Somos afortunados

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Cuando el gordo despertó, supo inmediatamente que se había ganado el avión presidencial. Lo supo de golpe porque se lo dije a los gritos: él estaba jetón: la noche anterior se había ido de farra y llegó todo apestoso a Bacardí a las tres de la mañana.

Yo me enteré primero de la noticia. Estaba en la cocina preparándole unos chilaquiles porque siempre que regresa así se levanta con un hambre feroz y se pone insoportable. También le tenía preparados un vaso de sevenop y un par de alkaselsers para el dolor de cabeza. Encendí la tele para que hubiera ruido de fondo mientras cocinaba, aunque yo la verdad estaba entretenida en mis pensamientos; cuando estoy sola me gusta platicar conmigo y contarme mis cosas. Sólo yo sé cuánto me caga que se vaya con sus amigos porque siempre pasa lo mismo: regresa hasta las chanclas y se gasta el dinero que no tenemos. Bola de borrachos, todos metidos en la casa de Martín, el herrero, jugando dominó grite y grite y oyendo música a todo volumen. Pobre Chole, la vecina: nunca la dejan dormir por estar con su gritadera. Una vez les echó a la policía y terminaron chingándose unas cubas, todos juntos, porque estaban muy cansados del clima de inseguridad, así dijeron los polis, y necesitaban relajarse un rato. Me lo contó el gordo al otro día, cagado de risa. 

Ay, mi pinche gordo, tan risueño y tan platicón y tan dado a que le llenen la cabeza con babosadas. Como cuando llegó muy contento porque Martín le había vendido un cachito para la chingada rifa.

—¿La rifa de qué?

—Del avión del presidente.

—¿La chingadera esa que nadie quiere?

—Que sí, chingado.

—No mames, gordo, ¿cómo crees?

—¿Qué tiene?

—Pues que no tenemos dinero y esta semana hay que pagar la renta y la colegiatura.

—No chingues, nomás fueron 500 pesos. Los sacas del sobre.

—Gordo, el sobre está vacío desde hace como tres meses.

—¿Neta?

—Pos sí, le fui agarrando para completar el chivo. Lo que me das ya no me alcanza. Y menos si me lo das incompleto porque estos pendejos nomás te están viendo la cara.

—Pásame otro bolillo.

—Te estoy hablando, gordo, hazme caso. ¿De veras compraste el boleto?

—Que sí, chingado, que me pases el bolillo.

Ah, cómo me enojé ese día. Le aventé el bolillo y me fui porque ya me había hartado de pelear y porque no aguantaba su aliento a crudo y que estuviera eructe y eructe por el alkaselser. Pinche gordo, de veras a veces no sé qué tiene en la cabeza. Y yo aquí, de su pendeja, arreglando sus desmadres y sacando dinero de debajo de las piedras y curándole la cruda. 

En esas andaba mi cabeza cuando escuché que iban a dar el número ganador del avión presidencial. La verdad, sí me hizo ilusión imaginar que nos ganábamos el avión: ese pajarote de metal lleno de lujos, con un cuarto para dormir que era más grande que toda la casa y un comedor en el que podíamos caber todos en Navidad en lugar de hacer turnos para cenar. 

Ay, pinche Verónica, cómo se te ocurren pendejadas, pensé y me reí porque me hizo gracia verme caminando por el pasillo del avión con un guajolote recién horneado, porque hasta horno tenía el chingado avión. Y si no tiene, se lo pongo: cómo chingados no. Y ahí voy otra vez a las risas, hasta que pusieron el número en la pantalla.

Qué impresión. Hasta se me cayó el cucharón. Grité y me tapé la boca con las manos. Sentía que el corazón se me iba a salir. Era el número del pinche gordo. Mi pinche gordo.

Salí corriendo pal cuarto, grite y grite. Lo empecé a sacudir para que despertara, pero el pinche gordo estaba muerto de crudo.

—¡Gordo, no mames, gordo! ¡Despierta! ¡Te lo sacaste, te lo sacaste, te lo sacaste!

—¿Qué te pasa, pinche Vero? ¡Aguanta, chingado!

—El avión gordo. ¡Te ganaste el pinche avión presidencial!

—¿Neta? ¿Cómo sabes?

Cuando me contó que se había gastado 500 pesos en un cachito para la rifa del avión presidencial me dio tanto coraje que ni quise ver el papel. Me lo encontré a los dos días, revisando los pantalones antes de echarlos a la lavadora. El gordo lo traía en el bolsillo trasero, todo arrugado. Le di una planchada con la mano y lo vi con calma. Pinche gordo, cómo le gusta hacer pendejadas, pensé y dejé el boleto encima de su buró. Y me aprendí el pinche número. Siempre he tenido buena memoria, sobre todo con los números: teléfonos, cumpleaños, fechas de pago, deudas, sobre todo deudas, todo me aprendo. Por eso pronto reconocí el número cuando lo vi en la tele. Era el número del gordo.

