Chuquicamata, el pueblo que tuvo la mina más grande del mundo y murió de contaminación

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Antes de 1991, Chuquicamata tenía 30 mil pobladores; ahora, el pueblo forjado por mineros es solo un recuerdo. La contaminación expulsó a todos. Año con año, la gente asiste a un festival de la nostalgia.

Texto y fotos por Rodrigo Soberanes / Pie de Página

CHILE. – Hay un Pinocho más grande que un humano sentado en medio de la plaza de Chuquicamata, un pueblo minero donde hubo hasta 30 mil habitantes y ya no vive nadie. Sus habitantes se fueron por la contaminación.

Carolina Salinas regresó 20 años después de haberse ido y vio el muñeco. Era el que estaba en el kínder de ella y sus dos hermanas. El sol del desierto de Atacama le apagó los colores y lo mantiene impregnado de arena.

Y vio que atrás del Pinocho está un cerro de desechos mineros que ya tapó el kínder y casi la mitad del campamento. “Vine hace 20 años y todavía no estaba enterrado el pueblo”, dijo.

Es como un tsunami de piedras que se quedó en pausa antes de cubrirlo todo. Y es tan alto, que adelantó unos minutos el tiempo que tarda en meterse el sol en un sector de la plaza pública del pueblo.

Carolina Salinas y su familia son originarias de ahí. Se fueron a la fuerza antes de que el campamento fuera cerrado en 2007 y sus habitantes reubicados.

Chuquicamata fue un campamento minero fundado hace 108 años por pequeños emprendedores en la región de Antofagasta, al norte de Chile, sobre el yacimiento de cobre que con el paso del tiempo y la llegada de la minería a gran escala sería el principal motor económico de Chile.

El tajo de la mina creció y alcanzó cinco kilómetros de largo, tres de ancho y uno de profundidad. No hay otra mina en el mundo que haya removido tanta tierra. Es la principal división minera productora de cobre de Antofagasta (con cinco divisiones mineras en total), la región que más produce ese metal en Chile.

El campamento creció al lado de la mina a base de madera, ladrillos y hormigón, con el esfuerzo de personas dispuestas a la vida dura. “Esto era tan inhóspito, un trabajo tan fuerte, complicado y peligroso que costaba atraer trabajadores”, contó Jorge Yoma, minero retirado, originario del lugar.

Le llaman “cultura chuquicamatina” al arrojo de irse a vivir a un paraje a 2 mil 870 metros sobre el nivel del mar en el desierto más seco del mundo y soportar la ferocidad del sol, frío extremo y rachas de viento difíciles de aguantar de pie sin caer al suelo.

Y luego construir ahí un pueblo “único”, un company town concebido por los inversionistas estadounidenses de la Anacona Company que tomaron el control del lugar a través de Chile Exploration Company y lo desarrollaron a gran escala desde 1915.

Circulaciones bien planeadas, una “trama interna” compuesta por el Teatro Chile, monumental con su esquina curvada. “Hijo, aquí vine a ver E.T. y también Infierno en la Torre”, le dijo un señor a un adolescente que entraban al campamento. También está el Centro Cívico con su cancha y gradas de madera.

Está el Auditorio Sindical donde ahora se venden muestras de minerales como souvenirs, y el Campamento Americano, arriba de todo, lejos, junto a la Fundición y a la Refinería. “Eficiencia Industrial”, señala el documento de declaratoria de Patrimonio Nacional del campamento minero.

Las puertas de las casas podían quedarse abiertas cuando alguien salía del campamento. “Uno podía dejar la casa abierta y decirle al vecino, vecino, échale una miradita a la casa”, cuenta Jorge Yoma.

Lo inhóspito paso a ser lo de afuera. Calama, por ejemplo, que es aquella ciudad que se ve a 18 kilómetros bajando por la carretera, construida “para gente de paso” que trabajaba en empresas que prestaban sus servicios a la gran mina de cobre de Chile.

En 1991 -un año en que Chuquicamata produjo más de 641 mil toneladas de cobre- la vida cambió en el campamento.

El área circundante a la Fundición de Chuquicamata, ósea, el campamento tipo company town, fue declarada zona saturada por Anhídrido Sulfuroso y Material Particulado Respirable (Decreto Nº185 del Ministerio de Minería). Se sobrepasaban las normas primarias de calidad de aire respirable.

Es decir, ya no era sano respirar.

Fue así como inició a correr entre las casas y las calles del pueblo la información de que un día se cerraría el campamento y ya nadie podría vivir ahí.

Cuando Carolina volvió por última vez, hace 20 años, la torta -como le dicen al cerro- había comenzado a tapar sólo algunos lugares. Nadie le había contado que la gran ola de tierra y piedras de la mina había llegado a la plaza principal del pueblo.

