Érase una vez…

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

…hace mucho, mucho tiempo, que hubo un sultán en Persia. Dicen que se llamaba Shariar (la grafía puede variar, también el nombre del sultán, pero es lo de menos) y estaba casado con una mujer que le fue infiel con un esclavo. Tras descubrirles, arrebatado por la ira, el sultán matóles a ambos y no sólo eso: tomó la determinación de que nadie más habría de engañarlo jamás. Como no quería estar solo, decidió que cada noche iba a contraer nupcias con una doncella virgen y al amanecer de la noche de bodas la mataría. Y así hizo todas las noches y todas las mañanas hasta que las mujeres comenzaron a escasear en su reino.

El encargado de conseguir a las mujeres era su visir, que al no encontrar más chicas entró en pánico: si no llevaba una doncella, él sería el sacrificado. El empleado del rey le contó su tribulación a Sherezada (o Scherezade o como sea que se la hayan escuchado nombrar), su hija mayor, quien con determinación ofreció casarse ella misma con el sultán. Para tranquilizar a su aterrorizado padre, le dijo que tenía un plan. No era gratuita la fama que tenía Scherezada de ser una mujer muy inteligente, muy leída y sabedora de las grandes historias del mundo entonces conocido. Así pues, la joven casó con el sultán.

Cuando al final la pareja se quedó sola en la habitación del sultán, Scherezada puso en marcha su plan. Sabiendo que al despuntar el alba moriría, pidió como última voluntad despedirse de su hermana, Dinarzada (o Dunyazad o Doniazada o como la encuentren), quien ya estando en la habitación le pidió a la nueva esposa del sultán que le contara una historia. Y Scherezada hizo su magia: comenzó a contar la historia de un mercader que en uno de sus viajes cayó en las manos de un efrit, un genio malvado, que quería contarle la cabeza. La historia se fue extendiendo a lo largo de la noche hasta que comenzaron a asomar los primeros rayos de sol sin que el relato llegara a su final. Scherezada interrumpió la narración y lamentó no poder contar el final porque sabía que era momento de morir… a menos que el sultán le perdonara la vida hasta la noche para poder concluir la historia. Shariar, complacido, aceptó. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, esa mañana no murió doncella alguna en el palacio.

Al llegar la noche, Scherezada retomó la narración pero, en el medio, comenzó una historia nueva. Y ya se imaginan por dónde va la estrategia: amparada en su inteligencia sin igual y apelando a la curiosidad del sultán, cada vez iniciaba una historia que dejaba trunca al amanecer con la promesa de contar el final al caer la noche. Y así pasaron muchas noches.

Después de ese tiempo, el sultán se dio cuenta de que su corazón se había sosegado y ya no quería venganza. Shariarganó una esposa, su reino obtuvo tranquilidad para sus doncellas, nosotros ganamos los relatos compilados en Las mil y una noches y Scherezada obtuvo para sí el título de la mejor contadora de cuentos de la historia.

Me acordé de la historia de Scherezada —a quien le deben la vida no sólo las doncellas del reino de Shariar, sino todas las personas que han escrito cuentos—, por asociación defectuosa: estamos en temporada de informes de gobierno y por todas partes hemos venido escuchando cuentos, historias, relatos de un país que existe sólo en la imaginación de la persona cuentacuentos en turno, narraciones según las cuales vivimos en un gran país —y ya vendrán las propias del estado y los municipios— en el que todo está increíblemente bien y los problemas existen sólo en la imaginación de gente que quiere perjudicar a quienes tan sabia y espléndidamente conducen los destinos de sus gobernados.

A diferencia de las historias pergeñadas por Scherezada, capaces de enganchar la curiosidad del sultán al grado de que este prefería perdonarle la vida antes que quedarse con la duda de cómo terminaba el relato, lo que escuchamos todos los días en spots de radio y televisión, reels e historias; lo que vemos en anuncios espectaculares, mupis y demás parafernalia impresa, está más cerca de ser un compilado de cuentos chinos, expresión coloquial que suele usarse para referirse a historias poco creíbles o abiertamente falsas, que buscan distraer o engañar a la audiencia y que, en este caso, se ven potenciadas por el uso de replicadores pagados y opinadores a modo financiados por el erario.

En el área metropolitana de Guadalajara acabamos de escuchar un cuento patético: Había una vez un grupo de “representantes ciudadanos” que se acaban de dar cuenta de que definitivamente lo mejor que le puede pasar a López Mateos es tener un segundo piso. ¡Caray! ¡Cómo no nos habíamos dado cuenta! Este cuento chino parece más bien nado sincronizado para justificar una decisión que ya está tomada y nomás la están acomodando. Que conste que acá se los dije hace tres semanas.

Otra historia que hemos escuchado a partir del sexenio de Andrés Manuel López Obrador es el de los llamados bastones de mando, que esta semana volvieron a ser noticia a propósito de la entrada en funciones de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación. A propósito de eso, Yásnaya Aguilar, una de las mentes más lúcidas que pude uno leer por estos días, escribió una columna en El País que levantó más de una ámpula entre los corifeos del régimen. Afortunadamente —porque el sitio web del diario español cobra por sus contenidos—, Aguilar Gil publicó el texto en su Facebook. Me traigo un fragmento y pueden leerlo completo aquí.

Escribe Yásnaya:

«Quisiera centrarme en dos efectos que tienen actos como éste. Por un lado, el más obvio y predecible tal vez, es el que genera en la oposición de derechas, que dirá cosas tan burdas como que esas ceremonias son actos de brujería, otros se burlarán sacando a la luz todo el racismo acostumbrado y algunos más dirán que se está atentando contra la separación entre el estado y la religión.

El otro grupo de reacciones tiene que ver con algo que he llamado el “efecto Tizoc”: percibir a los pueblos indígenas como un monolito indiferenciado, como un otro homogéneo. Nadie recuerda a qué pueblo indígena pertenece Tizoc, el protagonista de la película homónima, lo único relevante es que es indígena. Las llamadas ceremonias “indígenas” que despliega la Cuarta Transformación generan ese mismo efecto, no importa a qué pueblo pertenezca esa ceremonia, después de todo, cumple con los requisitos del estereotipo de lo que se piensa debe ser una ceremonia indígena: flores, caracoles, copal y ramas. No es que estos elementos no se hallen presentes en ceremonias de pueblos originarios, pero no en todas, no siempre, no para todo. Estos estereotipos, su creación y su reforzamiento continuo están estrechamente relacionados con el racismo que han sufrido los pueblos indígenas».

Esas “ceremonias” son, vistas así, puro cuento.

Hay, en cambio, otras historias más agradables. Más scherezadianas, por escribirlo de alguna manera. Por ejemplo, esa que cuenta que érase una vez un espacio que por estos días ha cumplido un año más, ocho ya, consolidando el que ha sido, en palabras de Darwin Franco, uno de sus fundadores, nada menos que un “esfuerzo horizontal y colectivo” que en este tiempo no ha dejado de “resistir, acompañar y acuerpar desde el periodismo libre e independiente”. Por otra parte, hace un par de días se cumplieron cinco —¡cinco!— años desde la primera vez que apareció esta columna en este espacio, algo para lo que nunca voy a tener suficientes palabras de agradecimiento por la invitación y por la paciencia.

Como Shariar, tengo curiosidad de saber cuántos años más seguiremos contando con ZonaDocs. Ojalá que sean muchas.Más de mil y una noches. ¡Felicidades!

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La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

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