En Pie de Paz
A quienes me enseñaron que acompañar también es ser acompañada,
que escuchar es un modo de amar,
y que la ternura puede ser una forma de resistencia.
Sus memorias caminan conmigo:
siguen enseñándome a mirar con compasión,
a sostener con esperanza
y a cuidar con paz.
Por Tanya Méndez **
En el acompañamiento terapéutico aprendemos, una y otra vez, que la vida no se mide sólo por el tiempo que habitamos el mundo, sino por la huella que dejamos en las historias que tocamos. Cada encuentro con una paciente abre una posibilidad: la de mirar la vida desde la ternura, la dignidad y la paz interior que se construye en medio de las problemáticas y el dolor.
Hay personas que se nos adelantan —así decimos para nombrar sin herir el vacío—, pero su presencia sigue vibrando en los gestos, en las palabras que nos confiaron, en los cuadros, cartas o silencios compartidos. A veces regresan en un recuerdo, en un aroma o en una frase que nos enseñaron a pronunciar con calma. Son esas presencias las que nos recuerdan que acompañar es también ser testigos de la belleza que persiste aún en la pérdida.
Me he enterado de la partida de una de ellas. Su proceso fue más que acompañamiento: fue encuentro, aprendizaje y afecto compartido. Su historia sigue viva en mí, en cada palabra que me enseñó a escuchar de otro modo, en cada gesto que me recordó que la dignidad también se cultiva en medio del dolor. La noticia me atravesó con una mezcla de tristeza y gratitud, porque comprender que alguien ha partido es también reconocer la huella que dejó al habernos transformado.
Acompañar es aprender a habitar el umbral entre la vida y el recuerdo.
Es estar ahí cuando la emoción se desborda
y mirar con ternura lo que duele,
sin querer repararlo todo,
pero sí sostenerlo.
Acompañar con una mirada desde la cultura de paz implica reconocer las emociones no como obstáculos, sino como caminos de encuentro. La tristeza, la rabia o la nostalgia son también expresiones de amor. Nombrarlas y darles espacio nos permite reconciliarnos con lo que somos y con lo que duele. En cada proceso terapéutico, cuando una persona se atreve a narrarse desde su vulnerabilidad, se abre un lugar para la empatía y la esperanza.
Por eso, cuando pienso en quienes ya no están, no lo hago desde la ausencia sino desde la gratitud. Cada una de ellas me enseñó algo distinto: la fuerza de una madre que luchó por su hija, la valentía de quien decidió sanar su historia, la dulzura de quien pintó su dolor hasta transformarlo en color. Son memorias vivas que se entretejen en mi oficio de psicóloga y en mi compromiso por cultivar la paz como una práctica cotidiana.
Acompañar es, en el fondo, un acto de fe en lo humano. Es creer que la ternura y la palabra pueden reconstruir vínculos rotos y sostener la esperanza cuando todo parece derrumbarse. Quienes se fueron siguen acompañando desde otro lugar: en cada sesión, en cada aprendizaje compartido, en cada gesto de cuidado que florece en quienes seguimos caminando.
Porque la cultura de paz también se tiñe con memorias, con afectos, con nombres pronunciados con amor. A ellas, a ellos, a quienes me enseñaron que la sanación es un camino compartido, les dedico este texto.
Acompañar en paz: memorias que laten en quienes se quedan
A quienes me enseñaron que acompañar también es ser acompañada,
que escuchar es un modo de amar
y que la ternura puede ser una forma de resistencia.
Sus memorias caminan conmigo:
siguen enseñándome a mirar con compasión,
a sostener con esperanza
y a cuidar con paz.
En el acompañamiento terapéutico aprendemos, una y otra vez,
que la vida no se mide sólo por el tiempo que habitamos el mundo,
sino por la huella que dejamos en las historias que tocamos.
Cada encuentro con una paciente abre una posibilidad:
la de mirar la vida desde la ternura, la dignidad
y la paz interior que se construye en medio de las heridas y del dolor.
Hay personas que se nos adelantan —así decimos para nombrar sin herir el vacío—, pero su presencia sigue vibrando en los gestos,
en las palabras que nos confiaron,
en los cuadros, cartas o silencios compartidos.
A veces regresan en un recuerdo, en un aroma,
o en una frase que nos enseñaron a pronunciar con calma.
Son esas presencias las que nos recuerdan
que acompañar es también ser testigos de la belleza que persiste aún en la pérdida.
Hace poco me enteré de la partida de una de ellas.
Su proceso fue más que acompañamiento:
fue encuentro, aprendizaje y afecto compartido.
Su historia sigue viva en mí, colaboró en mi tesis de maestría y
en cada palabra que me enseñó a escuchar de otro modo, ser creativa, Con ello me recordó que la dignidad también se cultiva en medio del dolor.
La noticia me atravesó con una mezcla de lo afortunada que fue en conocerla, en tristeza y gratitud, fue de mis primeras consultantes,
Sé que comprender que alguien ha partido
es también reconocer la huella que dejó al habernos transformado.
Acompañar es aprender a habitar el umbral entre la vida y el recuerdo. Es estar ahí cuando la emoción se desborda
y mirar con ternura lo que duele,
sin querer repararlo todo,
pero sí sostenerlo.
Acompañar con una mirada desde la cultura de paz sembrada en una mismo implica reconocer las emociones no como obstáculos,
sino como caminos de encuentro.
La tristeza, la rabia o la nostalgia
son también expresiones de amor.
Nombrarlas y darles espacio
nos permite reconciliarnos con lo que somos y con lo que duele.
En cada proceso terapéutico,
cuando una persona se atreve a narrarse desde su vulnerabilidad,
se abre un lugar para la empatía y la esperanza.
Por eso, cuando pienso en quienes ya no están,
no lo hago desde la ausencia, sino desde la gratitud.
Cada una de ellas me enseñó algo distinto:
la fuerza de una madre que luchó por su hija,
la valentía de quien decidió sanar su historia,
la dulzura de quien pintó su dolor hasta transformarlo en color.
Son memorias vivas que se entretejen en mi oficio de psicóloga
y en mi compromiso por cultivar la paz como práctica cotidiana.
Acompañar es, en el fondo, un acto de fe en lo humano.
Es creer que la ternura y la palabra
pueden reconstruir vínculos rotos
y sostener la esperanza cuando todo parece derrumbarse.
Quienes se fueron siguen acompañando desde otro lugar:
en cada sesión, en cada aprendizaje compartido,
en cada gesto de cuidado que florece en quienes seguimos caminando.
Porque la cultura de paz también se queda en nosotras mismas y en nuestras memorias, con afectos, con nombres.
A ellas, a ellos,
a quienes me enseñaron que la sanación es un camino compartido,
les dedico este texto.
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Mujer, Madre y Doctora en Cooperación y Bienestar Social, Mtra. En Terapia Familiar, Lic, en Psicología, Profesora Investigadora de la Universidad de Guadalajara del Departamento de Historia, Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores (SNI) Nivel 1 y al Cuerpo Académico “Derechos Humanos, Políticas Públicas y Cultura”, Es integrante del Centro de Estudios ara la Paz (CEPAZ) del Instituto de Justicia Alternativa.


