La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Hace unos días comenzó a circular el tráiler de Frankenstein, película protagonizada por Oscar Isaac (Victor Frankenstein), Jacob Elordi (el Ente), Mia Goth (Elizabeth Lavenza) y que será dirigida por Guillermo del Toro. Y debo confesar que estoy entusiasmado. Tanto, que ya perdí la cuenta de las veces que he visto el tráiler.
Además de la propuesta visual, que luce espectacular en el tráiler, tengo mucha curiosidad por el abordaje que hará el director a la historia escrita hace más de 200 años. Durante una charla en la más reciente edición del Festival de Cannes, Del Toro adelantó: “No estoy haciendo una película de terror, jamás”. Y esa es una de las cosas que me entusiasman: que se intente llevar la historia fuera del género. Porque tengo la convicción de que la cultura popular ha tratado injustamente a la historia creada por Mary Shelley, que aborda en sus páginas muchos temas que trascienden el cascarón del terror.
El tráiler y la declaración me removieron la memoria: yo recordaba haber escrito hace mucho, mucho tiempo un texto a propósito de la novela y de cómo va de muchas más cosas que el miedo. Con una terquedad alimentada por la obsesión, me puse buscarlo. No lo encontraba… hasta que lo encontré. Y me voy a tomar el atrevimiento de compartirlo acá, porque ya ni siquiera me acuerdo si se llegó a publicar:
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Suiza. Verano de 1816. George Byron, John William Polidori, Mary W. Shelley y su esposo, Percy B. Shelley, departen juntos en casa del primero. Tras pasar la tarde leyendo algunos relatos fantásticos, lord Byron tiene una idea: que cada uno de los integrantes de la tertulia haga una historia de fantasmas. La anécdota no da más detalles sobre los resultados: nadie sabe qué hicieron George, John y Percy. En cambio, sí sabemos lo que hizo Mary: después de esa noche, la escritora comenzó a bocetar lo que a la postre se convertiría en Frankenstein o El moderno Prometeo (1818), novela que aportaría al ideario colectivo de la literatura de terror a dos de sus más célebres personajes: Victor Frankenstein y su creatura.
El que camino que ha recorrido Frankenstein es largo y ha encontrado en el cine y en la televisión a sus más grandes divulgadores. A partir de la película de James Whale, de 1931 y protagonizada por Boris Karloff, la historia y los personajes de Shelley han sido retomados una y otra vez. Aunque, hay que decirlo, casi siempre en versiones muy libres. Tanto, que incluso llegan a prescindir de Victor, el científico obsesionado con la vida y la muerte. El hecho de que este quede en segundo plano no es un error minúsculo: cuando la gente escucha hablar de Frankenstein, casi siempre piensa más en el monstruo —la creatura hecha de retazos de cuerpos que, una noche, cobra vida— que en su creador. Películas y series de televisión vuelven, una y otra vez, a la historia de Shelley para quitar o agregar elementos a discreción. Para ejemplificar, basta citar el caso de Igor, el supuesto ayudante de Victor Frankenstein y que no aparece una sola vez en la novela —no obstante, es tan célebre incluso tuvo una versión tropical mexicana a cargo de los así llamados Mascabroders.
Pero el libre manejo de su argumento y personajes no es el único problema de la historia escrita por Shelley hace ya más de dos siglos. Otro tiene que ver con esa fascinación humana por meter todo en bolsas, cajones, corrientes, géneros y estilos. Así, Frankenstein ha tenido que enfrentar su estigmatización como una novela de terror. Y razones las hay: nació, ya se dijo, de un experimento que buscaba crear historias de fantasmas; el coprotagonista de la trama es un monstruo que se propone sembrar el miedo al sentirse relegado —llega a afirmar: “Si no puedo inspirar amor, inspiraré temor, especialmente a ti, el mayor de mis enemigos por ser mi creador”— y no duda en matar con tal de conseguir que el científico le haga una pareja a su imagen y semejanza. Pero aun cuando los elementos para el terror están puestos, la novela de Mary Shelley da para mucho más: la obra concebida por la escritora es un tratado que toca temas como la sed de conocimiento, el avance de la ciencia y el conflicto existencial de la creatura frente a su creador. Todo desarrollado en diferentes momentos de la historia. Pero, al igual que Victor Frankenstein al armar a su monstruo, vayamos por partes.
La ciencia y el conocimiento son, obvia decirlo, los motores que mueven el engranaje de Frankenstein. En el caso de la ciencia, se incluye por igual a los viejos alquimistas —el primer contacto de Victor con la ciencia es a través de Paracelso, Agripa y Alejandro Magno— hasta los que, al menos en el libro, son dos grandes figuras de la física y la química de la época: los doctores Krempe y Waldman. La alquimia se combina con la química, la física, la electricidad y la anatomía, constituyéndose todas como herramientas para que Frankenstein responda la pregunta que le obsesiona
“Uno de los fenómenos que me habían llamado especialmente la atención era la estructura humana e, igualmente, de cualquier animal dotado de vida. Muchas veces me preguntaba de dónde provenía el principio de la vida (…) Para examinar las causas de la vida debemos trabar conocimiento primero con la muerte”.
