Entre nopales, piedras volcánicas y silencio, familias y colectivos recorrieron más de 45 mil metros cuadrados en busca de rastros, de respuestas y de sus seres amados.
Texto y fotografías: María Pichardo Ramírez /@mar_visual_ (IG)
El pasado miércoles 5 de noviembre se llevó a cabo el segundo día de la segunda jornada de búsqueda de personas desaparecidas en el Ajusco, dentro del Parque Ecológico Ecoguarda. Participaron más de 320 personas —familiares, colectivos y autoridades— recorriendo una zona agreste donde la montaña se abre entre víboras, arañas, nopales y piedras volcánicas.
En el operativo participaron la Dirección de Seguridad Ciudadana, la Dirección General de Servicios Urbanos (DGSU), la Dirección General de Obras del Gobierno Central, la Secretaría de Gobierno, Corenader, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC), la Alcaldía de Tlalpan, la Secretaría de Gobernación, la Comisión de Búsqueda de Personas de la Ciudad de México, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y la Guardia Nacional. A ellas se sumaron los colectivos Una luz por el camino, Hasta encontrarlas y Voces por la ausencia, además de familiares independientes y personas solidarias.
Esta búsqueda, como muchas otras, nació del impulso de las madres que comenzaron solas, con las manos, la fuerza de voluntad y la fe como únicas herramientas. Solo después, tras años de insistencia, se sumaron las instituciones y dependencias de gobierno.

Entre quienes caminan bajo el sol y el silencio está Inés, madre de Francisco Sandoval Lázaro, desaparecido el 26 de abril de 2018 cerca de esta zona. “Por aquí está muy solo”, dice. “Hace un año aparecieron restos óseos, por eso seguimos viniendo”. Su voz se mezcla con el viento, firme, aunque cada paso pese.
En la búsqueda también está José, de 75 años, quien busca desde hace una década a su hija-sobrina biológica, Josefina Avellaneda Díaz. A pesar de su edad, sube y baja barrancos con una energía que sorprende a todas y todos. Al ver un zopilote que sobrevuela a lo lejos, señala un tubo de cemento hundido en un barranco que parece contener agua: “Deberíamos buscar ahí también. Los zopilotes son buenos para buscar cadáveres: cuando huelen algo, bajan. Ellos saben y nos pueden guiar”.
Antonia Zamora también camina. Busca a su hija Vianey Bereica, desaparecida el 14 de septiembre de 2016. Han pasado casi diez años y aún llora casi a diario:
“A veces me pregunto si mi hija tendrá frío, si podrá bañarse, si tiene un suéter. Cada vez que quiero comprarme uno, no puedo, porque pienso que tal vez ella lo necesita más que yo”.
Su voz se quiebra, la indignación la acompaña: “Me dijeron que no podían buscarla hasta cuatro días después. Que así son las chicas, que se van y regresan”. Desde entonces, su lucha ha sido solitaria. “Nadie comparte ni el folleto de mi hija ni el de otros desaparecidos”, dice. “Incluso mi familia, mis vecinos, se alejaron cuando puede pasarle a quien sea”.

Esa frase que comparte Antonia refleja algo más hondo: cuando una persona desaparece —y en México hay más de 133 mil personas personas desaparecidas y no localizadas, mientras que cada día, en promedio, 42 personas se suman a la lista—, el hecho nos confronta con nuestra incapacidad colectiva de sostener el peso del silencio.
Tras horas de recorrer 45 mil metros cuadrados de terreno —árido, duro, lleno de espinas y silencio—, los familiares se reúnen. Se observan prendas de ropa halladas en el camino; ninguna corresponde a los suyos. Entonces, en medio del cansancio, se alzan las voces:
—¿Por qué las buscamos?
—¡Porque las amamos!
—¿Hasta cuándo?
—¡Hasta encontrarlas!
—¿A quién buscamos?
—¡A todos y todas!
El eco de esas palabras llena el aire y hace vibrar el suelo volcánico. En ese instante, la búsqueda se convierte también en abrazo: en unión, en llanto compartido, en fuerza colectiva.
Entre la tierra, las piedras y la montaña, cada nombre resuena. Porque aquí, en el Ajusco, lo que se busca no es solo a los que faltan, sino también un pedazo de justicia, un poco de paz.








