Si la dignidad es un derecho: ¿por qué nos cuesta tanto creer en ella?

En Pie de Paz

Por Javier Contreras Arreaga. Profesor del Tecnológico de Monterrey, socio y consultor de Xenia Consultoras S. C.

Soy uno de tantos que viven angustiados por los males de nuestros tiempos. En todo el continente americano, los gobiernos de extrema derecha han encontrado un terreno fértil para crecer a partir de la desconfianza en las instituciones, el miedo al cambio y el resentimiento ante las desigualdades. En este contexto, los movimientos políticos populistas han entendido que pocos discursos generan tanta cohesión entre sus seguidores como aquellos que atacan frontalmente la no discriminación, los derechos humanos y cualquier esfuerzo por combatir las desigualdades estructurales.

La estrategia es efectiva: presentar los derechos humanos como un privilegio de unos cuantos y no como una garantía universal; se desacredita el combate a la desigualdad con el argumento de que es una amenaza a quienes “se han esforzado”; se exaltan valores tradicionales que justifican la exclusión de ciertos grupos; y se demoniza a quienes defienden la dignidad de todas las personas. Así, la idea de que todas y todos tenemos derechos humanos se convierte en una cuestión profundamente controversial, cuando en teoría debería ser un consenso básico de cualquier sociedad democrática.

Durante estos tres años impartiendo Introducción al Derecho, Derecho Constitucional y Derechos Humanos, he compartido con mis estudiantes esta inquietud: si la idea de la igualdad de derechos fuera tan sencilla de aceptar, su respeto sería la norma y no la excepción. Pero la realidad nos muestra algo distinto. Una y otra vez, nos hemos encontrado con resistencias estructurales a la universalidad de los derechos humanos. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que todas las personas, sin distinción, merecen un trato digno?

A lo largo de nuestras discusiones en el aula, hemos identificado al menos tres grandes obstáculos que explican esta resistencia:

    1. La justicia como sistema de méritos vs. la radicalidad de los derechos humanos
      La idea de que la justicia debe basarse en el mérito está profundamente arraigada en nuestras sociedades. Nos cuesta aceptar que alguien pueda recibir reconocimiento, apoyo o protección sin haber “hecho algo” para merecerlo. En este marco de pensamiento, los derechos humanos resultan profundamente incómodos, porque no se otorgan en función del esfuerzo, sino por la sola existencia. Son, en esencia, anti-meritocráticos. Esta es una de las razones por las que muchos sectores reaccionan con hostilidad ante políticas de inclusión, acciones afirmativas o el reconocimiento de derechos de grupos históricamente discriminados.
    2. El estándar moral de los derechos humanos es más alto que el estándar social
      En nuestras construcciones sociales, dividimos a las personas en “dignas” e “indignas”. Nos resulta intuitivo pensar que aquellos que han cometido crímenes atroces o han atentado contra otros pierden su derecho a ser tratados con dignidad. Pero la propuesta de los derechos humanos no opera bajo esta lógica. Incluso las personas más repudiadas por la sociedad —homicidas, terroristas, violadores— siguen siendo titulares de derechos. Este es un estándar moral mucho más alto que el estándar social, y por eso genera tanto rechazo. La resistencia a reconocer derechos no es solo un problema de ignorancia, sino un conflicto profundo entre nuestras nociones de justicia y la inamovilidad de ciertos principios muy arraigados en nuestras cosmovisiones.
    3. El abismo entre los derechos humanos y las percepciones populares
      A lo largo del tiempo, los derechos humanos han sido promovidos mediante estrategias de litigio, cabildeo y negociaciones con actores clave. Si bien esto ha permitido avances fundamentales en términos de igualdad y protección, también ha generado una desconexión entre los marcos filosóficos y jurídicos que sustentan los derechos humanos y las percepciones de la población en general. Hoy, muchos de estos principios contrastan con los valores religiosos y morales predominantes en nuestras sociedades, lo que facilita que los movimientos populistas los ataquen como una “imposición ideológica”. Este distanciamiento ha sido aprovechado por los discursos de extrema derecha para desacreditar las luchas por la igualdad y la dignidad.

Ponerse en los zapatos del otro: la empatía y sus límites

En clase, hemos reflexionado sobre lo poderosa que es la metáfora de “ponerse en los zapatos del otro” como máxima hacia la empatía. Pero esto implica, primero que nada, quitarse los propios zapatos, despojarse de nuestras verdades asumidas, de nuestra forma de ver el mundo y atreverse a habitar la realidad desde la perspectiva del otro. No es un ejercicio fácil, porque muchas veces nuestras convicciones nos pesan tanto que nos impiden movernos más allá de ellas.

Sin embargo, al estirar esta metáfora, hemos llegado a una conclusión aún más difícil de aceptar: hay muchas vidas en cuyos zapatos simplemente no podemos entrar. Existen realidades tan distintas a la nuestra, marcadas por adversidades tan profundas, que la empatía no basta para comprenderlas. Pensar que podemos sentir el dolor de una madre migrante separada de su hijo en la frontera, de una persona torturada en prisión, de alguien que ha crecido sin acceso a lo mínimo para sobrevivir, es un error. La empatía tiene sus límites.

Esto nos ha llevado a otro hallazgo: para combatir la xenofobia, el racismo y la discriminación, los datos duros y las estadísticas sirven muy poco. Mucho menos el argumento de “no importa lo que pienses, está en la Constitución.” Las cifras y los marcos normativos rara vez generan un cambio de perspectiva en quienes ya tienen prejuicios arraigados.

Lo que sí ha servido es darle el micrófono a quienes han sufrido violaciones a sus derechos humanos. Conocer sus historias de resiliencia, entender su dolor y escuchar su voz tiene un impacto mucho más poderoso que cualquier argumento técnico o legal. Porque la revolución que nos falta no es la de alzar la voz, sino la de romper las cadenas del individualismo con las redes que generamos al prestar oído al otro y abrir el corazón.

¿Hacia dónde vamos?

La enseñanza del derecho me ha reafirmado que los derechos humanos no pueden darse por sentados. Son una construcción en disputa constante. Su defensa no es solo un asunto de leyes y tratados internacionales, sino de cultura política y social. En un momento en el que la exclusión y la discriminación se están utilizando como banderas políticas, el reto es aún mayor.

No podemos enseñar los principios jurídicos de los derechos humanos sin enseñar a construir una cultura de paz y de los derechos humanos. No basta con explicar tratados internacionales, mecanismos de protección y jurisprudencia. Si no transformamos la forma en la que nos relacionamos como sociedad, la dignidad seguirá siendo una excepción y no la norma.

Estos días en el que los fondos y programas de derechos humanos son perseguidos y aniquilados en el ámbito internacional, pueden ser la oportunidad de la reinvención de nuestras luchas sociales. El gran retroceso institucional de la dignidad no vendrá acompañado de una simple restauración de principios jurídicos. Lo único que puede detener esta regresión es un dique social de solidaridad. 

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"Es una columna que busca colocar en el debate público la relevancia de la cultura y la educación para la paz. Esta columna es escrita en colaboración con las y los integrantes del Centro de Estudios para la Paz (Cepaz) del Instituto de Justicia Alternativa del Estado de Jalisco”.

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