La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
Dicen que no hay fecha que no se llegue, ni plazo que no se cumpla. Y si en junio vine aquí arrebatado de emoción cuando salió el primer tráiler de Frankenstein en la versión de Guillermo del Toro, ahora regreso para contar lo que nadie me pidió: mis opiniones de la película.
Ayer a primera hora comenzó a exhibirse en la ciudad —bueno, en la sala Guillermo del Toro de la Cineteca FICG en realidad comenzó a exhibirse casi a segunda hora, porque la función anunciada para las 00:00 horas comenzó con 55 minutos de retraso—, y debo decir que la propuesta final me dejó con sentimientos encontrados: es una chulada visual portentosa, definitivamente, y las actuaciones están muy bien dirigidas. La película se disfruta, y se disfruta bien. Lo que no me gustó, o me está haciendo ruido, es más bien producto de un ánimo que oscila entre la rabia purista que abreva de la expectativa ante una “adaptación de”, y la apertura mental que implica sentarse a ver una historia que en realidad está “basada en”, que todos sabemos que no es lo mismo, ni es igual.
Pero, como dijo Víctor Frankenstein: vamos por partes.
(Aquí me detengo y aviso: el texto que sigue tiene spoilers. Aunque ahora mismo pregunto: ¿cabe mencionar spoilers cuando se escribe sobre una historia publicada hace casi 208 años y que tiene como protagonistas a dos de los personajes más arraigados en la cultura popular? Posiblemente sí, considerando que aun ahora se sigue confundiendo al creador con la creatura. Pero ese, señoras y señores, es otro arrebato purista. El punto es: sigan leyendo bajo su propio riesgo.)
Frankenstein (2025) narra la historia de Víctor Frankenstein (Óscar Issac), un científico obsesionado con derrotar a la muerte para sanar una herida que arrastra desde la infancia: la pérdida de su madre al dar a luz a su hermano. La historia comienza en el Polo Norte, cuando la tripulación del barco encuentra a un desfallecido Frankenstein en medio de la nada. Casi de inmediato, aparece un ser monstruoso que exige que los marineros le entreguen al científico. Luego de una lucha trepidante —magníficamente coreografiada— ahuyentan al Ente (Jacob Elordi) y entonces el capitán del barco comienza a escuchar la historia de Víctor: su infancia, sus experimentos, su asociación con Henrich Harlander (Christoph Waltz), su enamoramiento de Elizabeth Lavenza (Mia Goth), prometida de su hermano William (Félix Kammerer) y lo más importante: el proceso que siguió para dar vida a un cuerpo construido a partir de los restos mortales de otros cuerpos, así como el éxito en la empresa y su posterior desilusión.
Luego de escuchar el relato de Frankenstein, toca turno al Ente, que ha regresado al barco y exige que se escuche su versión de los hechos. Él narra cómo fue abandonado por su creador y cómo conoció el mundo por su cuenta hasta que, huyendo de unos cazadores, se refugia en una cabaña semiabandonada a donde llega una familia, que en la película no se identifica pero que todos sabemos que son los DeLacey. Ahí conoce, a partir de la observación detallada y paciente, ahí aprende a comunicarse y, más importante, aprende uno de los valor primordial: la amistad, que entabla con el abuelo de la familia, un ciego que lo motiva a encontrar su origen.
En este punto ocurre un momento que me parece conmovedor: el Ente recita el poema “Ozymandias”, de Percy B. Shelley. Puesto a fantasear, quiero pensar que se trata de una maniobra de billar con la que Del Toro completa un guiño al origen de la historia que está contando: se sabe que Mary Shelley concibió Frankenstein o el moderno Prometeo como parte de un reto en el que participaron cuatro personas: la escritora; John William Polidori; lord Byron, que está presente en la cinta con una epígrafe al comienzo de la misma; y el poema de Percy, esposo de Mary Shelley, del que el Ente recita el fragmento que dice:
«”Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!”
Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia de estas colosales
ruinas, infinitas y desnudas se extienden, a lo lejos,
las solitarias y llanas arenas».
La exclamación que hace Ozymandias puede leerse como un paralelismo a la historia de Víctor Frankenstein: otrora todopoderoso e invencible, ahora su obra se ha desmoronado hasta convertirse en polvo. O peor todavía: se ha vuelto en su contra. (Tendría que ver de nuevo la película, y seguro lo haré cuando se estrene en Netflix, para buscar la referencia a Polidori, que por ahí debe andar.)
Retomo en lo que iba: motivado por el anciano ciego, el Ente parte a buscar su origen, y lo encuentra, y entonces decide confrontar a su creador. Lo que pasa después es historia conocida. Y, en caso de que no lo sea, pues vean la película.
Decía al principio que tenía sentimientos encontrados. Me explico: como era de esperarse, la película es portentosa visualmente. La ambientación, los vestuarios, la utilería, todo tiene el sello de Guillermo del Toro, y eso sólo significa una cosa: artesanía. Todo lo que se ve en la pantalla es estéticamente bello. Hay, además, referencias visuales que recuerdan a El espinazo del diablo, a La forma del agua y en un momento no supe si estaba yo viendo al Ente o al fauno del laberinto. Pero todo esto ocurre de manera orgánica, sutil pero evidente.
Las actuaciones de Óscar Isaac como Frankenstein y Jacob Elordi como el Ente no tienen desperdicio. Isaac es garantía, se sabe, pero lo que hace Elordi está en otro nivel: el manejo corporal del actor logra transmitir todas las emociones implicadas en el viaje de la Creatura, que pasa de ser un animal silvestre para convertirse en un bebé aprendiendo hasta devenir en un monstruo vengativo.
Creo que los que quedan a deber son Mia Goth y Christoph Waltz, no por falta de capacidad, sino de argumento: en ellos radican buena parte de las diferencias que tengo con la historia: la Elizabeth de la película no tiene nada qué ver con la de la novela y el personaje de Waltz ni siquiera existe en la novela, lo que hace que su presencia en la historia y sus motivaciones, aunque justificadas, resulten demasiado artificiales. Sabemos que no deben estar ahí, pero lo están y con un peso determinante.
Otra licencia que se tomó Del Toro fue la completa transformación de la figura paterna de Frankenstein, encarnada por Charles Dance. Si en la novela el padre de Víctor es dulce, amoroso y tierno, el que propone el director tapatío es todo lo contrario: frío, distante, exigente y presto con la vara para reprender los errores académicos de su hijo. Pareciera que el director vio necesario sentar un antecedente para el posterior maltrato y abandono que el científico ejercerá sobre su creatura, situación que pudo resolverse de otra manera, como de hecho ocurre en el libro.
Finalmente, el papel que juega la familia DeLacey está completamente desdibujado, y me parece que no es tema menor: en el libro, es ahí donde el Ente conoce el amor y donde nace su necesidad de tener una pareja, exigencia que es otro detonante de su conflicto con Víctor Frankenstein y que en la película no queda bien desarrollado.
Ahora bien, como decía al principio, estos tres últimos párrafos los escribió el purista que habita en mí, que sigue tratando de entender que es una película “basada en” y uno una “adaptación de”. Pero en realidad esto no afecta el resultado final de la película, que cumple con su cometido: es un impecable producto visual con una historia que recuerda lo que ocurre cuando los mortales juegan a ser dioses, como Prometeo.
Aunque la película llegará pronto a Netflix, definitivamente vale la pena ir a verla a cine. Si tienen oportunidad, no la dejen pasar.


