#FIL2025
Por Tonantzin Moya / @huitlacochi
Foto: Prensa SEMS
En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara hay pabellones, filas interminables, fotos con escritores y presentaciones a las que una llega tarde. Pero también es un lugar de serendipias y encuentros donde a veces pasa algo mucho más profundo: la literatura se sale del programa, se sienta en una prepa y se vuelve espejo de una herida que casi nadie se atreve a nombrar en voz alta, y nos hace tomarnos de la mano mientras la reconocemos.
Eso pasó con Cartas al autor, el concurso donde estudiantes de las prepas de la UdeG le escribieron a Jaime Alfonso Sandoval después de leer Los fantasmas de Fernando. Yo no había leído el libro (ahora sí). Al autor sí lo conozco bien. Y quizá por eso me sacudió tanto estar ahí, en la premiación, escuchando las cartas y viendo cómo, una y otra vez, reaparecía el mismo fantasma: el padre ausente. Pero fuera del estereotipo, mostrándonos un padre complejo, lleno de claroscuros y momentos agridulces que nos obliga a tejer una relación que no se puede sustentar únicamente con amor o con odio. Son emociones complejísimas que nos pueden dejar tan atorados, que sin querer se convierten en fantasmas invisibles pero omnipresentes hasta que los confrontamos. Hasta que nosotros mismos los exorcizamos.
Ver que muchos llorabamos juntos, fue reconocer que es una herida compartida. No sé si propia de la generación, propia del mexicano, o como las grandes historias, propias de la naturaleza humana que nos obliga a aceptar que en nuestro “ser-humanos” nada es tan simple como parece. Que hasta los grandes villanos de nuestras historias personales alguna vez fueron niños y tuvieron esperanza. Como bien apuntó Toño Malpica cuando presentó el libro.
Cartas al autor le permitió a los chavos contestarle al autor y no quedarse con el trancazo de la lectura provocadora que nos presenta Jaime Alfonso. Y escuchamos respuestas de chicas y chicos describiendo padres que se fueron sin explicación, que están pero no están, que viven en otra casa, en otro país o en otro cuerpo incapaz de decir “te quiero” sin violencia de por medio. Distintas formas de abandono por padres, e incluso madres, que no supieron construir una intimidad con sus hijos, incluso al punto de hablarles en tercera persona: “ella tiene que avisar cuando salga”. Qué difícil aprender a amar sin herir. Pero qué devastador, qué injusto, crecer atormentado por una herida que no es tuya, todo porque otros no supieron nombrarla ni sanarla.
Esta lectura es todo menos un consuelo fácil, y sin embargo, nos abre una posibilidad: ponerle palabras a ese dolor para que al romper el silencio, pueda empezar a construirse otra cosa. Otra posibilidad de ser con el padre (o la madre) y de reconstruirnos para romper patrones heredados o aprendidos.

“Tal vez este libro les ahorre una terapia”
En la premiación, Jaime Alfonso Sandoval dijo —medio en broma, medio en serio— que Los fantasmas de Fernando “es tal vez el libro más triste que he escrito, pero curiosamente es el que más alegrías me ha dado”. También confesó que, a veces, siente que este libro “le ahorra una terapia” a quienes lo leen, o por lo menos les da una pista de por dónde empezar.
Lo dijo porque es claro que no se quiere construir como gurú que viene a salvar con su sabiduría, sino como alguien que reconoce las heridas de su propia historia y, aunque no puede romper con la orfandad que nos dejan los tiempos canallas del abandono, sí puede romper la orfandad de las palabras. Él rompe con la orfandad de no poder nombrar las heridas profundas que nos duelen. Decían los chavos, “es como si me arrancaran una costra que yo ya creía piel”.
Además, Jaime les habló a los jóvenes que son acosados y acusados por intensos, diciendo que él mismo fue intenso. Contó que a él le dijeron de niño que tenía “una imaginación peligrosa”. Y cuando lo encausó un profe de la prepa, la literatura, la danza con las palabras, lo sacó a bailar. Esa imaginación, que la mamá de un amigo quiso censurar, es la misma que hoy le permite escribir historias donde la violencia, la enfermedad mental y la paternidad rota no se maquillan ni se esconden, y mucho menos se tratan como un espectáculo morboso. Es una ética y una enseñanza: “todos merecemos vivir con dignidad, y el arte recupera la dignidad”. Una lección que va para todas las generaciones que lo escuchamos.
En el caso de esta historia, con humor en medio de fantasmas y hoteles embrujados, nos enfrenta con una verdad incómoda: no existe un “papá malo” como monstruo absoluto. Existen historias que no se pueden justificar, sí, pero que están llenas de matices. Conocerlas nos puede ayudar a exorcizar a nuestros fantasmas al reconocer su origen. Requiere mucho más trabajo, pero esta grieta en nuestro relato personal, abre espacio para la reconciliación con nuestra historia.

Fantasmas familiares, heridas colectivas
Las cartas que valiente y generosamente nos compartieron los estudiantes fueron un llanto escrito muy íntimo, sincero, y vi en muchas personas la necesidad de acercarse y al menos apretarles el hombro. Yo quería decirle, ¿me dejas a mí hablarte en primera persona?
Nos confesaron, con mucho valor y sinceridad, que la historia de Fernando es su historia, y varios tuvimos que aceptar que también en mucho es la nuestra. Y entonces llega violentamente una pregunta flotando en el aire ¿Qué estamos haciendo? ¿Por qué nos esperamos hasta verlos con lágrimas ante sus confesiones para apretarles la mano?
