Nuestro turno de soñar

En Pie de Paz

Por Javier Contreras Arreaga

Esta es la segunda vez que participo en este suplemento, y sí, repito fórmula: traigo una reflexión que nació en el aula. Si alguien quiere acusarme de algo, que sea de ser un oportunista, no de quedarme sin ideas. Porque estoy convencido de que para mis estudiantes tiene valor saber que lo que platicamos en clase no se queda entre cuatro paredes, sino que puede salir al mundo y generar conversación.

Hoy quiero hablar del derecho. O más bien, de cómo lo entendemos -o no lo entendemos- y del lugar que ocupa en nuestras vidas.

La pregunta es simple pero poderosa: ¿qué es el derecho?

Cuando yo era estudiante, me dijeron que era “un conjunto de normas jurídicas” y nunca he ocultado lo insatisfecho que me dejó esa definición. Le falta chispa, historia, humanidad.

Con el tiempo me fui dando cuenta de que el derecho es algo mucho más interesante. Para empezar, es una creación humana. Un artificio complejo que hemos ido complejizando por milenios. Como el lenguaje o el dinero, es una de esas ficciones colectivas que solo funcionan si suficientes personas creen en ellas. En ese sentido, el derecho es imaginación organizada.

Y es que, para imaginar el derecho, primero tuvimos que desarrollar algo muy humano: la capacidad de distinguir entre lo que nos gusta y lo que no, lo que es adecuado y lo que nos daña, lo que está bien y lo que está mal. Desde tiempos muy antiguos, los seres humanos empezamos a diferenciar las bayas que nos alimentaban de las que nos podían enfermar, los lugares donde era seguro acampar, y aquellos sitios donde el peligro era mayor. Con el tiempo, eso nos llevó a formular ideas sobre cómo “deberían” ser las cosas. No solo aprendimos a seleccionar comida o sitios de refugio, sino que desarrollamos la capacidad de reflexionar que cuidar a alguien enfermo era mejor que dejarlo morir; y nació nuestra noción de la moral.

Cuando aprendimos a separar las cosas bajo conceptos como bien y mal, empezamos a moldear nuestras costumbres, a poner orden en el caos. Así nacieron los primeros acuerdos: reglas para intercambiar cosas sin matarnos en el intento, castigos para quienes atentaban contra la vida, la integridad o el patrimonio de los demás, y una constante reflexión sobre qué hacer con quien rompía esas reglas. Surgieron ideas como el famoso “ojo por ojo”, que hoy nos parece brutal pero en su momento representaba un intento de equilibrio, de justicia proporcional. Pasamos por calabozos, exilios, ejecuciones públicas… y poco a poco fuimos cuestionando todo eso. ¿Sirve de algo el castigo si no repara el daño? ¿Qué sentido tiene matar a una persona por lo que hizo? Empezamos a ver al infractor no solo como un enemigo de la sociedad, sino como alguien que necesita ayuda, como alguien que carga con heridas, traumas o carencias que lo alejaron de las normas compartidas. Hoy, al menos en teoría, buscamos su reintegración, no su eliminación. Porque si el derecho va a servir para algo, tiene que ser también una oportunidad de volver a empezar.

Porque justo el derecho, más allá de reglas y castigos, es una herramienta para diseñar el mundo que queremos. Una forma de no repetir errores del pasado, y de imaginar un futuro mejor. Es una construcción colectiva hecha de valores, reflexiones y experiencias que se contraponen y van amalgamando un paradigma de como podríamos (sobre)vivir mejor. Es la herramienta con la que grandes filósofos y filósofas se adentraron a diseñar su versión de la paz, del desarrollo y de la libertad.

Es importante decirlo: el derecho está en todo. Nos afecta, aunque no lo veamos. Y vivir sin reglas no es lo mismo que ignorarlas. Piensa en este ejemplo: imagina a un grupo de niños jugando fútbol sin saber las reglas. Ese caos sería muy divertido, pero no les permitiría generar una competencia en la que se pudiera ganar o perder. Ahora imagina otro partido donde los equipos conocen las reglas, pero un jugador decide ignorarlas y empieza a patear a los demás. Es un caos distinto, ¿no?

