El interregno y la perplejidad

Todo es lo que parece

“El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer.
Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.
Antonio Gramsci. 

Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza (X)

Imagen: Chelsea Saunders/Current Affairs

A mediados de la década de los treinta, en el siglo XX, Antonio Gramsci —entonces prisionero del régimen fascista de Mussolini— ponía punto final al texto que luego se convertiría en lo que hoy conocemos como Cuadernos de la cárcel. En esta su obra póstuma, el filósofo originario de Cerdeña trazó con exactitud los contornos de su época al referirse a esta como un momento de crisis orgánica , es decir, una situación en la que existía tanto un profundo desfondamiento de las estructuras e instituciones sobre las que sostenía un orden social más o menos discernible; como la emergencia de un incierto umbral de lo posible, de lo nuevo.

Por una parte, el bloque dominante veía erosionada, en alguna medida, su capacidad para imponer su hegemonía —para disfrazar de interés universal sus pretensiones particulares—. Por otra parte, también era visible que las clases subalternas no lograban estructurar una alternativa sólida ante la incertidumbre. Esta tensión entre «lo viejo» que no terminaba de desaparecer y «lo nuevo» que aún no nacía, produjo una especie de limbo histórico, de interregno, en el que se evidenciaba el agotamiento del entramado institucional vigente y la imposibilidad de que desde dicho entramado se ofreciera una alternativa.  

Un escenario como este suele tener consecuencias cruciales: a. Intensificación de las luchas culturales, ideológicas y políticas que buscan imponer una visión específica del mundo; b. Desplazamiento de las fuentes de autoridad y los mecanismos de legitimación más o menos tradicionales; d. Vacío de poder y fragmentación de lo social, y, finalmente, e. Condiciones de posibilidad para el surgimiento de «formas patológicas del orden» (i. e. fascismo, militarismo, etc.).

En este sentido, la desestabilización asociada con las crisis no opera solo en el plano de lo estructural (i. e. en la economía, en la política, en la cultura). También se despliega en la esfera de los parámetros a los que acudimos para dotar de sentido al mundo: se destituyen las lógicas que antes permitían organizar la realidad, y ello nos coloca en medio de un torbellino, en un devenir caótico que nos desorienta. Nos encontramos, al mismo tiempo, ante un abismo de incertidumbres y frente a al umbral de lo posible: perplejidad.

En este contexto, no me cabe duda de que nuestras sociedades atraviesan hoy por un cambio epocal que tiende a redefinir las bases sobre las que hemos construido nuestra comprensión del mundo. No obstante, a diferencia de periodos anteriores, en los que la crisis se percibía como una posibilidad revolucionara de la que podía emanar una hegemonía emancipadora, hoy parece, más bien, que el interregno que habitamos está siendo colonizado por una hegemonía sin hegemonizador. En un escenario atravesado por el advenimiento de la era de la inteligencia artificial y por una geopolítica del miedo y la confusión, las grandes corporaciones tecnológicas y los Estados que coquetean con el autoritarismo no proponen, finalmente, un proyecto universal, hegemónico.

Por el contrario, apuestan por una especie de «caos gestionado» en el que la perplejidad se postula como un mecanismo de control altamente eficiente: ante la ausencia de relatos creíbles, crecen la indiferencia y el radicalismo estéril. Atestiguamos, pues, la exacerbación del interregno a escala global. Este devenir caótico es, sin duda, uno de los mejores indicadores tanto del estatuto de una crisis que se ha vuelto la norma como del desconcierto que cada vez más nos constituye como sujetos. 

Así, por ejemplo, cada vez resulta más evidente que el multilateralismo queda reducido a una disputa entre proyectos civilizatorios irreconciliables (i. e. drones asesinos controlados a distancia por inteligencia artificial; fronteras digitalizadas que criminalizan al otro mediante parámetros biométricos; escenarios de guerra híbridos donde la desinformación tiende a ser más letal que los proyectiles). Entre estos «síntomas mórbidos» —por seguir dentro de las coordenadas gramscianas— también aparecen, con claridad inusitada, gobiernos que entrelazan una retórica incendiaria con una necropolítica algorítmica; regímenes que difunden e imponen sobre la conversación pública —vía bots— la nostalgia de imperios arcaicos y resentimientos históricos. Monstruos sin rostro, por parafrasear el epígrafe con el que se abre este texto. Frente a esto, ¿cabe acaso la posibilidad de que el sujeto gramsciano, capaz de «pensar la totalidad», poco a poco será sustituido por un individuo algorítmico, aislado, predecible y controlable, en manos de lo que los medios ya denominan como broligarquía? ¿O estaremos en condiciones de tejer un nuevo bloque histórico que sea capaz de articular una salida a este atolladero? 

Quién sabe. Lo cierto es que Gramsci aseveraba tanto que toda crisis llevaba en sí el germen de lo nuevo; como que toda batalla por la hegemonía requeriría una especie de «cesarismo progresivo», es decir, una fuerza capaz de condensar en sí las demandas populares. Hoy, en un escenario tecnofeudal (como lo denominaron primero Durand y luego Varoufakis), este «cesarismo» difícilmente podría ser encarnado por un líder/caudillo carismático, o por un partido político convencional.

Este vacío está siendo llenado por la consolidación de un nuevo sistema de poder basado en la gestión masiva de datos y la influencia de las grandes corporaciones tecnológicas. Por ende, requiere de la conformación de otras resistencias (redes; redes de redes) capaces de transformar el pesimismo de la inteligencia en el optimismo de la voluntad. El riesgo —el verdadero peligro del escenario que nos aqueja — no radica en la crisis en sí, sino en su fetichización, es decir, en la aceptación tácita —cínica a veces— de que el interregno es inmutable y, que el acecho de lo monstruoso es inevitable. Para atravesar el velo de este caos aparente es preciso desenmascarar las “nuevas” estructuras de dominación y tejer “nuevas” contra-narrativas (¿contra-hegemonías?) que apelen a la construcción de un sentido de comunidad distinto, que nos oriente no solo frente al futuro, sino que además nos proporcione coordenadas para navegar este presente incierto. 

Sea pues.

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Igor I. González Doctor en ciencias sociales. Se especializa en en el estudio de la juventud, la cultura política y la violencia en Jalisco.

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