Qué padre

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Siempre he agradecido la paciencia y tolerancia que tienen las personas que regentean este lugar para soportar mis desvaríos, así como la fuerza de voluntad de quienes aquí se asoman y los leen, incluso hasta el final. Hoy, como otras veces, voy a estirar un poco la liga apelando a la benevolencia de ambas partes.

Como todos ustedes olvidaron, el domingo pasado fue Día del Padre. La frase hecha con la que debería iniciar este párrafo es “Como todos ustedes saben”, pero a estas alturas, casi una semana después, seguro ya todos lo olvidamos. Es uno de los bemoles de no tener una fecha fija: cada año, llegando junio, hay que agarrar el calendario y contar tres domingos para saber cuándo se va a celebrar la efeméride. Hice una búsqueda para saber cómo o por qué se decidió que no hubiera un día específico, a diferencia del Día de la Madre, del Niño y la Niña, de las y los Abuelos, etcétera. No hay nada claro. En uno de los enlaces que encontré cuentan que la celebración nació en Estados Unidos y se asoció a una comunidad religiosa, razón por la cual se celebra en domingo, pero no queda claro, o no entendí muy bien, por qué. Al final, como tampoco tenía tiempo para hacer una búsqueda más profunda, abandoné sabiendo que en algún momento la celebración fue retomada en México más o menos con la misma lógica. 

(Buscando, me acabo de enterar también de que en Baja California ya tomaron cartas en el asunto: a partir de este año, el Día del Padre habrá de celebrarse el tercer viernes de junio —es decir hoy, mientras escribo esto—, que además será día feriado.)

Como soy un catálogo de obviedades, la efeméride siempre me produce reflexiones en torno a la paternidad en dos vías: la relación que tengo con mi padre y la crianza que nos dio y la paternidad que ejerzo con mis hijos. Tengo la impresión, creo que no tan equivocada, de que estamos más familiarizados a leer y escuchar reflexiones y contenidos relacionados con la maternidad, mientras que la paternidad es algo que reflexionamos en solitario, en silencio, de manera individual, o que de plano preferimos obviar y evitar, cuando debería ser diferente.

(Y aquí voy a abrazar una de mis contradicciones: si existiera un grupo para hablar de la paternidad, por supuesto que no iría. No me gustan esos ejercicios colectivos, llámense taller literario, club de lectura, etcétera. ¿Qué puedo hacer? Aventar estos piensos al aire pensando que quizá, sólo quizás, abran alguna conversación en algún lugar.)

Yo no quería ser papá. Me explico: he conocido personas que desde muy jóvenes ya sabían que sí querían ser papás, y desde esa certeza perfilaron cómo querían ejercer su paternidad, es decir, qué tipo de papás querían ser. Hasta el 28 de mayo de 2004, yo no me había imaginado un escenario en el que yo fuera padre de otra persona. Ese día supe que iba a ser papá y una vez que comenzaron a asentarse el vértigo, el miedo y la incertidumbre —y escribo asentarse porque irse, nunca se han ido— tuve una convicción: no sabía cómo ser papá, pero sí sabía que no quería ser como mi papá. 

Alguna vez escribí acá sobre los caprichos de mi memoria. El tema de mi relación con él es, quizás, uno de los que más caprichos tiene: no recuerdo abrazos, besos o elogios; recuerdo impaciencia haciendo la tarea de matemáticas, gritos en la cancha de fútbol y desesperación tratando de hacer composturas eléctricas o de fontanería. Ahora lo recordamos como chiste, pero es anécdota: un día, rebasado de frustración y desbordado de sinceridad, nos dijo a mi hermano y a mí: “Por eso ustedes mejor estudien, como no saben hacer nada por todo van a pagar”.

No quiero decir que mi padre fuera malo: todo lo contrario. Con el paso de los años he reconstruido una parte muy pequeña de su biografía, lo que me ha permitido conocerlo desde sus carencias afectivas y su falta de herramientas emocionales. He venido trabajando en subsanar mis propias carencias para relacionarme con él y nuestra historia de otra manera. Siguiendo el ciclo de la vida, mucho tiempo le culpé por mis propias carencias, por mi carácter, por mi falta de ímpetu para muchas cosas, hasta que entendí que era mi responsabilidad cambiar el lugar desde donde estaba haciendo mis contundentes juicios para resignificar todo lo que recibí, lo bueno y lo malo.

Como todos, mi padre hizo lo que pudo con lo que tuvo. ¿Pudo tener más y no quiso? Por supuesto. Pero ahora veo las cosas de diferente manera: seguro nunca voy a entender muchos rasgos de su forma de ser, pero para eso está la terapia. No lo quiero imitar ni ser como él, ahora tampoco quiero no ser cómo él. Sólo quiero darle a los míos la mitad del compromiso y la entrega que tuvo y tiene todavía.

Sobra decir que mi intento por no ser como mi papá fracasó rotundamente, sobre todo con mi primer hijo. Repetí muchos de los patrones que había jurado que nunca iba a cometer y la cosa no mejoró mucho con el segundo. Duele reconocerlo, pero los lastimé mucho en el proceso. He hablado con ellos y espero que algún día, dentro de muchos años, sean benevolentes en su juicio. Como dice el dicho: con ellos me convertí en todo lo que había jurado destruir. 

Luego de fracasar estrepitósamente en evitar ser como mi papá y después de fallar contundemente en ser el papá que me inventé que quería ser, de un tiempo para acá he cambiado la pregunta: ahora no me cuestiono qué padre quiero ser yo, sino qué padre necesitan mis hijos, que no son más unos niños sino muchachos del primer cuarto del siglo XXI.

¿Qué padre necesitan para transitar en esta edad? ¿Qué tipo de acompañamiento es mejor para ellos? ¿Cómo se les acompaña en la relación, cada vez más ineludible, con el alcohol y las drogas? ¿Cómo se les guía para construir relaciones afectivas sanas, cuidadosas y respetuosas con ellos y con las personas a su alrededor? ¿Cómo en el descubrimiento del sexo? ¿Cómo en el alumbramiento de sus vocaciones? ¿Cómo los acompaño para que descubran sus caminos a la felicidad? Muchos tramos de ese camino lo hice solo, o no necesariamente con las mejores guías, y cometí muchos errores: ¿cómo los acompaño sabiendo que los errores son inevitables? El vértigo, el miedo y la incertidumbre, les decía, aquí siguen.

Hace poco les compartía a ellos algunas de estas preguntas. Les decía que tengo claro que yo no soy su amigo, ni quiero serlo: soy su papá. Aprendí que esa diferencia es un muro entre nosotros: sé que hay un universo de cosas que jamás van a compartir conmigo porque hay un universo de cosas que yo jamás he compartido con mi padre. Pero les dije que era nuestra decisión qué íbamos a hacer con ese muro: grafitearlo, abrirle una ventana, construir una puerta, tirar una sección. También les dije que esa decisión —dónde, cómo y cuándo tirar; qué dejar o incluso qué reforzar en ese muro— era de ellos y que yo iba a buscar el modo de acompañarles de la mejor manera. Creo que me dejaron de poner atención después de dos minutos. Pero no hay peor lucha que Lucha Villa, dijo una vez Jaime López.

En fin, si alguien llegó hasta aquí en estos entuertos reflexivos postcelebración del Día del Padre, se lo agradezco mucho. Si alguien quiere compartir los suyos, lo agradezco el doble. Y si nadie quiere nada, ¡qué padre!

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La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

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