La que no brinca es macho

Nadie nos preguntó

Por Verónica Ortega y Sarahí Casillas ** / Edufem / @edufemgdl (IG)

Foto portada: Aletse Torres

Son casi las dos de la tarde, hace calor. Un pantalón cómodo, una camiseta morada de algodón, unos tenis. La mochila lleva dos botellitas con agua, filtro solar, una carterita con un poco de dinero —billetes y monedas—, la identificación, plumones de colores, pañuelos desechables, dos bengalas dentro de una bolsa; una batería extra, el cargador del móvil,  lentes de sol, dulces, paletas, una manzana. Me trenzo el cabello. «Todo listo», pienso. «No es cierto». Voy por los pañuelos de tela, púrpuras y verdes, y un buen número de cartulinas blancas y moradas enrolladas. Mis llaves, mis monedas para el transporte, mi corazón latiendo fuerte. Salgo de casa. Hoy no es cualquier día de marzo. 

En el  andén del tren ligero somos varias, de todas las edades. Nos reconocemos y nos miramos con complicidad. Viajando junto con ellas no puedo evitar pensar que 9 de cada 10 feminicidios han sido cometidos por personas a quienes esas mujeres amaron, por personas en las que confiaron, por personas a las que nunca llegaron a conocer bien. La gente nos ve raro: clavan las miradas en los pañuelos que rodean nuestras muñecas, nuestro cuello; hacen gestos cuando ven las cartulinas debajo del brazo, como si no tuviéramos nada que decir, nada que exigir. Sentimos las miradas. Unas cuantas se acompañan de leves sonrisas de ilusión; otras, muchas, de risa burlona. Nadie dice nada. Nosotras vamos ahí, sin conocernos pero acompañándonos, porque vamos al mismo lugar y vamos juntas. 

La explanada de la plaza nos recibe. Son las 4:30 de la tarde y salimos de todas partes, vestidas con camisetas blancas, lilas, moradas, púrpuras, verdes, negras, todas diferentes pero iguales. Nos vamos encontrando y nos sentimos más seguras, más acompañadas, pero no dejamos de mirar a los lados, cuidamos los movimientos bruscos de cualquiera que se acerque. No queremos tener miedo, pero todavía tenemos. ¿Cómo no tenerlo, si en 2023 nos arrebatan a 3,493 hermanas por feminicidio y homicidios dolosos y cada año las cifras son mayores? El sol está en el momento que más quema. Caminamos y nos recorre un hilito de sudor por la frente y dentro de nuestro pecho resuena un tambor que va aumentando su redoble. Siguen llegando más y duele pensar cuántas seríamos si sumamos a las hermanas que ya no están. 

No nos conocemos, pero ahí estamos todas juntas, con nuestros pañuelos. Nos prestamos los plumones, nos regalamos cartulinas, improvisamos pancartas con cajas de cartón. Nos ponemos brillos para iluminarnos el rostro. Somos madres,  abuelas,  hijas, nietas, sobrinas, ahijadas, amigas, vecinas, compañeras, maestras, médicas, estudiantes, cajeras,  bailarinas, fotógrafas, cuidadoras, mujeres trans, buscadoras… Somos una multiplicada por muchas: somos más de 50 mil mujeres que buscan ya no pasar inadvertidas. 

Ahora sí no hay forma de no vernos: ahora estamos juntas, ahora sí nos ven. 

Se escuchan las voces, todas juntas, carcajadas, canciones, charlas. Cualquier espacio vacío en el piso sirve para que la niña de ocho años extienda su cartulina y se arrodille a escribir: Las niñas no se tocan. La abuela con su mandil a cuadros trae su pedazo de cartón pegado en un palo: lo que no tuve para mi, que sí sea para ustedes. Ella, la chica de las alas de mariposa, trae escrito un poema en su cartulina: “Por ti mamá”. La del rebozo que resguarda al niño dormido carga su cartulina exigiendo los derechos de las niñas y las mujeres indígenas, una buscadora con la foto de su hija plasmada en la camiseta, justo cerca de su corazón, “voy a quemarlo todo, hasta encontrarte”. Como ella, muchas otras mujeres buscan a sus familiares: el 40 por ciento de los colectivos de búsqueda de personas están conformados por mujeres que, a pesar de su dolor, se levantan cada día. Esto me da fortaleza para seguir en esta lucha.

Se  escucha a lo lejos el sonido del caracol y los tambores llamando al silencio. Atendemos el llamado. Estamos ahí, paradas con las pancartas en alto, formaditas, juntitas, empañueladas, sonrientes, felices, plenas, seguras, fuertes, poderosas, amorosas; juntas, con la piel erizada, con el corazón latiendo fuerte al ritmo de los golpes de la baqueta contra el garrafón que cuelga frente al pecho de ellas, que van abriendo la marcha, cantando a todo pulmón, con las venas del cuello marcadas por la fuerza del canto, del grito, de la emoción. 

