Solamente una discriminación

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Por Paulina B. Barragán /@golden.bloomart (IG)

Leí la Solamente una reflexión del no historiador, más bien Jefe del archivo de la ciudad y cronista -nombrado así en la página oficial del gobierno de Zapotlán el Grande- Fernando G. Castolo, publicado por el medio de comunicación Zapotlán Gráfico y aunque probablemente no era su intención, me dejó un sabor amargo. En su texto, Castolo describe la presencia de personas en situación de calle como un “asalto” a los espacios públicos, un problema que, según él, perturba la imagen urbana y el sentir de los ciudadanos. 

Lo que más me inquietó no fue lo que dijo, sino lo que dejó ver: un pensamiento colectivo que discrimina sin nombrarlo, que excluye sin culpa y que juzga sin entender.

Y es que no es un caso aislado. Es el reflejo de algo más grande: una mentalidad compartida por muchas personas —letradas, con tribuna como él da a entender— que reproducen, desde la comodidad de sus privilegios, una visión profundamente clasista. Una visión que culpa a los pobres por serlo, que asegura incomodarse ante su presencia, que exige que se les “desembarace” del espacio público como si fuesen residuos urbanos. ¿De verdad creemos que ese es el problema?

Detrás de este discurso hay raíces profundas: medios de comunicación con líneas editoriales poco éticas, ideas colectivas que se repiten sin cuestionamiento y una desconexión total con las realidades ajenas. El papel que juegan los medios de comunicación cuando, lejos de fomentar el pensamiento crítico, se convierten en altavoces de prejuicios profundamente arraigados. 

Cuando un medio le da espacio a este tipo de discursos sin ofrecer un análisis, sin cuestionar su carga ideológica y sin contextualizar la realidad de los sectores vulnerables, deja de informar y comienza a adoctrinar. La línea entre opinión y discriminación se vuelve peligrosamente delgada. Esta falta de responsabilidad editorial no sólo perpetúa estigmas, sino que fortalece estructuras sociales injustas. 

Es inaceptable que los medios se pongan del lado del clasismo y la exclusión, dejando de lado su compromiso con la verdad, la pluralidad y los derechos humanos. En una sociedad democrática, los medios deben ser críticos, no cómplices del desprecio.

Lo verdaderamente alarmante es que estos comentarios no solo se leen en redes sociales o se escuchan en conversaciones casuales; ahora se escriben desde la autoridad de la supuesta academia e historia. Se visten de lógica cívica y preocupación por el patrimonio, cuando en realidad son expresiones de un clasismo arraigado que hiere más de lo que ayuda.

Se habla de “patrimonios” acumulados por personas en situación de calle como si juntar bolsas y cobijas fuera un lujo. Se olvida, convenientemente, que estar en la calle no es una elección, sino el resultado de un sistema que expulsa, margina y no da segundas oportunidades.

¿De qué sirve un centro histórico impecable si lo sostenemos sobre el desprecio a quienes no tienen dónde dormir? ¿Qué clase de comunidad somos si la solución que proponemos es desplazar a los más vulnerables para que no “afecten” nuestra imagen urbana?

Tal vez esto le sorprenderá a todos los que comparten este pensamiento: No, el problema no son ellos. El problema somos nosotros, que no queremos ver, que no queremos incomodarnos, que elegimos la estética antes que la dignidad. Lo que falta no es voluntad para desalojar, sino empatía para comprender. Y sobre todo, valentía para cuestionar el pensamiento colectivo que nos hace sentir incómodos frente a la pobreza, pero no frente a la indiferencia.

El artículo primero de nuestra Constitución establece que todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en ella y en los tratados internacionales, que queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, género, condición social, salud, religión, opiniones o cualquier otra que atente contra la dignidad humana. Este principio no es negociable, ni puede interpretarse a conveniencia. 

Mientras que el segundo derecho de toda persona —el derecho humano a la igualdad y no discriminación— debería ser la base de toda acción pública. Por eso, resulta intolerable que personas que reproducen discursos clasistas y estigmatizantes, que son incapaces de comprender realidades distintas a la suya y que promueven la exclusión desde su visión sesgada del mundo, ocupen cargos dentro del gobierno o tengan injerencia en la toma de decisiones públicas. 

No se puede servir a la sociedad desde el desprecio a los más vulnerables. Quien no reconoce la dignidad en el otro, no puede estar al servicio de todos.

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