EDUFEM #25N
Por Verónica Ortega / Edufem, Asociación de Educación Feminista / @Edufem
Me gustaba jugar en la calle después de hacer la tarea. En ese tiempo, era común salir a correr y sentarse en la banqueta a jugar y platicar con las amigas. Un día, cuando tenía yo como nueve años, estaba afuera de mi casa, columpiándome de la puerta del cancel. Me bajé para seguir jugando con las otras niñas y, en lo que nos poníamos de acuerdo, no me percaté de que venía un hombre caminando sobre la banqueta. Yo estaba de espaldas y él aprovechó eso para meter su brazo completo entre mi brazo y mi pecho y manosearme. Yo me quedé inmóvil y lo único que pude hacer fue gritar: “¡Mamááááááááááá!”.
Se puede definir el abuso infantil como “cualquier forma de explotación, violencia o abuso que resulte en un daño actual o potencial para la salud, supervivencia, desarrollo o dignidad de una persona menor de 18 años en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder” (Unicef, 2019). Según el Laboratorio de Estudios Económicos y Sociales, Jalisco se destaca por un aumento significativo del abuso infantil, ocupando el quinto lugar nacional en número de incidentes que se han atendido en hospitales por lesiones y homicidios. Las formas de abuso infantil van desde el maltrato físico hasta la violencia sexual, emocional, psicológica y la negligencia.
Aquel hombre en la banqueta, que actuó con total impunidad en mi espacio de inocencia —y al que mi madre y mis hermanos no lograron alcanzar—, fue una de esas incidencias que hoy engrosan y aumentan de forma exponencial las alarmantes cifras de violencia no sólo sexual, sino de todo tipo contra niñas, niños, adolescentes y mujeres en Jalisco, en México y el mundo. Esa violencia es una escuela, un lugar común para los agresores. La agresión sexual es el primer escalón que subimos por el resto de nuestras vidas, y que nos conduce directamente a la violencia estructural que enfrentamos después como mujeres. Por eso no es tan fácil separar el abuso sexual del feminicidio. La violencia contra las niñas se extiende y se consolida contra las mujeres: mientras las víctimas reciben lecciones de miedo, los agresores las reciben de impunidad.
Veintiséis años después de que la Asamblea General de las Naciones Unidas declarara el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, podemos encontrar cifras que horrorizan. Almudena Barragán, en 2023, escribió para el diario español El País: “Cada año en el país son asesinadas más de 3,000 mujeres, niñas y adolescentes”. Sin embargo, desde que se conmemora el 25N, se insiste en que las violencias contra las mujeres han encontrado diferentes soluciones. Según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, la generación de estadísticas sobre violencias contra las mujeres ha permitido y dado pie a la creación, generación y propuesta de nuevas políticas públicas, encauzadas a la prevención, atención, sanción y erradicación de la violencia, a través de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia.
La violencia que se vivió en la banqueta hoy sigue perpetuándose en cada rincón de nuestra sociedad y se amplifica de diferentes formas. La violencia psicológica, económica, física y sexual no desaparece, sigue normalizándose a través del patriarcado. La descomposición social, las diferentes formas de pensar, la falta de ejecución efectiva de la educación con perspectiva de género y los inoperantes sistemas de justicia para las mujeres, siguen creando espacios de violencia estructural.
Esta trivialización es dolorosamente alimentada por el machismo, que sigue vivo desde diferentes trincheras, espacios, pensamientos y, por supuesto, acciones. El uso de apodos machistas y degradantes, de descalificaciones contra las mujeres, sus cuerpos, sus actividades y sus formas de vida, son maneras de mantenerlas en el límite y en el espacio de la violencia, tanto en el ámbito público como en el privado.
A mí, a los nueve años, un hombre sin nombre ni apellido a quien no conocía me “manoseó” afuera de mi casa. Hoy, por ejemplo, miles de personas, hombres y mujeres, le dicen a una dirigente “chichis de limón”. Lo escriben en pancartas, lo gritan en las redes sociales, hacen mofa del cuerpo de una mujer para denigrarla, para hacerla sentir menos, para intentar que se baje de una posición política. Saben que usar esa expresión sobre el cuerpo de alguien no cambiará la política ni al gobierno del país, pero sí va a hacerla sentir mal, como incluso puede hacer sentir mal a las mismas mujeres que lo están replicando. Son ya parte de la estadística, esa de los agresores y violentadores que creen tener el poder sobre la vida de las mujeres.
El patriarcado gana cada vez que nos dividimos. Gana porque sabe que las mujeres caminando solas son presa fácil de la violencia, del insulto, del menosprecio, de ser víctimas silenciosas de ataques voraces y feroces. Una mujer sola es más fácil de manosear: en la casa, en la calle, en la escuela, en la oficina, en la tribuna, e incluso en el poder.
Que el 25N, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra las Mujeres, no sea sólo un día para condenar abusos, golpes, insultos, feminicidios y asesinatos contra niñas y mujeres. Que sea un día para recordar también a las mujeres que, como las hermanas Mirabal (Patria, María Teresa y Minerva) luchan por cambiar el contexto en el que se desarrollan. Ellas, “Las Mariposas” se opusieron al régimen de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana en 1960 y, al hacerlo, nos enseñaron a hacer camino, aun a costa de la vida propia, para exigir el cumplimiento de los derechos de las mujeres y para la erradicación de todas las violencias que, desde la niñez y hasta la vejez, se viven en los cuerpos, en las ideas, en las emociones, en los pensamientos, en los ideales, en el conocimiento y en la vida misma de todas las mujeres.
Porque en el camino debemos insistir, persistir y resistir, hasta que la dignidad se haga costumbre.


