La violencia de la desaparición no se limita a una persona ausente, sino que atraviesa las corporalidades, emociones y proyectos de vida de quienes permanecen, especialmente afecta a la niñez de una forma desproporcionada y en la mayoría de los casos se invisibilizada.
Estas fueron algunas de las reflexiones a las que llegaron personas expertas de varios estados de México dentro del foro “Voces que crecen ante la ausencia, infancias, adolescentes y juventudes ante la desaparición de personas”, organizado por el Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (CEPAD).
Este espacio fue creado para abrir conversación sobre cómo viven infancias, adolescencias y juventudes que se enfrentan a los impactos de la desaparición de un ser querido.
Por: Alondra Angel Rodriguez /@AlondraAngelRo
Desde la experiencia de especialistas y defensoras de derechos humanos que trabajan en diversos estados como Jalisco Chihuahua, Coahuila, Guanajuato, existe una urgente necesidad de reconocer a infancias, adolescencias y juventudes como sujetos de derecho, capaces de nombrar cuáles son sus dolores e inquietudes y a participar de manera activa en la memoria y la búsqueda de sus padres, madres o cuidadores.
Estas reflexiones surgieron dentro del foro “Voces que crecen ante la ausencia, infancias, adolescentes y juventudes ante la desaparición de personas”, organizado por el Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (CEPAD).
Brenda Buenrostro, psicóloga de CEPAD compartió el proceso de acompañamiento con infancias, adolescencias y jóvenes que CEPAD ha impulsado desde hace varios años. Desde esta experiencia explicó que la desaparición afecta de manera directa a los derechos fundamentales de esta población y se ven reflejados en la desintegración familiar, la caída del rendimiento escolar, el deterioro económico de sus unidades familiares y de condiciones de vida, así como problemas en las relaciones sociales. A esto se suma la estigmatización y señalamiento en sus entornos cercanos como la escuela, la comunidad o su propia familia, lo que refuerza el aislamiento y la sensación de desprotección en infancias y adolescencias.
“Se generan diversos impactos que son desproporcionados y además invisibilizados en todos los aspectos y ámbitos de su vida”, expresó.
Buenrostro explicó que CEPAD ha estructurado su trabajo de acompañamiento en tres niveles: individual, familiar y colectivo y cada uno busca responder a necesidades específicas de acuerdo a los niveles de edad diferenciados: infancias de 6 a 11 años, adolescencias de 11 a 15 años y juventudes de 15 años en adelante. Además, esta distinción se hace de acuerdo a los espacios colectivos que les permite dialogar y aprender de manera intergeneracional.
Para ella el eje de la corporalidad es central: “La corporalidad ha sido un eje que ha permanecido durante todos estos años y que nos es muy importante voltear a ver”, comentó.
Agregó que las actividades artísticas y lúdicas diseñadas para visibilizar las emociones y compartirlas colectivamente como “la piñata de la ansiedad” o la creación de fanzines y el micrositio con personajes elaborados por las propias infancias han permitido que infancias y adolescentes nombren sus dolores y al mismo tiempo encuentren formas creativas de resistir.

Concluyó su participación reconociendo que su trabajo no trata de sustituir el rol familiar, sino generar entornos donde infancias y adolescencias puedan hablar y ser escuchadas.
Por su parte, Ruth Fierro, coordinadora del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres (CEDEHM) desde la experiencia de la organización en el acompañamiento de niñas y niños “casi por necesidad”, explicó que las familias en Chihuahua optaban por el silencio como una forma de protección:
“La manera en cómo lo enfrentaban las familias era tratar de decirle la menos información posible, incluso ocultarle que la persona había desaparecido, pensando que eso era lo que más protegía”, expresó.
Sin embargo, con el paso del tiempo descubrieron que el silencio no protegía, sino que profundiza la angustia y ese “secreto”, como lo llamaban, era incluso más grave para las infancias:
“El secreto en realidad no es un secreto, niñas y niños saben que algo sumamente grave está pasando en casa. El hecho de no decirles únicamente implica que ellos le van a poner contenido a eso que está pasando”, comentó.

Foto: Alondra Angel, en imagen Ruth Fierro
Para Fierro las actividades realizadas tanto por CEDEHM como por las otras organizaciones muestran que no se trata solamente de generar espacios “para que se sientan bien”, sino de reconocer su derecho a participar y a incidir en los procesos de memoria y exigencia:
“Entendimos que no se trata sólo de incluirlas por ser congruente o ser buena gente, sino que se trata de verdaderamente un enfoque de reconocimiento de derechos que incluye el derecho a saber y a participar”.
Desde Coahuila Blanca Martínez, del Centro Fray Juan de Larios compartió su experiencia de trabajar con familias de diferentes estados en proceso de transito por el país y en un contexto de violencia marcada por la macrocriminalidad. Explicó que, aunque al principio las madres se resistían a que se hablara de la desaparición con sus hijas e hijos, fueron ellos quienes buscaron y pidieron sus propios espacios.
“Nos encontramos a niñas y niños haciendo su reunión allá en el patio de atrás, platicando que estaba pasando, como se sentían, a quien tenía desaparecido”, comentó.

Ante esto, el centro impulsó talleres y campamentos en espacios naturales con el objetivo de que infancias y adolescencias consiguieran resignificar los entornos atravesados por el miedo. La intención de estas actividades era que reconocieran que la violencia no esta inscrita en la tierra, sino en las estructuras de poder que permitieron las desapariciones.
“Teníamos que recobrar el contacto con la tierra, con la naturaleza, valorar que la tierra no estaba maldita, sino que es por la acción humana que se dan las desapariciones”, expresó.
Finalmente, Stefani Grasso, representante de Aluna relató su experiencia en su escuela de formación para acompañamiento psicosocial en Guanajuato, donde colectivas buscadoras plantearon la necesidad de crear un espacio para hijas e hijos. La propuesta busca que exista un sitio donde adolescencias compartan sus experiencias. Lejos de una lógica de guardería:
“No se trataba de crear espacios de guardería sino de abrir un espacio donde también hubiera elaboraciones donde no se perdiera la conexión y eso nos dejó el aprendizaje en Aluna que no podemos obviar nada en las infancias y las adolescencias”, comentó.

En este espacio niñas y niños pudieron colectivizar su dolor y compartir sus miedo. Entre estos se encuentra la incertidumbre sobre lo que pudiera pasarle a sus madres, abuelas o personas cuidadoras. Además de reconocerse a sí mismos como cuidadores:
“Se veían como cuidadores y cuidadoras esa politización afrontamiento muy importante”, comentó, Stefania grasso de aluna acompañamiento psicosocial.
Para la activista, la experiencia fortaleció el vínculo entre cuidadoras e infancias, generando aprendizaje sobre la importancia de escuchar sus voces.
Más allá de los enfoques diferenciados y los contextos en donde se desarrollen, las participantes del foro coincidieron en que el acompañamiento de niñas, niños y adolescentes frente a la desaparición debe incluir el reconocimiento de su voz y sus experiencias de manera central, para la construcción de la memoria y la exigencia de la justicia.
Por último, Brenda Buenrostro insistió en que “lo más potente ha sido poder aprender de ellos y de ellas que realmente es dónde está todo”.