Últimamente se habla mucho del abandono en el que tenemos a la juventud, que habitan este mundo con una incertidumbre por el futuro -ambiental, social, económica- que no conocimos nosotros. Que tienen que escuchar todos los días sobre desapariciones cercanas, a personas semejantes, y enfrentarlo con una ambivalencia a la que no puedo ni asomarme. Y cuando se convoca a una marcha que -supuestamente- ellos organizan, los últimos a quienes se les dió la palabra, fueron ellos ¿Por qué resonó tanto en la lectura, que para ellos también es el perro, el gato, su mayor imagen de amor incondicional? ¡En qué soledad los estamos dejando! ¿Qué estamos haciendo los adultos? Seguramente hay muchos que pueden contestar con una lista larga de cosas que hacen para cambiar las cosas. Pero al menos, esto que atestiguamos, sí es un jalón de orejas que tenemos que resolver colectivamente. Y pronto.
Cuando un libro no te salva, pero se sienta a tu lado
Confesionalmente, yo también acepto que como muchos lectores, me vi reflejada en el libro, con un padre ausente por una enfermedad mental que no se nombra en casa. Lo muy sanador fue voltear y ver que no soy la única persona con esa historia. Y lo bello, escuchar cómo estas páginas compartidas abrazaron a muchos chavos que también están en las mismas.
Por eso, le agradezco de corazón a Jaime Alfonso que haya escrito estas páginas. La literatura los acompaña donde la escuela, la familia y su comunidad a veces no alcanzan a llegar. Y ver cómo los chavos se apropiaron de la historia para crear, para transformar esta experiencia y compartieron a partir de ella es digno de admiración. Incluso surgió el tema de que era demasiado intenso lo que desperataba en ellos. A esta cuestión, Jaime Alfonso les respondió algo que me parece que merece quedarse escrito, porque es casi una pequeña ética para sobrevivir a la adolescencia y a la vida:
“A mí se me dijo muchas veces que era demasiado intenso, que era exagerado. Y entonces aprendes a vivir con una máscara, no? Como que tienes que bajarle para encajar con los demás. Y esa intensidad se vuelve arte. Se vuelve dolor y luego se vuelve arte. Nunca pidas disculpas por vivir eso, por vivir la vida, porque tú naciste con una alta sensibilidad, y tienes el talento para transformarla. Y todos tenemos que vivir con dignidad y el arte da dignidad.
Muchisimas felicidades por compartirnos todo eso, muchas felicidades por tener esa intensidad en la vida. Es tu tesoro, cuídala, compártela”.
En un mundo que les pide que sean normales a toda costa, “bájale”, “no exageres”, “no seas dramática”, escuchar a un adulto decirles que su sensibilidad es un tesoro y no un defecto, es casi radical.
“Liberen a sus fantasmas” no es un camino de terror
Los fantasmas de Fernando es, técnicamente, una novela de terror: hay un hotel embrujado en la Huasteca potosina, apariciones, secretos que vuelven del pasado. Pero quienes lo han leído coinciden en que el verdadero horror no son los fantasmas con sábana, sino los silencios familiares, la violencia normalizada y las enfermedades del alma que nadie quiere ver (ni atender).
Ahí, de pronto, la FIL se convirtió en otra cosa. No era solamente un concurso de cartas bien redactadas y muy sentidas. Fue un espacio donde pudieron nombrar el divorcio, la depresión, la violencia, el abandono y el miedo, sin que nadie les exigiera ser “objetivos” o “madurar rápido”. Era un autor diciéndoles: “yo también tengo fantasmas”, y “este libro es el viaje que yo no pude hacer con mi padre, pero que imaginé para poder resignificar mi historia”.
Sí fue una constatación de que la herida del padre ausente en México es masiva, intensa y muy poco atendida. No solo como tema psicológico, sino como tema político y estructural: dice mucho de una sociedad que no le enseña a los hombres a cuidar, a pedir ayuda, a hacerse responsables de sus afectos. Y fue un curita muy bello para todos los que nos acercamos a la literatura para acompañarnos, para encontrar otras posibilidades, y esta vez, para sanar juntos.
Jaime Alfonso lo dijo con una frase hermosa: “Fernando ya no es mío, ahora es de cada uno de ustedes”. Y tiene razón: cada quien vió en el libro a sus propios fantasmas. Algunos salieron con más preguntas que respuestas. Otros con un hilo de reconciliación posible. Todas y todos, con la certeza de que nombrar el dolor es el primer paso para que nuestros fantasmas dejen de gobernarnos desde las sombras.
Quizá de eso se trate, al final, este tipo de experiencias: de hacer lo que el autor les pidió al despedirse “Recuerden que su vida comienza y todo aún está por suceder. Gracias por tanto, y liberen a sus fantasmas.”
No para olvidarlos, sino para que dejen de estar encerrados en su clóset mental y se vuelvan algo narrable, acompañable, sanable.
Si la FIL sirve para eso, aunque sea por un rato, ya valió la pena volver a llenarla de miles de libros. Ojalá que sigan promoviendo encuentros donde todos podamos llorar sin vergüenza, y de autores que se atrevan a decir en público que también les dolieron sus fantasmas. Que la literatura nos siga quitando la orfandad de las palabras para apapacharnos juntos.