Llegó pensando que vería su casa, sus parques, sus calles, su kínder. Pero en lugar de eso vio a Pinocho, que parecía haber salido de entre los desechos mineros para recibirla, con los brazos extendidos como si ofrecieran un abrazo.

“Yo vine hace 20 años y todavía pude entrar a mi casa. Era precioso. Ayer cuando fue la primera vez que volví fue horrible porque no queda casi nada en pie y la torta está tapando todo”, contó Carolina.

Durante 10 minutos frente al tajo de la mina se pueden ver tres o cuatro camiones cargando cada uno 150 toneladas de desechos para tirarlos en la torta. Esos vehículos hicieron su trabajo los 20 años en que Carolina no estuvo en Chuquicamata.

Le llamó la atención el Pinocho por una razón: hace pocos meses falleció una de las tres hermanas. Contó que quería ver los lugares donde pasaron la niñez, como el kinder. Un último ritual para despedirla. “Me da mucho, mucho sentimiento”, dijo.

Silvia, como cientos de personas, entró a Chuquicamata a finales de mayo durante los días que la empresa estatal Codelco abre el campamento para conmemorar un año más de su fundación. Éste era el número 108.

Carolina sintió que estaba, otra vez, en un acto fúnebre. “Esto no es un aniversario, es un funeral”.

Estaba por comenzar un desfile. Exhabitantes cuentan que antes de 2007 el Pinocho era sacado del kínder sobre un carro alegórico para desfilar por el campamento. Se preguntaban si estaba ahí para desfilar porque parecía que había hecho un esfuerzo por desenterrarse desde las entrañas de la torta.

Buscando dentro de la torta

El domingo 21 de mayo las personas se acercaban al confín del pueblo. Deambulaban cerca de los desechos mineros, volteaban hacia la derecha y miraban los restos de una casa que se asomaba entre las piedras, y hacia la izquierda, donde sigue la caseta donde “los gringos” pagaban los salarios, con sus carriles para que los trabajadores hicieran fila para cobrar.

Después volvían al centro del pueblo y más tarde se podía ver a las mismas personas repitiendo el ritual.

Algunas personas reconocían a un señor elegante de más de 70 años vestido con un conjunto azul -incluye chaleco y sombrero- que estuvo guardado en el armario exactamente un año. Es don Luis Zavala. “¡Lucho!”. Él ponía en el suelo su maleta café de cuero fabricada hace más de 60 años y correspondía los abrazos con ganas.

Parecía un personaje sacado de los recuerdos enterrados en la torta, esos que buscaban las personas que iban y venían hacia ella como abejorros.

Tres personas que lo reconocieron repitieron la misma frase cuando le presentaron a don lucho a sus hijos o nietos: “este es el personaje del pueblo”.

Al lado de don Lucho, en una pared, había un cartel con una foto que él señalaba con su dedo. Está él de niño con sus hermanas Verónica, Nancy Fernando, con su perrita Osa. También la mamá, Luz Ahumada. Y en otra Felipe Zavala, el papá tomando postre con compañeros de trabajo en la carrocería central de la mina.

A don Lucho le hubiera gustado dar el día y la hora de la foto porque entre más detalles, mejor se pulen los recuerdos, pero no llegó a tanto. Aunque sí recordó que su papá era soldador y cortador. El 500733 era su número de trabajador.

Su traje azul es el que usa cada año durante uno de los cuatro días que ex pobladores de Chuquicamata pueden entrar a la plaza central y calles aledañas de la población para eso, para recordar.

Ese día, el último de los cuatro, la chica encargada de controlar el acceso a la entrada del pueblo le preguntó a don Lucho: “¿De qué viene hoy, Luchito?” (el día anterior había de lustrador de zapatos porque ése fue su oficio durante décadas).

“Vengo de persona elegante”, le respondió él. “Así nos vestíamos antes, po”, dijo al reanudar la marcha. Y tenía razón, muchos señores de cabello blanco comenzaron a llegar vestidos con trajes de la época para caminar e imitar un poco lo que hacían un día cualquiera antes de 2007.

De pronto apareció Verónica Zavala, hermana de Lucho, vestida de novia porque antes -aseguró- se aparecía el fantasma de una novia penando en el pueblo.

No hay fantasmas en Chuquicamata, sólo llegaba gente vestida como en los tiempos pasados. Los tiempos “enterrados” por el tsunami de lastre minero, donde estaban las personas yendo y viniendo, invocando el pasado.

Una señora llamada Verónica Saavedra llegó y abrazó a don Lucho. Miró hacia la montaña de piedras y buscó en su memoria los recuerdos de 1969 cuando llegó a vivir a una de las casas ahora enterradas. “Mi casa estaba detrás de esos cerros”.

