Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
Luego de casi medio año del inicio de una ola de violencia en Sinaloa, que ha dejado cerca de mil homicidios dolosos, casi mil quinientos casos de privación de la libertad, el cierre de decenas de empresas, cerca de veinticinco mil empleos perdidos, y cientos de familias rotas, Teuchitlán, Jalisco, es el nombre más reciente que se agrega a la ya larguísima lista de oprobios. Apenas hace unos días, integrantes del colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco hicieron ahí —en el Rancho Izaguirre, el cual había sido cateado varias veces por la Fiscalía local— un descubrimiento macabro: un centro de adiestramiento que también funcionaba como sitio de exterminio, en el que se localizaron los restos de cuando menos 200 cuerpos y diversos enseres personales. Esto, sin duda, tiene una estrecha relación con los recientes casos de reclutamiento forzado que han azotado a las y los jóvenes de la entidad. En este sentido, no hay que perder de vista que en Jalisco hay —según los propios datos oficiales— más de 15,000 personas en calidad de desaparecidas. Teuchitlán se suma a la desolación y al desasosiego, puesto que muestra con una pasmosa claridad la profundidad de la de por sí abismal crisis en la que está sumergido el estado.
Ante esto, ¿cómo podemos dotar de sentido a lo que acontece, cuando la violencia que nos hiere se ha exacerbado a un grado escalofriante? Quien me conoce sabe que, en los últimos años, buena parte de los esfuerzos plasmados en este y otros espacios no son sino intentos de ofrecer una posible respuesta a esta ominosa interrogante para no perder la esperanza. Esto es así porque —ya no cabe duda— habitamos una época en la que difícilmente este flagelo puede ser calificado como una patología coyuntural. Por el contrario, cada vez resulta más evidente que lo violento es la expresión de un orden que ha convertido la letalidad en un sistema: vivimos en una «democracia» en la que el modo de vida ha incorporado a las desapariciones y las desapariciones forzadas como parte de su cotidianidad; nos movemos en un territorio cubierto de sangre y tristeza que se torna constantemente en una descomunal fosa clandestina. En este sentido, estamos atravesados y atravesadas por lo que Marcuse —desde su lectura de Freud— denominaba como la tensión entre el Eros (la pulsión de vida) y el Tánatos (la pulsión de muerte). Ahí nos debatimos. Dicha tensión se despliega en un escenario donde se normalizan los estados de excepción —mecanismos que suspenden derechos en nombre de la «emergencia» o en función del deseo del crimen organizado—.
Estamos entre la espada de una soberanía que le es entregada a actores paralegales (CO), y la pared de un necropoder que ha convertido la vida en una mercancía y la distribución de la muerte en un trabajo.
Lo anterior no solo arroja luz con respecto a las contradicciones presentes en sociedades como las nuestras. También evidencia cómo todo ello ha transformado la destrucción violenta y sin sentido en un síntoma político, en una especie de gobernanza perversa. En este contexto, Tánatos deviene régimen. Se postula así un simulacro de libertad que, al final de cuentas, enmascara una paradoja profunda: si Eros es la fuerza que teje vínculos, este produce —dialécticamente— a un Tánatos que desgarra este tejido. Marcuse ya lo intuía desde mediados del siglo XX en su famoso Eros y civilización: al bloquear los canales de realización vital, el sistema convierte la agresividad en un recurso político. Nos queda claro que la violencia ya no es un exceso casual, sino un síntoma estructural. Así, como ya dijeran antes Cavarero y Reguillo: el horror que atestiguamos se configura como una categoría para entender cómo en nuestros días se constituye la vida social, la que nos ha tocado vivir. Vaya atolladero. Pareciera que hay situaciones en las que la única salida es el llanto.
Pero ojo, prefiero pensar que no todo está perdido: aludir aquí a un Tánatos liberado que recorre desbocado por nuestro país no es un destino irrevocable. Más bien, debería funcionar como una advertencia. La violencia contemporánea no surge de una «naturaleza humana» corrupta, sino de un orden social que ha convertido la destrucción en su modo de ser, en su signo y su lenguaje. Desarticular esta lógica exige una revolución que restituya al Eros como principio organizador. Más vida, menos puerte. El propio Marcuse —apoyado en Fanon— se interrogaba acerca de si la esperanza radicaría en «los condenados de la tierra», en nosotras y nosotros, los del lado de acá, aquellos que, al negarse a ser cómplices del Tánatos, nos esforzamos por reinventar el mundo aún desde sus resquebrajadas ruinas. Ojalá que sí. Porque creo firmemente que hoy, en una era en la que se banaliza la muerte, toda reivindicación del Eros constituye, sin duda, un profundo acto de insubordinación y de resistencia vitalista.
Que este sea el porvenir y no otro.
Sea, pues.