A mis maestrxs: con cariño

Todo es lo que parece

Por Igor Israel González Aguirre

Impartí mi primera clase una tarde gélida y septentrional de febrero de 1999, en la entrañable Universidad Autónoma de Baja California. Ahí estaba yo, marcador en mano y ante un pintarrón en blanco que me parecía un abismo insondable.

En los días previos había preparado a conciencia la sesión, pero debido a los nervios no era capaz de recordar nada en ese momento.  A pesar del frío, me di cuenta que tenía las axilas y la espalda empapadas de sudor. No estoy seguro, pero casi puedo decir que temblaba.

Frente a mí tenía a una treintena de estudiantes en silencio, que me miraban fijamente —no sin cierto escepticismo, como preguntándose «¿quién es éste muchacho?—. Y tenían razón. Era mi primera clase formal en la vida. Y por si fuera poco, al mismo tiempo que me estrenaba como profesor, también fungía como estudiante recién inscrito en un posgrado de alta exigencia, casi monacal. Más aún: quienes estábamos esa tarde en aquella aula compartíamos más o menos el mismo rango de edad. Incluso, si mal no recuerdo, había algunas personas que tenían un par de años más que yo.

Seguro pensaban: «¿qué nos puede enseñar este jovenzuelo»? Sobra decir que ése fue un semestre difícil, lleno de retos y contrariedades, y la característica vocecita del síndrome del impostor no se callaba, hablándome al oído un día sí y otro también. Pero al mismo tiempo fue un periodo muy enriquecedor, puesto que justo en aquella tarde descubrí lo mucho que me apasionaba —y me apasiona— el ejercicio de la docencia. Y entendí por completo a mis maestrxs. Por ello, he querido aprovechar este espacio para expresar mi cariño, mi reconocimiento, mi admiración y mi respeto por todas y todos ustedes.

De la maestra Coco en primero de primaria en adelante, quiero decirles que durante estos años, ustedes plantaron en mí una inquietud crucial; inquietud que aquella tarde fría se convirtió en un fuego que aparece cada vez que estoy frente a grupo y que, afortunadamente, todavía permanece inmutable. Ustedes, maestras y maestros, con su ejemplo, me regalaron una de las pocas certezas que tengo: uno de mis lugares favoritos es el aula. Y mi gratitud para con ustedes es infinita. Esto es así porque a diferencia de algunas personas que conozco —colegas, incluso— que padecen su trabajo, yo gozo mares el mío. Qué fortuna. Otro gran regalo.

Por eso, a diario intento estar a la altura de ustedes, mis profesores y profesoras. Por eso también  sé de cierto que cuando esa llamita que me habita cada que comienza mi clase ya no me vibre en el corazón o en el vientre, será momento de dedicarme a otra cosa.  Por lo pronto, y porque todo es lo que parece, aquí seguimos. 

Gracias, maestras y maestros. A ustedes con cariño. 

Sea pues. 

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Igor I. González Doctor en ciencias sociales. Se especializa en en el estudio de la juventud, la cultura política y la violencia en Jalisco.

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