Eso nos muestra que el derecho también estructura nuestra convivencia. Nos permite saber qué esperar de los demás y qué se espera de nosotros.

Pero tampoco hay que romantizarlo. Si vamos a reaprender el derecho, también hay que atrevernos a mirar su historia de frente. Porque, aunque hoy podamos verlo como una herramienta de transformación, durante mucho tiempo —y aún hoy, en muchos lugares— el derecho ha sido más bien un mecanismo de control. Un instrumento diseñado por y para quienes tienen poder. Su origen no es neutral ni inocente: fue construido por las élites para proteger sus intereses, consolidar sus privilegios y marcar las reglas del juego a su conveniencia.

Piénsalo así: durante siglos, el derecho sirvió para justificar lo injustificable. Se usó para mantener esclavitudes, negar derechos a mujeres, criminalizar el amor, acallar disidencias y blindar sistemas económicos profundamente desiguales. No es casualidad. Mal usado, el derecho puede ser una muralla que impide el cambio. Una forma de encubrir la violencia bajo el disfraz de legalidad.

Es desde ese contraste tan sombrío que resalta nuestro impulso humano de construir un mundo más justo, porque no nos hemos quedado callados. Han sido nuestras luchas, nuestras revoluciones, nuestras resistencias las que pusieron al derecho de cabeza. Fuimos nosotros quienes logramos meter nuestras causas en la Constitución. La gente en las calles, en las huelgas, en los movimientos sociales, transformó esa herramienta de control en una herramienta de dignidad. Y eso cambió todo.

Por eso hoy podemos decir, con orgullo, que el derecho también puede ser nuestro. Que no está escrito en piedra. Que puede resignificarse, reimaginarse, reapropiarse. Porque si, el derecho ha sido el lenguaje del poder, pero también puede ser el lenguaje de la justicia.

Sin embargo, hoy vivimos una crisis jurídica mundial porque la mayoría de las personas ya no creen en el derecho. ¿Por qué? Porque solemos ver sólo su lado más rígido, más castigador. Nos lo han enseñado como un montón de normas frías y rígidas. Nadie nos dijo que el derecho también puede ser creativo, flexible y profundamente humano. Nadie nos dijo que puede adaptarse a los tiempos, a las necesidades y a los valores de una sociedad.

Y el problema no se queda ahí. Hoy vemos a gobernantes que desprecian abiertamente el derecho. Se saltan las reglas, ignoran principios que costaron siglos de lucha, y lo peor es que ese tipo de posturas ha demostrado hacerles altamente populares. Así ganan más poder y toman decisiones que hace unos años nos hubieran parecido impensables. En esas decisiones vemos como se deporta a ciudadanos y residentes por su origen étnico, como meten a mega cárceles a cientos de personas por su apariencia física y cómo desaparecen instituciones que realizan labores tan importantes como la de dar educación, o servicios de salud a la población más necesitada.

Pero ya lo dijo Fito, ¿Quién dijo que todo está perdido? Quiero pensar que estamos a tiempo de cambiar el rumbo. Para eso, necesitamos reaprender el derecho. No como algo ajeno o impositivo, sino como una herramienta valiosa, construida por generaciones que se atrevieron a imaginar utopías..

Tenemos que volver a creer en el derecho. Pero no desde el miedo o la obediencia ciega, sino desde la dignidad, la historia y el cuidado. Un derecho que cualquier niña, niño o adulto pueda entender y aplicar. 

Porque al final, más allá del sistema de reglas: es nuestro turno de soñar como sociedad qué tipo de mundo queremos habitar.

***
Javier Contreras Arreaga es profesor del Tecnológico de Monterrey e imparte la materia de introducción al derecho.

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En pie de paz
En pie de paz
"Es una columna que busca colocar en el debate público la relevancia de la cultura y la educación para la paz. Esta columna es escrita en colaboración con las y los integrantes del Centro de Estudios para la Paz (Cepaz) del Instituto de Justicia Alternativa del Estado de Jalisco”.

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