantizar los espacios de los adultos mayores. De nada sirvió que las autoridades se pararan de pestañas y descalificaran dicho esfuerzo organizativo: vox populi, vox Dei, dice el dicho, y los turnos ya estaban echados. Es curioso, por no decir vergonzoso, que las autoridades celebren la capacidad de organización de las personas si y sólo si les beneficia, pero la desacreditan cuando exhibe su inoperancia y, más grave en este caso, su indolencia.

No me sorprendió del todo porque lo conozco, pero me vino bien recordar las cosas que suele hacer mi viejo: cuando llegué, me dijo que ahí tenía una silla para mí, y que ya había prestado otra y un banquito. El gesto de mi padre se repetía una y otra vez a lo largo de la fila, que bordeaba las instalaciones del Code hasta la esquina de las calles Río Autlán y Río Zapotlanejo: sillas extra, cobijas extra, naranjas extra. Aquí un entusiasta rociaba insecticida para espantar unas cucarachas, allá se armaba el zapateado para matar a los blátidos que habían salido despavoridos; pasó el de los dulces y cigarros, le compraron; pasaron las de los tamales y el champurrado, les compraron; pasaron las de los picones recién horneados, les compré.

El sábado a la una de la mañana, en esta esquina no hubo mariachis ni grupos de animación ni nada: sólo las pláticas que se alargaban junto con los minutos en murmullos que se iban filtrando por los oídos de aquellas personas que, rendidas por el cansancio, practicaban el equilibrismo para dormitar sin caerse de la silla. Otros, juntaban las sillas plegables para armar catres, algunos más de plano desafiaron al ejército de cucarachas se echaron a dormir al suelo. La consigna era una y compartida: cuidar el lugar.

Nada como la fila nocturna por la vacuna para darse una idea de la capacidad de organización de la gente. La vida en comunidad en su más pura expresión. Y que no se me malinterprete: no tiene nada de heroico ni romántico ni épico: es una falta de respeto para la ciudadanía la incapacidad —¿O mezquindad? ¿Acaso fue intencional que el desmadre haya ocurrido así en Guadalajara? ¿Fue otro episodio de las bravatas de Alfaro contra la Federación? Cabe la duda razonable— de las autoridades. Lo que vimos en los puntos de vacunación, la organización de la sociedad va mucho más allá de políticos de pacotilla o los serbribones de la nación.

Mi hermano llegó a las tres con treinta de la madrugada. Nos reímos cuando nos acordamos de las lechuguillas en la tienda y salivamos cuando nos acordamos de las carnitas del obrador que está frente al Atlas —sí: para él y para mí ese mamotreto que hoy se hace llamar “polideportivo” siempre va a ser el Atlas. Me despedí a las cuatro de la mañana. Desde el auto seguí la fila. A 200 metros de la última persona formada, una fiesta con norteño en vivo y borrachos sin cubrebocas hacía perder todo asomo de esperanza.

Sin embargo, mi esperanza volvió al día siguiente: como muchos otros, mi padre y mi madre terminaron el domingo vacunados. 

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La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

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