Lesa humanidad

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Foto portada: Rey Jáuregui / La Verdad

Quienes todavía tienen la mala costumbre de asomarse a Facebook seguro van a recordar esta anécdota, que se popularizó hace un par de años con variaciones mínimas. Dice así: Cuentan que en cierta ocasión une estudiante se acercó a Margaret Mead para preguntarle cuál era, desde su perspectiva, el primer signo de la civilización. Quien formuló la pregunta esperaba por respuesta alguna práctica o el uso de una herramienta o un utensilio como rasgo fundacional. En cambio, la antropóloga respondió que el primer signo de civilización era el hallazgo de un fémur roto que se había sanado. Explicó que si un animal se rompe una pierna, está condenado a morir ya que el tiempo que tarda en sanar un fémur roto le impediría moverse para conseguir comida o agua, o para huir de los depredadores. El hecho de que un fémur se haya roto y luego sanado, continuaba Mead, significaba que alguien había tomado a su resguardo al ser herido, lo había cargado, cuidado y procurado hasta que el hueso sanó. Ese, el cuidado del otro, era el primer rasgo de la civilización. El primer indicio de algo que podríamos llamar humanidad.

He tenido la anécdota de Mead en la cabeza porque tuve la oportunidad de escuchar una charla de Pietro Ameglio, académico de la UNAM y especialista en no violencia y desobediencia civil. Como soy lento para procesar las cosas, sigo dándole vueltas a muchas de las ideas que compartió el historiador, que tiene la habilidad de exponer reflexiones muy complejas en términos muy simples. Ameglio habló de la construcción del conocimiento, de la importancia de abordar el pensamiento como un problema y no como una serie de lugares comunes, de la necesidad de entender la violencia cotidiana porque “no podemos deconstruir lo que no se conoce” y muchas otras ideas que me cuesta trabajo traducir aquí.

Entre las muchas ideas que puso Pietro Ameglio sobre la mesa, hubo dos en particular que se me quedaron muy ancladas: la primera, cuando señaló que todo proceso de paz debe comenzar por humanizar a la especie humana, porque ésta, dijo, “está muy lejos de ser una especie humanizada”. La segunda, cuando habló de lo que él llamo la paz desobediente, a la que describió como la no subordinación del individuo ante órdenes que resulten deshumanizantes.

Antes de entrar a la charla de Pietro Ameglio, desde temprano la noticia que llenaba los medios de comunicación y las redes sociales era la que daba cuenta del incendio en una estación provisional del Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, en el que murieron 39 personas en situación de movilidad humana que se encontraban privadas de su libertad. Cuando salí de la charla, la noticia que llenaba noticiarios y publicaciones mostraba un video en el que se aprecia cómo el personal a cargo de resguardar el lugar huye cuando el fuego se sale de control, dejando encerradas bajo llave y a merced de las llamas a las personas detenidas.

Cuando vi el video resonaron dentro de mi cabeza las palabras de Pietro Ameglio y la anécdota de Margaret Mead.

Si el primer rasgo civilizatorio de la humanidad consistió en el cuidado del otro, como afirmó Mead, no es difícil concluir que mucho de la crisis social, de seguridad, de desaparecidos y de violaciones de derechos humanos que lacera a México desde hace ya demasiados años pasa por el proceso contrario: el de la deshumanización del otro. Y cuando despojamos al otro de su humanidad, resulta fácil obedecer una orden deshumanizante como, por ejemplo, dejar encerradas a las personas mientras el fuego se propaga.

En una entrevista a propósito de la publicación de su libro El hombre sin cabeza (Anagrama, 2009), el escritor Sergio González Rodríguez expone una de las ideas rectoras del libro. Dice: “Las personas que son víctimas de los delitos se convierten en cosas en manos de los criminales. La deshumanización impera”. Aunque en este caso Sergio se refiere a las personas asesinadas y decapitadas por el crimen organizado para enviar mensajes a sus rivales o a las autoridades, lo cierto es que ese proceso de deshumanización es el denominador común que podemos identificar en las crisis de desapariciones y la forense, en la de trata de personas, en la discriminación y en la violación de los derechos humanos de las personas que se han visto obligadas a enfrentar un proceso migratorio, ya sea interno o internacional.

El Diccionario panhispánico del español jurídico define el crimen de lesa humanidad como un “crimen de especial gravedad, como el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación o el traslado forzoso de población, la privación grave de la libertad o la tortura, que se comete como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”. Alguien dirá que estoy exagerando, pero si lo miramos a detalle, la política migratoria que ha seguido México para alinearse a los deseos de Estados Unidos se acerca peligrosamente a más de uno de los puntos enlistados en la definición. Ahora bien, el crimen de lesa humanidad también es conocido como “crimen contra la humanidad”. Y de esa versión no escapamos, ni como Estado ni, muchas veces, como sociedad civil.

Una vez más constatamos que la fauna política del país está blindada contra la autocrítica, sin importar colores y partidos. La respuesta del Estado mexicano ante la tragedia ocurrida en Ciudad Juárez ha sido la de revictimizar a las personas en situación de movilidad y lavarse las manos, tarea sencilla en un país donde la impunidad es ley. 

Ante ese escenario, el primer paso, creo, debería ser preguntarnos a nosotros mismos qué tan humanizados estamos y cuántas órdenes deshumanizantes estamos dispuestos a cumplir o a desobedecer.

Qué vamos a hacer nosotros para que ese fémur roto en que se ha convertido este país de fosas y crímenes impunes comience a sanar.

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La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

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