Oxímoron
Por Andy Hernández Camacho @andybrauni coordinadora de La Mamá Cósmica / @lamamacosmica
Durante meses algo se acomodaba y desacomodaba dentro de mí sin avisar. No sabía ponerle nombre, pero se sentía como cuando una puerta se abre apenas unos centímetros mientras afuera sopla un viento fuerte: algo insiste en entrar, algo pide mirarse de frente, algo ya no puede ignorarse.
Era mi hijo.
Era la forma en que mira, reacciona, siente, comunica y se relaciona con el mundo.
Era yo, intentando entenderlo sin tener todavía las palabras correctas.
Hace poco iniciamos un proceso de terapia que terminó en un diagnóstico psicológico: Autismo nivel 1 y TDAH.
Lo escribo así, sin adornos, sin eufemismos, sin miedo: porque lo más difícil no fue escucharlo, sino todo lo que tuve que desaprender para poder recibirlo.
No fue una caída ni una pérdida. Fue un corrimiento de luz, de certezas…
Durante años escuché frases como: “es que no pone atención”, “tiene demasiada energía”, “¿por qué hace berrinche por eso?”, “es que es muy sensible”, “parece distraído”, “tiene conductas raras”. Todas esas palabras se iban quedando en mi piel aunque yo no quisiera.
En México y en buena parte del mundo, a las niñeces neurodivergentes se les nombra desde el déficit, desde lo roto, desde la falla. Son “problemas de conducta”, “trastornos”, “dificultades”, “alteraciones”, “malas crianzas”, “falta de límites”.
Ese lenguaje lastima. Y cuando lastima a un niño, también lastima a quienes lo cuidamos, porque te obliga a mirarlo desde una lupa ajena que juzga y que compara.
Por décadas, además, miles de personas crecieron sin diagnóstico, sin palabras, sin mapa. Niñas, niños, mujeres, hombres que aprendieron a ponerse máscaras para sobrevivir en un mundo que solo aceptaba una manera de ser. Se enmascararon hasta confundirse con el disfraz. Aprendieron a imitar gestos, tonos, comportamientos para no ser etiquetados como extraños, intensos, distraídos, torpes, “difíciles”. Personas que no tuvieron el lenguaje para entenderse porque el mundo ni siquiera lo había inventado.
Y entonces apareció la palabra neurodivergencia.
Y abrió una ventana que yo no sabía que necesitábamos tanto.
Leí a Jac den Houting, investigadora autista, decir:
“No se trata de curarnos, se trata de permitirnos ser felices y validados.”
Y ese simple enunciado me movió todo.
El paradigma de la neurodiversidad no dice que las personas autistas, con TDAH o con otros perfiles neurodivergentes estén enfermas o sean anormales. Dice que son parte de la diversidad humana. De la misma forma en que la humanidad es diversa en cuerpos, pieles, culturas, identidades, lenguajes del amor y también de pensamiento.
Dice que los cerebros son distintos, no deficientes.
Que la variación no es tragedia.
Que la diferencia no necesita ser corregida.
Y que obligar a una persona neurodivergente a “actuar neurotípica” la daña más que cualquier etiqueta.
Los datos también nos obligan a dejar de mirar esto como rareza:
En México, 1 de cada 115 niños está dentro del espectro autista (Autism Speaks y Clínica Mexicana de Autismo, CLIMA). La Organización Mundial de la Salud reporta que en el mundo 1 de cada 160 niñas y niños es autista. Y el TDAH, de acuerdo con la IBERO, alcanza aproximadamente al 8.8 % de la población infantil.
No es un asunto marginal.
Es parte profunda de quiénes somos como especie.
Una variación real, frecuente y viva.
Y sin embargo, seguimos tratando a quienes no encajan en el molde como si fueran excepción o anomalía.
Descubrir que muchos de los momentos que yo interpretaba como “berrinche” eran, en realidad, desbordes sensoriales, me partió por dentro. No por culpa, sino por claridad.
Entendí que mi hijo no estaba desobedeciendo: estaba sobreviviendo.
Que no era oposición: era saturación.
Que no era drama: era un sistema nervioso buscando calma.
Vi sus manos moviéndose cuando se emociona.
Vi su dificultad para transicionar entre actividades.
Vi su forma profunda de enfocarse en un solo tema hasta fundirse con él.
Vi su necesidad de repetir, de prever, de ordenar.
Vi su sensibilidad enorme a ruidos, texturas, cambios.
Vi lo que siempre estuvo ahí. Y por primera vez pude nombrarlo sin miedo.
Nombrar para no perderse.
Desde el diagnóstico, mi labor más difícil ha sido desaprender al mundo.
Ese mundo que espera que todos los niños actúen igual, aprendan igual, regulen igual, se comporten igual.
Me he descubierto soltando expectativas que no eran mías, sino heredadas.
Me he descubierto renunciando a comparaciones invisibles.
Me he descubierto aprendiendo a acompañarlo en lugar de corregirlo.
Ser mamá de un niño neurodivergente no es una tragedia ni un acto heroico.
Es un entrenamiento para ver con otros ojos.
Para escuchar lo que no se dice.
Para sostener sin asfixiar.
Para traducir mundos.
A veces es agotador.
A veces es hermoso.
Frecuentemente es ambas cosas al mismo tiempo.
Hace unas semanas, después de un día difícil, mi hijo me dijo:
—Mami, ¿yo soy malo?
El universo se detuvo.
Ese día entendí que mi tarea no es “normalizarlo”.
Mi tarea es protegerlo de la mentira de que debe dejar de ser quien es para ser aceptado, para ser amado.
No quiero un hijo que se esconda.
Quiero un hijo que se sepa digno. Quiero un hijo que crezca sabiendo que no está roto, que no es error, que no es falla, que no es excepción. Quiero un hijo que se sienta querido en la totalidad de su forma de ser.
Estamos al inicio del camino. Buscando terapias respetuosas. Leyendo sobre regulación sensorial, burnout autista, funciones ejecutivas, demandas excesivas.
No es excusa. No es moda. No es sobreprotección.
Es dignidad.Es darle a mi hijo el lenguaje que yo no tuve. Es decirle:
“No estás solo. No eres menos. No vas tarde. Tu cerebro es tuyo y es valioso.”
Sé que el mundo no siempre será amable. Pero yo sí puedo serlo. Sé que no puedo evitarle todas las frustraciones. Pero puedo ayudarle a interpretarlas sin vergüenza.
No sé todo. Apenas empezamos. Estamos aprendiendo juntos. Y eso también está bien.
Lo único que sé hoy es esto: Mi hijo no está roto. El mundo tampoco, pero necesita moverse. Y yo estoy aquí para caminar a su ritmo.
Su neurodivergencia no es sombra. Es brújula. Es mapa. Es un idioma nuevo que estamos aprendiendo a hablar. Y cada día lo entiendo un poco más: mi hijo no necesita cambiar para encajar; el mundo necesita expandirse para recibirlo.
Agradecimientos
A mi familia, que es el primer refugio de mi hijo y el mío. A quienes forman su tribu —su papá, sus abuelos, su madrina, su padrino y todas las manos que lo aman sin pedirle que deje de ser él—: gracias por caminar con nosotros, por desaprender junto a mí, por abrir el corazón a nuevas palabras y nuevas formas de entender la vida. A mi hijo, que me está enseñando un idioma que nunca imaginé aprender. Y a las mamás de niñeces neurodiversas, que caminan con el alma abierta, el cansancio acumulado y el amor encendido: las abrazo mucho.
Esta columna, este proceso, esta comprensión… también son suyas.