Todos los experimentos e investigaciones del científico se enfocan en crear un nuevo hombre y darle vida para así mejorar a la especie humana. No imaginó que el resultado estaría tan lejos de sus planes: en lugar de crear un superhombre, Frankenstein dio vida, ya se sabe, a un monstruo al que de inmediato abandonó a su propia suerte. El hallazgo, en este caso, fue poco menos que funesto. Y desencadenó el otro gran tema de la novela.
Ignorante de su origen, el Ente vaga y va entendiendo lo que significa e implica estar vivo. Descubre el día y la noche, las inclemencias del clima, aprende a manipular el fuego. Experimenta, también, el rechazo a causa de su aspecto. Así, después de mucho vagar, se esconde junto a la cabaña de la familia De Lacy, de quienes aprende, a partir de la observación, a leer, escribir y, sobre todo, valores como el amor, la amistad, el trabajo, pero también la ruindad del género humano, la injusticia, la guerra
“¿Era acaso el hombre tan poderoso, virtuoso y magnífico y a la vez tan bajo y ruin? (…) Cuando conocí aquellos relatos de vicios y derramamientos de sangre, mis dudas quedaron explicadas. Quedé lleno de disgusto y asco”.
Pero no fue esa la única enseñanza que recibió el monstruo con los De Lacy: aprendió, también, que todo ser tiene un origen y está ligado a otros seres semejantes. Y aparece, entonces, el conflicto existencial. “¿Qué era entonces yo? Ignorante de cuanto se relacionara con mi creación y mi creador, sabía en cambio que no tenía ni dinero ni amigos ni propiedades”, explicará en su momento el Ente a Victor, su padre. Y luego sigue explicando cómo, en este caso, el hallazgo del conocimiento tampoco tuvo buenos frutos: las lecturas de El paraíso perdido, de John Milton, Las vidas paralelas, de Plutarco y Las penas del joven Werther, de Goethe, no hacen sino aumentar las dudas del Ser
“A medida que leía, iba aplicando mis descubrimientos a mis sentimientos y a mi situación (…) ¿Por qué era de aspecto repulsivo y altura gigantesca? ¿Qué significaba aquello? ¿Quién era yo? ¿Qué era? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino? Hacíame continuamente estas preguntas, sin poder nunca contestarlas”.
Todas estas reflexiones sirven para acelerar los acontecimientos: al tratar de entablar amistad con los De Lacy, estos lo corren de su lado y entonces el monstruo, segregado otra vez, sólo encuentra una solución: buscar a su creador para confrontarlo y exigir explicaciones. Pero, como siempre ocurre en los encuentros creatura-creador, no hay resultados: el creador nunca da respuestas. Entonces el monstruo pide una pareja con la cual hacer una vida de bien, Frankenstein se niega rotundamente y el Ente promete matar a los seres queridos del científico. Pudiendo ser bueno, elige ser malo orillado por las circunstancias. O dicho con las propias palabras del monstruo: “Era bueno y la desgracia me hizo malvado: hazme feliz y volverá a mí la virtud”.
Frankenstein es una buena muestra de lo que pasa cuando el conocimiento y la ciencia producen hallazgos nefastos, a pesar de lo bien intencionados que sean los anhelos de los involucrados. Ambicioso, el científico lo único que buscaba era mejorar la especie. Contrario a esto, lo que hizo fue corromperla creando a un monstruo. Un Ente que encuentra en su curiosidad y sed de saber dinamita pura para su odio. “¡Que extraña cosa es el conocimiento! Una vez que ha penetrado en la mente, se aferra a ella como la hiedra a la roca”, concluye la Creatura.
Aquí se han propuesto dos lecturas diferentes a la novela de Mary Shelley, que se alejan un poco de la ya tradicional: la del terror. Seguramente cada quien tendrá las propias. De entrada, salta a la vista una más: la que aparece en el título original de la novela, donde Shelley establece la analogía con Prometeo. Al igual que el héroe mitológico que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, el científico busca con todos sus esfuerzos dar vida a voluntad, como los dioses, sin asumir ni hacerse cargo de las consecuencias.
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Ahí termina el texto aquel. Mientras lo releía y le hacía ajustes menores, pensaba también en el tema la otredad, del miedo y el rechazo a quienes son diferentes, de esa pulsión por rechazar a quien no luce ni pensa como nosotros, una lectura que en estos días polarizados también resulta más que pertinente. Y en la víspera del Día del Padre, también es un buen pretexto para voltear a ver las relaciones padre-hijo a la luz de la relación Victor y su Ente. O tal vez no y ya estoy debrayando, como siempre.
¿Ustedes qué opinan del libro?
Mientras me cuentan, voy a ver el tráiler. Otra vez.
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