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Por Anashely Elizondo / @Anashely_Elizondo
FOTO: Gustavo Alfonzo (@gus_alfo)
A pocos días de haber concluido la Feria Internacional del Libro (FIL), logrando casi un millón de asistentes en sus nueve días de actividades, es innegable que el interés por el libro es un ente real; con piernas, brazos y ojos para leer.
Si bien el hábito de la lectura ha sido ya tocado por las tendencias tik tokeras -en donde leer es un maratón, una meta, un estatus- lo cierto es que para muchos (incluyendome), leer es un ritual que va mucho más del acto de ver las letras pasar y postear uno que otra frase en redes sociales, por lo que es necesaria la presencia de aquel habitante que se esconde en los libreros: el libro.
Y cuando digo libro, me refiero al libro; aquel con lomo, páginas y renglones, aquel creado, específicamente, para ser tocado, consumido, observado, rayado, roto, robado, empolvado, olvidado, despintado, tragado por las polillas, heredado, o totalmente recordado, forrado, con nombre y protegido, seguro en aquel librero, esperando, siempre esperando, ser abierto otra vez.
No evoco a lo digital porque, aunque conozco bien su practicidad, aquel ritual no sabe dónde ubicar una pantalla. Sabe bien que la luz que se refleja en mis lentes no se compara a las páginas amarillentas, al papel coqueteando con las yemas de mis dedos, al olor a tinta, a poder manipularlo, cargarlo, sentir hacerse pequeño conforme pasan las hojas. Leer un libro es un acto de resistencia ante la inmediatez de la vida, ante las ganas de que todo lo que hacemos sea práctico, fácil. ¿Fácil por qué ahorra tiempo? ¿Por qué me deja almacenar, dentro de un aparato, cien libros qué en realidad nunca tendré en mis manos?
Entiendo la accesibilidad, respeto la pirateria y cómo algunos textos sólo se encuentran así, dentro de la web, compartidos por alguien que quiso compartir lo que algún libro contiene, sin embargo, si me dan a elegir (como dicen Los Chunguitos), yo me quedo con lo físico, con el libro gordo, flaco y roto, aquel pesado artefacto que, igual que el ser humano, no es ajeno al tiempo y se desgasta, se dobla y se aplasta.
Me gusta pensar que aquel objeto inanimado vivirá siempre. Me gusta pensar que con ellos, viviré siempre yo también.


