#Reportaje
Por Sofia Pontiroli / @sofia.pontiroli (IG) / @SofiaPontiroli (X)
Entre 2021 y 2025 se registraron alrededor de 816 muertes violentas en las cárceles ecuatorianas. Además, el 2025 fue reconocido como el segundo año más violento en la historia carcelaria del país (Primicias, 2025). Estos datos incluyen homicidios y/o muertes violentas ocurridas en enfrentamientos entre presos o entre guardias y presos, sin considerar las muertes por causas “naturales”, como epidemias de tuberculosis — las comillas se usan deliberadamente para subrayar la implicación del Estado en las muertes definidas como naturales —.
Este número es muy significativo para un país de tamaño mediano como Ecuador, si se compara con otros países donde los motines carcelarios son menos violentos o menos frecuentes. Por ejemplo, en Colombia la última masacre carcelaria ocurrió en 2022, con 51 muertos. Solo en 2025, en Ecuador hubo 3 masacres, con un total de casi 70 muertos.
Las razones por las que se producen tantas masacres en las cárceles ecuatorianas son diferentes: desde la militarización del país, hasta la presencia del crimen organizado o la mala gestión del Estado. De cualquier forma, el gobierno actual carga con un gran peso: cómo resolver estos graves conflictos dentro de sus prisiones.
Los acontecimientos recientes.
6 de marzo de 2025, tres de la tarde. En el barrio llamado Prosperina, Guayaquil, ocurre la peor masacre entre grupos rivales de narcotraficantes de los últimos años: dos facciones de la banda criminal Los Tiguerones, una de las más violentas de Ecuador, causan la muerte de 22 personas. Dos días después, 5 detenidos son encontrados muertos en la cárcel de Guayaquil. Uno de ellos había sido acusado de terrorismo por haber participado en un ataque armado, y estaba vinculado a la banda Los Tiguerones.
El 22 de septiembre de 2025, en la prisión de Machala, Ecuador, un detenido llamó a un guardia diciendo que se sentía mal. Al llegar el guardia, sus compañeros de celda comenzaron a disparar: así se inició la masacre, que dejó 14 muertos. Los miembros de la banda Los Sao Box lograron escapar del pabellón Zaruma, donde estaban encerrados, para alcanzar otros pabellones controlados por las bandas Los Choneros y Los Lobos.
Tres días después, otra masacre: esta vez en la prisión Esmeraldas, con el mismo modus operandi. Los detenidos señalan un malestar o una emergencia médica, desarman a los guardias que llegan para ayudarlos, y luego utilizan esas mismas armas para asesinar a miembros de bandas rivales. Esta vez, Los Tiguerones lograron masacrar a 17 detenidos de Los Lobos y Los Choneros.
9 de noviembre de 2025: otra masacre más; esta vez las víctimas son 31. Es la peor del año. Dos ataques en menos de veinticuatro horas: el primero dejó 4 muertos, el segundo 27, con 43 personas heridas.
Pero no es solo la violencia a producir víctimas. Como afirma Fernando Bastidas, coordinador del Área de Protección del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, hasta mediados de octubre de 2025 murieron 600 personas por tuberculosis, muchas de ellas con signos de desnutrición. Como señaló en una entrevista al diario DW: “Al principio morían alrededor de 30 personas al mes, pero entre julio y agosto la cifra subió a 80. Nos da miedo cerrar este año con mil fallecidos”.

En 2014, el gobierno de Rafael Correa implementó una reforma agresiva para reorganizar y mejorar el sistema penitenciario. El objetivo era adoptar el modelo norteamericano, con la construcción de “mega cárceles”, prisiones de máxima seguridad capaces de gestionar a un gran número de detenidos, además de desmantelar la organización interna de las cárceles. Los presos, que antes podían trabajar dentro del penal — por ejemplo, vendiendo comida —, ya no tendrían permiso de hacerlo.
“Cuando trabajé en el penal García Moreno, la gente tenía qué comer, gestionaba pequeños negocios y enviaba dinero afuera, a sus familias. Según el último monitoreo que realizamos en 2021, un detenido debe pagar al menos 300 dólares solo para tener un lugar donde dormir”, afirma Jorge Núñez Vega, ecuatoriano, profesor de antropología en la Universidad de Ámsterdam. Núñez ha dedicado más de veinte años al estudio del sistema carcelario en Ecuador.
Los detenidos comenzaron a recibir dinero de sus familias para poder sobrevivir, que en el 80 % de los casos provenía de mujeres — hermanas, parejas o madres —, quienes en su gran mayoría trabajaban en la economía informal. Este proceso transformó a la cárcel en un mecanismo de extracción, donde los detenidos deben pagar; de lo contrario, no logran sobrevivir.
Diversas redes de corrupción y criminalidad se instalaron para aprovechar estas nuevas actividades lucrativas, favorecidas además por la población concentrada en las mega cárceles.