Recordó los tres baños que tenía, las cinco recámaras, la alfombra, el patio y los calefactores de parafina. “Era terrible el frío, aquí se ven las cuatro estaciones del año en un día”, dijo. “Si, po, había que caminar inclinado pa´delante para no caerse, o agachado”, respondió don Lucho.

Un día, al salir de su casa que está debajo de la torta y caminar hacia el centro con su vestido “de moda” para una fiesta “el viento me dejó el vestido de paraguas”. Por eso -contó- las mujeres comenzaron a usar delantal con bolsas para ponerles piedras.

“Hay muchas historias debajo de la torta. Se tapó todo, se tapó todo. Da pena. No nos imaginamos nunca esto, porque hay muchas historias”, dijo Rodrigo Álvarez, otro chuquicamatino que acababa de abrazar a don Lucho.

La piedra grande, por ejemplo, todos la recuerdan. Era el punto de reunión de la niñez. “Era una piedra inmensa”.

Rodrigo y Lucho se soltaron hablando sobre lo que quedó enterrado. La pulpería (tienda de abarrotes), Las poblaciones de Los Buques (casas de los nuevos), Prat y Bellavista, el Colegio 24 el Hospital Roy H. Rover, la Comisaría y casas de muchas familias conocidas.

Recordaron reinas y carros alegóricos como el de Pinocho. “Cosas bien hechas como ésa” y señaló al muñeco, fabricado en la planta de la mina. Siguieron con los clubes deportivos de Las Normas, El Bosque y Los Lagos poblaciones de donde salían las niñas y niños que se apuntaban a la Liga Social Deportiva.

En ese exacto momento de mayo de 2023 esa niñez que ya no es niñez estaba escribiendo el nombre de sus equipos en la cancha de basquetbol para que no se olviden, en un ejercicio de construcción de memoria.  “Si como no jaja” es, así literalmente, el nombre de un equipo escrito por una persona mayor.

Una señora se acercó, exhaló y dijo “vuelta de perro”. Nadie recordaba un equipo llamado así. “No -aclaró ella- esto duró menos que una vuelta de perro. Son puras migajas de Codelco (la empresa estatal chilena que posee la División Chuquicamata desde la nacionalización de 1971).

Era otra persona que no pudo ver su casa y estaba frustrada porque Codelco redujo el permiso de tránsito a muy pocas cuadras. Es el centro, dos cuadras hacia los lados, dos hacia arriba y abajo y nada más. Todo está cercado y con avisos de procesos de demolición.

Un señor de la expedición de Antofagasta, con su hija, preguntó al personal de seguridad si podían cruzar las rejas. No se podía. “Ah, no voy a poder ver mi casa. Bueno, hija, pues estaba frente a la sección de juegos infantiles, por una carnicería”, dijo.

Una adolescente le dijo a su mamá cuando caminaban juntas en el parque: “antes recorríamos shuqui en cinco horas, po, mami”. Los 30 minutos que utilizaron para recorrer lo que no está encerrado o enterrado no sirvieron para agotar las energías de la chica.

A pocos metros otro hombre le contaba a su hijo que atrás de Teatro Chile, donde se ven otros cerros, a lo lejos hacia el oriente, jugaba con sus amigos a deslizarse con cartones. “¿Es un cerro? No, hijo, es otra torta, la torta chica”.

En Chuquicamata el sol sale por un cerro de lastre minero y se mete por otro.

El hospital enterrado y el candado

El hospital Roy H. Glover tenía una fuerte estructura de hormigón y muros de 60 centímetros de ancho recubiertos de mármol. “Estilo americano”.

Colocaron dinamita en los puntos principales para que la estructura fallara y entonces llegaran camiones como hormigas que cargan 150 toneladas y comenzaron a taparlo. “Eso se fue asentando y al final quedó tapado”, contó Jorge Yoma.

El estilo americano del hotel y su alta tecnología desaparecieron del mapa. En Google maps se localiza dónde estaba con la especificación “hundido”.

Carolina Salinas se crió ahí y su hermana Patricia, que estaba con ella nació en Chuquicamata. Fue famoso el nacimiento de patricia (1983) porque fue melliza junto con Òscar. “Los primeros mellizos nacidos en el hospital. Mandaron a pedir un coche (carreola)”.

Ambas alcanzaron a ver el hospital hundido.

Comenzó el desfile. Secaron lágrimas, caminaron por la explanada junto al Pinocho y se unieron a la delegación de Antofagasta.

Esperaron su turno frente a alumnos de bachillerato que platicaban, hablaban y se besaban con el tajo de la mina de fondo. Allí estaban Lucho el elegante y Verónica vestida de novia fantasma cubriéndose del sol en la escalinata de la iglesia. En el grupo de Carabineros que esperaban junto a ellos se preguntaron si habría boda o qué estaba pasando.

