La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo (X)
Voy a comenzar con una confesión que a nadie le importa, pero por algún lugar hay que empezar: no he visto la adaptación de Pedro Páramo dirigida por Rodrigo Prieto y producida por Netflix. No la he visto porque no me he dado la oportunidad y no me la he dado porque no he querido: me llevó dos relecturas agarrarle el modo a la historia escrita por Juan Rulfo y hoy me gusta tanto que, como Bartleby, prefería no hacerlo. No me juzguen, no suelo ser purista, por lo general tolero bien las adaptaciones —me gustan mucho, por poner sólo dos ejemplos, las versiones cinematográficas de El nombre de la rosa y de El Señor de los Anillos—, pero algo hay en el estilo mexicano de adaptar que no me convence del todo. Seguramente un día de estos el morbo me va a ganar y le voy a dar play a la historia de Juan Preciado y la voy a ver y no me va a gustar pero, como dije al principio, es algo que a nadie le importa.
¿Por qué empiezo con esa confesión? Porque hace unos días le dimos play a Las muertas, dirigida por Luis Estrada y también producida por Netflix, serie que es la adaptación de la novela homónima de Jorge Ibargüengoitia. Quienes me conocen y quienes se asoman de vez en cuando por aquí —si es que existen— saben que el escritor guanajuatense tiene un altar muy pero muy grande en mi corazón asincopado, así que debo confesar que me animé a hacerlo no sin reservas, pero no me arrepiento: aunque vamos a medio camino, es decir, no hemos terminado los seis episodios, el tratamiento de Luis Estrada a la obra de Ibargüengoitia está a la altura de una novela que retrata uno de los episodios más sórdidos de la historia de la nota roja en el país. Espero, confío y he leído en diferentes espacios que la serie se sostiene, así que seguiré disfrutándola sin miedo y en la medida de que la vida caprichosa lo permita.
Ahora bien, aunque no he terminado la serie, no quise dejar pasar más días para escribir de Las muertas (1977), la novela con la que Jorge Ibargüengoitia se hizo de un lugar primordial en una tradición que algunos gustan de llamar “novelas de no ficción”, obras que echan mano del periodismo y donde también se cuentan, por poner otra vez sólo dos ejemplos, A sangre fría, de Truman Capote, y Operación Masacre, de Rodolfo Walsh.
La novela de Ibargüengoitia tiene como punto de partida la historia de las Poquianchis, hermanas que administraban burdeles en la zona donde se unen Jalisco y Guanajuato y que en 1964 acapararon titulares y conversaciones cuando se desveló la tragedia: las madrotas eran una suerte de asesinas seriales. La historia estaba servida y publicaciones como ¡Alarma!, y buena parte de la prensa nacional, se encargaron del resto.
Las primeras páginas del libro tienen esta aclaración: “Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios”. Así pues, la novela ocurre en Plan de Abajo —territorio ficticio creado por Ibargüengoitia y donde también tienen lugar Estas ruinas que ves y Dos crímenes, pero que huele, sabe y se ve como Guanajuato— y sigue las vidas de las hermanas Baladro, Arcángela y Serafina, quienes dan forma a un emporio de burdeles que sube como la espuma y luego se viene abajo igual de rápido por las mismas razones: la corrupción de las autoridades y la doble moral de la sociedad. En una entrevista que le hicieron Aurelio Asiain y Juan García Oteyza a Jorge Ibargüengoitia en 1978 —republicada en la edición 100 de la revista Vuelta (1985) en un dossier-homenaje póstumo—, el escritor explica que el libro “no es la historia de las Poquianchis, sino la historia de unas señoras que yo inventé, a las que les pasaron las mismas cosas que a las Poquianchis”.
En la charla con Asiain y García, el escritor guanajuatense explica:
“El tema me interesó casi por repulsión: la historia era horrible, la reacción de la gente era estúpida, lo que dijeron los periódicos era sublime de tan idiota. Todo esto, que me producía una repulsión verdaderamente muy fuerte, me pareció muy mexicano. (…) Según la información de los periódicos todos los personajes eran espantosos. Lo que me interesaba, entonces, era meter a esa gente en la realidad, hacerla comprensible, no verla como los periódicos. (…) Había que encontrar la manera de poder mirarlo”.
En otras oportunidades me he referido aquí a ese don particular que tenía Jorge Ibargüengoitia: su capacidad para tomar la realidad, desmenuzarla y regresarla en forma de novelas que no buscan ser divertidas —“hacer reír o no hacer reír a la gente, me importa un bledo realmente. Si se produce la risa, bueno; si no, ni modo”, dijo alguna vez—, pero que terminan siéndolo ya sea por la manera en la que nos ponen frente a realidades incómodas y repulsivas, ya sea por la manera en la que presenta los rasgos de la sociedad mexicana con precisión de retratista. La frase “es gracioso porque es verdad” cobra otra dimensión cuando uno se asoma a su obra. En la entrevista ya mencionada, Ibargüengoitia declara: “Lo que me interesa al escribir es presentar la realidad según la veo. De eso se trata: es la vida lo que me fascina”.
Una de las preguntas que me hago con más frecuencia tiene que ver con qué pensaría Jorge Ibargüengoitia de los días que corren y qué historias estaría contando. Responder a la segunda pregunta es imposible; responder a la primera, no:
«La política mexicana no es política. Aquí hay una estructura que no corresponde a la de ningún otro lado. Tenemos la misma situación desde hace años: el pueblo sufre siempre, el gobierno trata de protegerlo y los ricos son los malos. Los papeles no han cambiado nunca. Al pueblo se le han hecho toda clase de favores pero sigue siendo pueblo y se sigue muriendo de hambre. Los ricos siguen siendo los malos pero también siguen siendo los ricos. El gobierno sigue siendo el protector del pueblo… y así es la vida».
Eso respondió Jorge Ibargüengoitia en 1978. Pudo haberlo dicho ayer. ¿A poco no?