En 2017, el gobierno de Moreno decidió desmantelar el Ministerio de Justicia, creando un nuevo organismo que desde entonces se ha convertido notoriamente en un símbolo de corrupción e incompetencia: el Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de Libertad y Adolescentes Infractores (SNAI). Así, los detenidos controlaban las cárceles durante un período definido por los expertos como “paz caliente”, donde la policía entregó la gestión diaria de las prisiones a las bandas criminales.
“¿Quién crea el crimen organizado en Ecuador? Es el Estado, a través de las cárceles. Porque una de las cosas que hicieron con la paz caliente fue asignar prisiones enteras y pabellones a diferentes grupos criminales. El narcotráfico creció porque la economía creció, porque el lavado de dinero aumentó, porque Ecuador asumió una nueva posición como centro de negocios y no solo de tránsito”, afirma Núñez. “El Estado entrega entonces las cárceles, y lo que hacen estos grupos es explotar a los demás detenidos. Cuando entras a una prisión hoy, debes elegir a qué banda pertenecer, cómo trabajar y para quién”.
En diciembre de 2020, Moreno presentó un proyecto para rehabilitar el sistema carcelario, que habría durado 4 años, con un presupuesto de 206,8 millones de dólares, pero nunca fue aprobado. Ocho meses después se comenzó con una reducción del presupuesto del 64 %, con Guillermo Lasso como presidente del Ecuador, hasta 2023.
Justamente en 2021, el país enfrentó el período más violento en la historia de las cárceles ecuatorianas. Los conflictos entre mafias dispararon la violencia, y una serie de brutales masacres elevó la tasa de muertes violentas de 8,1 por cada 10.000 detenidos en 2019 a 83,5 en 2021 (Insight Crime, 2024). Febrero: 79 muertos. Septiembre: 118 muertos. Noviembre: 68 víctimas.

En este clima de gran complejidad, Daniel Noboa gana las elecciones y decide reformar el sistema carcelario mediante la militarización de las prisiones y del país. Declara que Ecuador enfrenta un “conflicto armado interno” con 22 grupos terroristas. Los militares comienzan a tomar el control de las prisiones en lugar de la policía, y lideran una vigilancia estricta en las calles. Sin embargo, en pocos meses las bandas criminales corrompen también a los militares, con el objetivo de restablecer su control.
Núñez lo imaginaba:
“La policía está completamente infiltrada por el narcotráfico. Cuando la reemplazaron con los militares, habíamos advertido que sería peor: también los corrompieron y ahora trabajan para el narcotráfico. Al final, todas tus fuerzas armadas realizan tareas que no les corresponden, que no tienen que ver con la rehabilitación, y se termina comprometiendo la institución misma”.
Las tensiones continuaron en las prisiones de todo el país, y llevaron a un continuo encadenamiento de masacres dentro y fuera del complejo penitenciario: “Cuando comienzan las masacres en las cárceles, inmediatamente comienzan también las masacres afuera. Aquí se expande la frontera carcelaria; hay una gestión de la política criminal en la que la prisión se expande al barrio popular y todo se transforma en un pabellón penitenciario”, afirma Núñez.
A lo largo de los años, el antropólogo ha estudiado cómo lentamente su país se ha convertido en una especie de archipiélago de cárceles. Reflexiona sobre cómo las antiguas masacres buscaban mantener el control de las prisiones y, en consecuencia, de las calles. Ahora, afirma que las nuevas masacres están relacionadas con el abandono completo de las estructuras: muchas personas mueren de muertes violentas, pero muchas otras de enfermedades como la tuberculosis. Esto ocurre porque la política de militarización de Noboa prevé que los militares usen las prisiones como mecanismos de tortura, donde se hambrienta y maltrata a los internos.
“Se habla mucho de las masacres causadas por el crimen organizado, que también son importantes; pero hay muchas otras que, silenciosas, dejan un gran número de víctimas, mostrando que el verdadero actor de las masacres, el masacrador, ya no son las bandas organizadas, sino la tortura por parte del Estado”.
Aquí es importante distinguir entre masacres carcelarias — grupos criminales que luchan por el control externo e interno del territorio — y la necropolítica o tortura sistemática sobre los detenidos perpetrada por el gobierno. “El nuevo gobierno considera a la población carcelaria completamente sacrificable y trata a toda costa de hacerles entender que no son un grupo prioritario para el Estado”, afirma Núñez. “La prisión sirve para reducir el crimen, no para aumentarlo. No son almacenes de seres humanos. Estas torturas en las cárceles se han transformado en asesinatos de Estado. Dejar morir a alguien de tuberculosis, de hambre, o dejar que se maten entre ellos. Esta es la regla: dejar morir, lo que implica una responsabilidad completamente nueva. Si el gobierno de Lasso no controlaba las cárceles, en el gobierno de Noboa las prisiones se usan para hacer morir a las personas”.