Las encapuchadas, todas de negro, se deslizan por las orillas del contingente. Nos acuerpan, nos cuidan; gritan, pintan y van dejando huella de nuestro paso por la calle, esa que no quieren darnos, pero que hacemos nuestra; la calle es nuestra cuando juntas, y al redoble del tambor, al son de la consigna y en cada brinco que damos, la abrimos para recordarles que no son negociables los derechos de las niñas y las mujeres.  ¿A quién se lo recordamos? A todos esos que, sentados en las terrazas de los negocios, escondidos detrás de los aparadores y recargados en los barandales de los segundos pisos de los edificios, nos hacen señas obscenas, nos gritan groserías, se ríen de nosotras, nos provocan. A ellos venimos a recordarles que somos malas y podemos ser peores. 

El sol se oculta, nuestras voces se escuchan más fuerte. Ante un peligro inminente, nos detenemos: se hace silencio, todas de rodillas con el puño arriba, se cuida a las infancias; el corazón late fuerte, se eriza la piel otra vez; de nuevo de pie, se reanuda el paso, el ánimo persiste, en el camino se unen más; las que tienen que trabajar, se pegan al cristal de sus aparadores y desde adentro muestran una hoja: “Estoy con ustedes, pero tengo que trabajar”, “Si un día no me encuentras, rómpelo todo”. En ese momento, comprendo otra realidad: marchamos también por ellas, por aquellas que no pueden salir de sus empleos, y alzamos la voz contra las injusticias de la brecha salarial y las jornadas laborales mal pagadas.

Cada instante somos más, la avenida es un lienzo de  pañuelos morados y verdes, pancartas caminantes, el humo de las bengalas va dejando rastro de nuestro paso, la vibración de los cantos en las plantas de los pies. El piso se está moviendo, está cantando. 

Alto total. Colectivas de desaparecidas, infancias, discapacitadas, batucadas, mujeres y disidencias,  acompañantes y contingente mixto se detienen, la noche ha caído ya, pero no la emoción de seguir juntas. Una voz habla por todas, lee el pronunciamiento, ese que durante muchos días antes se gestó en las asambleas, en las reuniones,y que es un recordatorio de que las desapariciones continúan, los feminicidios no se detienen, la impunidad no disminuye; en cambio, continúan las violaciones, los ataques, las omisiones del Estado, de la policía, de la justicia. Y aunque se sigue sembrando el miedo, la voz de las que hablan ya no lo tienen. Las luces moradas alumbran otra vez la plancha de la plaza, de la glorieta, del lugar que nos recibe. Estamos ahí, tomando lo que por derecho nos pertenece. 

Mañana en los medios van a decir que esos no son modos y las crónicas van a hablar de vidrios rotos y  paredes pintadas; los dueños de negocios van a decir que estamos locas. El recuento de “sus daños no se equipara, nunca lo hará, con el recuento que nosotras hacemos todos los días: años de opresión, machismo, discriminación, violencia y precarización.  Su recuento nunca va a contar lo hermoso que es acompañarnos siendo una misma, todas juntas. Nosotras lo sabemos. 

Mientras se va quedando sola la plancha, pegamos las pancartas en cualquier espacio vacío que vemos, nos despedimos sin palabras, con una mirada y una sonrisa. No decimos adiós, ni decimos nuestros nombres, porque sabemos que vamos a volver a encontrarnos y que si nos necesitamos, siempre estaremos en algún lugar. Me voy con la esperanza de no volver a ver el rostro de estas hermanas en un boletín de desaparición. Se nos secó la garganta, se nos arrastran un poco los pasos.

A mí ya medio me duele la rodilla: camino despacio, no tengo prisa, hoy no tengo miedo, me siento feliz, conmovida, acompañada, volteo atrás y las veo a todas felices, y me vuelve a doler la rodilla pero tengo la esperanza de que todo lo vamos a cambiar y la convicción de que hay que seguir brincando. Porque la que no brinca, es macho. 

***
Veróni
ca Ortega, es presidenta de Edufem, A. C. y académica. Sarahí Casillas Flores, es estudiante de la licenciatura en Estudios Liberales, activista y promotora de la salud mental y los derechos de las mujeres

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En Edufem realizamos actividades educativas y formativas que tienen como objetivo impulsar condiciones igualitarias y equitativas que propicien, desde la educación, el desarrollo integral de niñas, niños, adolescentes y mujeres.

3 COMENTARIOS

  1. Que hermoso todo lo que hacen por el movimiento y en el movimiento amo mucho, gracias por ser la voz de las que ya no estan 💜

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