En Pie de Paz
Por Javier Contreras Arreaga
La semana pasada el Tecnológico de Monterrey fue sede del II Congreso Internacional de Mediación, en colaboración con el Instituto de Justicia Alternativa. En el marco de este encuentro tuve la oportunidad de moderar una mesa en la que discutimos cómo construir procesos de diálogo para la paz en contextos sociales profundamente complejos, como en los casos de violaciones graves de derechos humanos y de violencia estatal.
Fue una conferencia controvertida que dejó muchas dudas entre los espectadores, pues se encontraron con una forma distinta de entender el conflicto: no como un simple problema a resolver, sino como un hecho vital. Retomando la premisa planteada por mi colega y amigo, Gerardo Pérez Viramontes, profesor del ITESO, de que “el conflicto es la vida”, reflexionamos sobre los posicionamientos que adoptamos cuando enfrentamos situaciones como el desabasto de agua, las disputas por los territorios, la conciliación de intereses políticos entre grupos rivales, o la exigencia de sanción y reparación de las víctimas. Son escenarios que desafían cualquier solución rápida.
En este sentido, hablamos de la mediación transformadora como una vía distinta de gestionar el conflicto. A diferencia de las aproximaciones tradicionales, que concentran sus esfuerzos en resolver el problema, esta perspectiva desplaza el centro hacia las personas. El interés no es tanto extinguir la situación, sino transformar las realidades de quienes la habitan. ¿Por qué? Porque en escenarios tan complejos, muchas veces resulta imposible encontrar una respuesta definitiva. Pero, en vez de cruzarnos de brazos, la mediación transformadora abre la posibilidad de replantear las dinámicas, generando condiciones para que lo que antes parecía rígido e inamovible se vuelva flexible y sujeto a cambio.
En México, adoptar esta mirada sería invaluable. Pienso, por ejemplo, en los espacios institucionales de diálogo. La semana pasada fuimos testigos de un ejercicio de disculpa pública encabezado por el ex comisionado de migración ante los familiares de las víctimas del incendio en la estación migratoria de Ciudad Juárez. A nivel estatal, el Gobernador de Jalisco ofreció disculpas a las madres buscadoras. Ambos gestos, diseñados originalmente como mecanismos de reparación simbólica, terminaron dejando un sabor amargo.
¿Por qué ocurre esto? Porque lo que se espera de estos actos no es el teatro del discurso político ni el artificio de las palabras ensayadas. Lo que se requiere es un ejercicio genuino de escucha a las víctimas, donde los funcionarios entiendan que el silencio y el respeto pesan más que cualquier declaración pública. No son actos de revancha, sino oportunidades de verdad: momentos para reconocer la incapacidad, los errores y las omisiones que permitieron violaciones graves de derechos humanos.
Desde el paradigma transformador, los detalles importan enormemente. El diseño de una reunión de esta sensibilidad exige que los objetivos se construyan de manera consensuada; que el espacio físico, los tiempos y el orden de las participaciones se acuerden cuidadosamente; que las invitaciones respondan a lo que las víctimas necesitan, no al cálculo político. Estoy seguro de que los equipos de protocolo saben de estas cuestiones, pero el problema —como lo señalamos en el panel— es que la transformación es un proceso de mediano y largo plazo. Implica crecer y madurar como sociedad, aceptar que hoy no contamos con todas las respuestas, pero atrevernos a crear las condiciones para que, en el futuro próximo, esas respuestas sean posibles.
En paralelo, estos días tuve otra experiencia que me dejó pensando mucho sobre lo que significa vivir en una democracia. En clase de derecho constitucional pedí a mis estudiantes que leyeran nuestra Carta Magna de principio a fin antes de tener la sesión plenaria. Al dialogar sobre lo que habían aprendido, varios me confesaron que les sorprendió descubrir tantas disposiciones fundamentales que ignoraban. Aproveché para preguntarles: “Si pudiéramos enseñarles a nuestras niñas y niños algo de la Constitución, ¿qué escogerían?”
Las respuestas fueron variadas: algunos mencionaron el artículo 1º, otros el 39, pero lo que más se repitió fue el artículo 8º constitucional, que establece el derecho de petición:
“Los funcionarios y empleados públicos respetarán el ejercicio del derecho de petición, siempre que ésta se formule por escrito, de manera pacífica y respetuosa.”
No era el artículo que yo hubiera escogido, pero como siempre, lo maravilloso de enseñar es que una y otra vez aprendemos de nuestros alumnos. Entre más vueltas le doy, más me convenzo de que se trata de un artículo fundamental que deberíamos enseñar en todos los niveles educativos. Tenemos ese derecho inalienable de pedirle a nuestros gobiernos que hagan su trabajo, que cumplan con sus mandatos, que rindan cuentas, que transparenten sus procesos.
Y sí, el texto dice que la petición debe ser pacífica y respetuosa. Pero cuando pienso en los colectivos que reciben las “disculpas de papel”, entiendo que esas palabras no significan lo que solemos pensar. Pacífica no quiere decir dócil o conformista; significa apostar por construir una sociedad que se aleje de las violencias institucionales, estructurales y de todas sus manifestaciones. Respetuosa tampoco alude a lo solemne y burocrático, sino a la exigencia de dignificar a quien pide y de demandar que quien recibe la petición esté a la altura de su responsabilidad.
En tiempos como los que vivimos, hablar de pacifismo suena desfasado, incluso ingenuo, frente a las realidades que nos golpean. Pero si no podemos ser pacifistas, al menos seamos anti-violentos. Y seamos radicales en ello: radicales en la exigencia de erradicar las violencias, en la proclamación del respeto absoluto a los derechos humanos, y en el compromiso de transformar nuestras instituciones y nuestras ciudadanías para que, si hoy no existen las condiciones para garantizarlos, hagamos todo lo necesario para crearlas.