Le dije que ya se parara y me regresé a la cocina corriendo porque ya se estaban quemando los chilaquiles. Estaban explicando cómo reclamar el premio. El gordo nomás tenía que presentarse en cualquier oficina de la Lotería Nacional con el cachito y una identificación oficial. Ahí le iban a revisar el boleto para estar seguros de que no era una falsificación y luego comenzarían los trámites para que el pájaro gigante de metal fuera nuestro. Aunque ya era nuestro, obvio: nosotros teníamos el cachito ganador.

Clarito me imaginé al gordo, bien guapote, saludando al presidente y tomándose fotos aquí y allá, con su sonrisota que tanto me gusta, saliendo en la tele y en los periódicos. Y yo ahí, a un lado, apoyándolo como siempre, a mi gordo. Íbamos a ser la envidia de toda la cuadra. Qué digo la cuadra: de toda la colonia, la ciudad y el país. Nos íbamos a codear con pura gente importante. Ay, qué pinche emoción sentía. En una de esas hasta iba a conocer a la Paty Chapoy para decirle que su programa era el mejor, aunque Bisoño me caiga gordo. 

¿Tendría lugar la China en el salón para darme una arregladita? ¡Ay, cuánta alegría! 

Y luego, ya que nos entregaran el avión, íbamos a ponerlo en un terrenito para vivir ahí y dejar de pagar renta. Nomás tendríamos que hacerle una escalerota para subir. Pero eso era lo de menos, porque el avión presidencial era nuestro y podíamos hacer lo que quisiéramos. Bueno, casi, porque el gordo no sabía volar aviones. ¿O sí sabía? No, yo creo que no. Y ya estaba grande para aprender. Aunque seguro se vería bien guapo vestido de piloto…

—¡Verónica!

Pinche gordo, me sacó un sustazo. Regresé al cuarto a ver qué quería.

—¿Dónde está?

—¿Qué?

—El cachito.

—En tu buró.

—No está.

—Tiene que estar, gordo, búscalo bien.

—Ya lo busqué y te digo que no está. ¿Lo tiraste?

—¿Cómo lo iba a tirar, cómo crees?

—Pues es que estabas bien encabronada ese día. 

—Ay, pues sí, pero yo siempre respeto todas tus cosas, gordo.

La mañana se nos fue buscando por toda la casa, pero no encontramos el chingado papel. Revisamos la ropa, vaciamos cajones, movimos muebles, hurgamos en la alacena. Nada. Ya para mediodía nos moríamos de hambre y decidimos salir a comer. Pasamos toda la comida hablando de cómo sería conocer al presidente.

Cuando regresamos a la casa, nos asustamos porque vimos que la puerta estaba abierta. 

Al entrar casi me da el soponcio, me tuve que agarrar del gordo porque me iba hasta el suelo: alguien había entrado y esculcado la casa. No habían dejado cajón sin revisar ni mueble sin voltear. Alguien sabía que el gordo tenía el cachito ganador y vino a buscarlo. No había pasado ni un día y ya estábamos despertando envidias. El gordo vino, se sentó a mi lado y me abrazó.

—Pinche gente.

—Sí, gordo, pinche gente.

—¿Te imaginas vivir con esto todos los días por la envidia?

—Ay, no, qué pesadilla.

—¿Lo habrán encontrado?

Supimos que sí porque a los cinco días la cara de Martín, el pinche herrero, estaba en todos los periódicos y en todos los canales de televisión. El muy hijo de la chingada se había metido a la casa, encontró el cachito y reclamó el premio. El cabrón se quedó nuestro pájaro de metal. Pero tuvo su castigo: una semana después de que salió en las noticias, le quemaron el taller. Después lo asaltaron y lo alfilerearon porque no quiso entregar el reloj y la cartera. Lo último que supimos fue que tuvo que dejar su casa porque habían amenazado con secuestrarlo. Me lo contó la Chole cuando me la encontré en la tienda.

—De la que nos salvamos, gordo. Ese pinche avión está maldito.

—Somos afortunados, Verónica.

—Mucho, gordo. ¿Quieres unos chilaquiles?

—Ya sabes que sí. Y tráeme un sevenop con alkaselsers.

Comparte

La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Quizás también te interese leer