¿Final de juego? 

Todo es lo que parece

Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza (X)

Un fantasma recorre el paisaje político global. Es el fantasma de una profunda regresión a la barbarie, del retorno de formas políticas despóticas y represivas que asumíamos como superadas. Y no viene solo. El espectro del autoritarismo nacionalista constituye cada vez más una seria amenaza para el orden democrático-liberal que —todavía hasta hace muy poco— se creía consolidado. Esto queda más claro cuando atestiguamos el cinismo con el que los discursos que apelan al fortalecimiento de identidades nacionales excluyentes se preocupan cada vez menos por esconder su hostilidad hacia un Otro que consideran diferente. 

A esto hay que sumar que la llegada al poder de líderes y partidos políticos de extrema derecha, en distintos países, ha normalizado una conversación pública cargada de xenofobia racista y de misoginia homofóbica. El entorno tecno-digital —colonizado por algoritmos que viralizan y monetizan el odio— se ha vuelto un territorio afín tanto a la proliferación de neofascismos de toda índole como de burbujas ideológicas que polarizan el debate público. La manipulación masiva —vía fake news y deepfakes— erosiona la confianza en el entramado institucional y oblitera la posibilidad de la política/lo político: campañas de desinformación que imposibilitan el logro de un mínimo entendimiento mutuo; cámaras de eco que dislocan cualquier indicio de pluralismo. 

En un contexto como este, la extrema derecha ha logrado capitalizar el miedo y el resentimiento colectivo: se ha erigido como una perversa fuente de autoridad que se legitima a través de mitos anquilosados (i. e. narrativas simplonas, virulentas, que apelan a la pureza nacional y a la predestinación manifiesta). ¿Será que este fantasma —que es más bien legión— anuncia que el ciclo progresista con el que se inauguró el siglo XXI ha llegado a su fin? Pareciera que, mientras la derecha ofrece regresión identitaria como futuro, la izquierda oscila entre una utopía abstracta y un reduccionismo sectario. La articulación de demandas emergentes y de nuevos sujetos sociales parece, hoy, un horizonte lejano. Globalizar la solidaridad se presenta como una tarea poco menos que imposible. 

No cabe duda de que el panorama que se nos presenta está atravesado por la perplejidad y el desconcierto. Un escenario de este tipo exige la denuncia de cada oprobio que nos aqueja. Pero también implica interrogarse —de manera brutalmente crítica— acerca de las fallas sistémicas que hicieron posible lo que hoy nos acontece. El orden democrático-liberal adoptó sin cortapisas el mito de los mercados autorregulados. Con la fe puesta en una versión lineal del progreso, dicho orden atomizó la ciudadanía, desarticuló prácticamente todo proceso de resistencia, y con ello gestó su propia crisis. Más aún, con la globalización económica como bandera, lejos de tender puentes, fragmentó a las sociedades y las dividió entre ganadores septentrionales y perdedores australes. 

A la par de lo anterior, las instituciones —secuestradas por élites muchas veces tecnocráticas— se cerraron sobre sí mismas, y quedaron en tibias simulaciones burocráticas, incapaces ahora de gestionar el revanchismo autoritario de la derecha. En este contexto, estamos frente a una encrucijada histórica. Por una parte, el capitalismo contemporáneo se despliega de maneras cada vez más voraces (al grado de convertir a la vida misma en una mercancía y la muerte en una fuente de trabajo). Por el contrario, en el horizonte político no se vislumbra un relato movilizador capaz de disputar el miedo con una ética de lo común que trascienda fronteras. Sin un relato así, cualquier posibilidad de resistencia corre el riesgo de petrificarse, de devenir dogma anquilosado, y quedar como un registro más del anecdotario. 

El desafío que emerge es descomunal: ¿cómo construir alternativas en un mundo donde la desconfianza y el escepticismo son la norma? ¿Quién sabe? Lo cierto es que se precisa, por lo menos, una profunda repolitización del desencanto. Pero seamos realistas: no hay atajos ni fórmulas secretas: frente a la barbarie, tenemos que rehacer la solidaridad en el plano de nuestras efímeras trincheras. En eso consiste la chamba. Pero ojo: el realismo aquí no equivale a resignación. Más bien, al contrario: para atravesar esta era ominosa es crucial, tal vez, menos grandilocuencia revolucionaria y más pragmatismo combativo: apostar por la forja de alianzas improbables; involucrarse en la defensa a ultranza de lo público y fomentar la capacidad de imaginar un futuro que no se convierta en un espejismo del pasado.

Sea pues. 

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Igor I. González Doctor en ciencias sociales. Se especializa en en el estudio de la juventud, la cultura política y la violencia en Jalisco.

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