Todas y todos desfilaron 200 metros frente a autoridades del Gobierno Regional de Antofagasta, de la municipalidad de Calama y mandos militares.

El sol comenzó a acercarse a la torta del poniente. La hora del cierre del campamento se aproximaba. Comenzaban las despedidas y la gente foránea se subía a los buses donde viajaron y otras caminaban hacia abajo, pasando frente al estadio de Beisbol Anaconda, donde “los gringos” enseñaron a jugar ese deporte a los chilenos.

Algunas personas, aunque fuera con bastón o andadera, se lanzaron a las calles del libre acceso que quedan para una última mirada. Librería La Unión, Emporio La Verbena (casino), Ferretería Russi, Reparadora de calzado Lira, Salón de Te Calancho, Gran tienda La Vidana (1926), Hotel Washington, La Ideal Tintorería y Lavandería, Amasandería Ramos.

Hay coches abandonados y casas con puertas abiertas detrás de las rejas. No hay nadie que diga “dejé la puerta abierta, me cuidas la casa” ni nadie que lo escuche. 

Hay pintas en las casas: “Gracias Chuqui 1921 -2006. Familia Gómez Álvarez/ Rivas Gómez. Willie, Martha, Criss, Jossy, Catalina. Aquí vivió Enrio, Yola, Guilo y Ein. Todas las casas son inmuebles “en proceso de desmantelamiento, no ingresar”.

Llegó Daysi Salas Cruz, nieta de don Nicanor Salas, dueño del emblemático kiosco de periódicos y revistas El Minero, hija de Albertina Cruz Cortés y Luis Guzmán Galleguillos, minero con 50 años de trabajo en sus espalda. “Cultura Chuquicamatina”.

Uno de los hijos de Daysi fue el segundo bebé que nació en el Roy H. Rover y, junto con su esposo, fue la última en salir de Chuquicamata. Él era carabinero y recibió la encomienda de permanecer hasta el final, hasta que no quedara nadie.

El pueblo se comenzó a vaciar en 2004. Fue un proceso complejo de negociaciones y reubicación de viviendas. Fueron años de mudanzas constantes con camiones enviados por Codelco mientras iba avanzando la montaña de atrás.

—Nosotros como fuimos los últimos vimos ya que empezaron a tapizar las casas (recubrir las ventanas) y empezar a avanzar la torta.

—¿Cómo recuerdas el día que se cerró Chuqui?, le pregunté.

—Lo recuerdo triste. Un amigo nos prestó un camión. Empezamos a cargarlo, luego fuimos en el auto atrás del camión. Es una cosa muy… da pena. Nosotros podríamos decir que le pusimos el candado a Chuquicamata—, dijo Daysi Salas, zanjando la plática.

A don Lucho le iba quedando menos gente para saludar. Se iba acabando el tiempo. Estaba casi sin voz. Tal vez gritó “viva Chuquicamata” unas 20 veces. Quizá saludó a 500 personas en cuatro días y 100 se sacaron fotos con él y su hermana.

De pronto, Lucho me llamó y me llevó a ver un árbol.

—Este arbolito diría tantas cosas si hablara porque yo me crié acá vendiendo los diarios. Era un paradero acá, era donde voceaba los diarios y lustraba los zapatos de la gente”. Lustré muchos zapatos de minero. Habíamos como 10 lustrabotas. El tiempo fue pasando, hasta ahorita tengo el orgullo de decir que soy el único que está quedando.

Don Lucho estaba ya más tranquilo, más callado. Había que hacer un esfuerzo para escuchar su voz apagada por la ronquera. “Este arbolito yo lo quiero mucho, mira cómo está todo seco”, finalizó.

Las camionetas de vigilancia encendieron sus altavoces y comenzaron a recorrer las calles para asegurarse de que no quedara nadie

“Estamos en proceso de cierre del campamento, gracias por su visita. Favor de tomar las vías de acceso y de salida”.

Don Lucho echó a andar su camioneta. “Ven súbete conmigo nomás”. Se enfiló hacia el parque y un vigilante lo detuvo. “Tiene que salir, por favor, caballero”. “Deme permiso de dar mi vuelta al parque”, pidió Luis Zavala.

El guardia solicitó permiso por la radio y alguien dijo que sí, pues ya sabían que don Lucho tenía que despedirse a su manera.

El silencio del desierto de Atacama se rompió con la bocina de la camioneta de don Lucho mientras daba la vuelta al parque lentamente y todos los guardias de Codelco y las contadas personas que quedaban lo saludaban.

—¿Qué fue eso, don Lucho?

—La despedida de Chuquicamata, hasta la próxima oportunidad que tenga de venir.

***

Este trabajo fue publicado originalmente en Pie de Página que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar su publicación.

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