Lo que ocurre dentro de un sistema pequeño y controlado, como una prisión, también ocurre afuera.
“Las sociedades son devoradas por el narcotráfico, que se convierte en el mayor empleador, la única opción”. Hace una pausa. “Esta lógica se ha extendido a toda la ciudad. Ecuador es una gigantesca penitenciaría. Salir a la calle es como salir en los pabellones. Cuando estudiaba las cárceles, una de las reglas era no salir entre las 5 y las 6, cuando cerraban los pabellones, porque quedaban vacíos y podías ser atacado. Mientras hubiera mucha gente, no pasaba nada. Lo mismo está ocurriendo en las ciudades”, concluye Núñez.
La historia de Miguel Ángel.
Ana Morales comenzó a vivir un momento difícil en 2018, durante una grave crisis económica en Ecuador, cuando fue despedida y su madre empezó a luchar contra el cáncer. Al mismo tiempo, la novia de su hijo Miguel Ángel quedó embarazada, y todos los gastos médicos provocaron grandes problemas económicos.
Desesperado por las deudas acumuladas por los gastos médicos de su abuela y del parto, y por no tener qué comer, Miguel decidió robar un celular y recibió una pena de 40 meses de prisión.
Ana estaba sin dinero y además tenía que pagar la estancia de su hijo en la cárcel: la celda donde viviría, el espacio donde dormiría, un pedazo de cartón como colchón hasta que pudiera comprar uno verdadero; 30 dólares a la semana para las llamadas telefónicas; el “listado”, que incluía dos camisas, cuatro pantalones, dos sudaderas, cinco bóxers, cinco pares de calcetines y el kit básico de higiene personal. Pero no solo eso: Ana también tuvo que pagar para salvar la vida de su hijo.
“En octubre de 2019 mi hijo fue encarcelado. Y ya hacia diciembre del mismo año me decía: ‘Mamá, nos hacen salir al patio, nos dan unas clases’. Prácticamente las bandas organizadas los estaban reclutando, obligándolos a tatuarse, y quien no quería tatuarse sufría maltratos, extorsiones, golpes. Uno de ellos era mi hijo”.
El 24 de diciembre de 2020, el día del cumpleaños de Miguel, Ana recibió una videollamada y vio a su hijo con una cuerda al cuello. “Me dijeron que si no pagaba lo matarían. Fue un dolor inmenso, una desesperación, una angustia enorme. Vaciaron mi casa: se llevaron todo, el televisor, el equipo de sonido, los parlantes, la computadora, todo. Ese día dejaron ir a mi hijo. Recuerdo que me dijo: ‘Gracias, mamá, por salvarme la vida’”.
Menos de un año después, Miguel fue asesinado durante la masacre más violenta en la historia penitenciaria de Ecuador, el 28 de septiembre de 2021, donde fueron asesinadas 118 personas. “Fue porque él nunca quiso ser reclutado; siempre fue rebelde, igual que yo”, dice Ana con la voz quebrada.

Después de una profunda depresión, Ana comenzó a acercarse a diversas organizaciones de defensa de los derechos humanos, hasta fundar la suya. Así, el 30 de abril de 2022 nació oficialmente el Comité de Familiares por la Justicia en las Cárceles, donde se ofrece apoyo legal y psicológico a los familiares de los detenidos. Debido a recientes incongruencias entre los miembros de la organización, Ana decidió abandonarla en 2024 para crear una nueva: el Comité de Familiares por una Vida Digna Dentro y Fuera de las Cárceles, que opera a nivel nacional.
“Desde entonces, mi carrera como estilista terminó y soy defensora de los derechos humanos de tiempo completo. Cuando veo a una madre llorar, lloro con ella, la abrazo; cuando pierden a sus hijos, las acompaño a retirar el cuerpo en la morgue, sabiendo que a mí también me pasó lo mismo. Pero a mí nadie me acompañó, nadie me abrazó”, afirma Ana. “Muchos de los detenidos que conozco tienen 28 años, la edad que hoy tendría mi hijo. Siempre les digo que no vuelvan a la cárcel, que escuchen a sus madres, que las abracen”.
Un sistema que aplasta, no ayuda.
Desde los años 60, existen estudios que afirman que la cárcel no rehabilita a las personas, y que cuanto más se extiende el confinamiento, más problemático se vuelve. Núñez considera que los sistemas carcelarios “abiertos”, como los de Noruega, son más efectivos, porque la pena consiste principalmente en la pérdida de libertad, mientras los detenidos mantienen sus derechos fundamentales como ciudadanos. La vida en prisión debe ser lo más similar posible a la vida fuera de ella, para reducir el impacto psicológico negativo del aislamiento y favorecer la reintegración gradual en la sociedad. Esto contrasta con otros sistemas, donde el preso queda encerrado entre muros infranqueables y, de un día para otro, es liberado en el mundo “real”.
“La cárcel te destruye la vida. Puedes ser el más ‘polilla’ de todos, el más ‘traqueto’” (polilla en Ecuador identifica a jóvenes de bandas criminales; los traquetos son quienes venden droga para el narcotráfico), “pero en la cárcel entras en la zona gris, como se define en antropología. Es una zona donde la supervivencia prevalece sobre la ética o la moral. Por lo tanto, cualquier principio ético o moral será quebrantado, porque tu supervivencia depende de ello”, afirma Núñez. “Entrar en la cárcel siempre es traumático, incluso si eres un criminal profesional”.


