Rituales para sanar espíritus 

La Hilandera

Por Rosario Ramírez  / @la_hilandera

Cuando era chica, mi familia me llevaba al panteón para limpiar la tumba de mis parientes. Especialmente la de mi bisabuelo paterno y la de algún otro de esa misma línea cuyo nombre y parentesco no recuerdo. Mi abuela, aunque nombrada como católica, creía en muchas cosas. Una de esas era mi “capacidad de atraer espíritus”. De aquellas visitas al panteón, recuerdo muy bien los olores, lo mismo a flores frescas que a podrido, el sol de invierno y de montaña, el olor a tierra, el sonido de las pisadas y de agua corriendo. Recuerdo el tour para saludar a tíos, tías y otros familiares, y los encuentros siempre cariñosos con la familia extensa. Porque eso sí, siempre fuimos un montón y bastante estridentes al juntarlos. Y a veces, en día de muertos y en ciertas fechas, solíamos coincidir ahí haciendo promesas de vernos después u otro día para comer en una de esas reuniones al estilo fiesta patronal. 

Recuerdo vívidamente que siempre al volver a casa de esas visitas al panteón lo hacía con dolor de cabeza. Quizá era por el sol y mi negativa a ponerme una gorra, pero la abuela decía que eso era aire, o quizá algún espiritu que se me había colgado de algun sitio. Lo cierto es que me hacían cambiarme de ropa, limpiar muy bien los zapatos antes de entrar a la casa, y la abuela o mi mamá me limpiaban la cabeza con una ramita de ruda. Si la cosa se ponía más fuerte y el dolor no cedía, entonces, llegaba la limpia con huevo, el agua bendita y la veladora para que ese espíritu encontrara luz para su camino y me dejara en paz. 

Yo podía creer o no en todas esas magias, pero el hecho es que el dolor ciertamente quedaba domado. Las limpias de ruda en ese dolor típico de la migraña me hacían sentir como si algo me arrancara el pelo, y luego, nada. Lo mismo la limpia con huevo, cosa que nunca entendí bien, pero que en alguna ocasión vi reaccionar como si el vaso con agua donde era vertido hirviera. Estuvo fuerte, dijo mi mamá. Pensándolo bien, quizá sí creía un poco, y quizá todavía creo. No sé si era un espíritu o el sol, pero la eficacia de las prácticas de cuidado y de sanación de esos espíritus, para mí, era indudable. 

En el sistema de creencias familiar, por sí solo bastante libre y sintético a pesar de su catolicismo resistente, había y hay lugar para los espíritus, para las energías, y para los santos y las encomiendas. Todos, dependiendo de las fechas e intensidades en sus manifestaciones, tuvieron lugar en mi casa, en anécdotas extraordinarias, y cosas a veces terroríficas. Atraía espíritus, decía mi abuela y confirmaba mi mamá. 

Cuando estaba adolescente, y una vez que ya menstruaba, se me dijo que era mejor que no fuera al panteón porque “estaba abierta” y los aires podían enfermarme. Para evitarlo, mi mamá nos ponía un listón rojo con un segurito cerca del ombligo a hermana (en eso momento una bebé) y a mi; y en alguna ocasión mi abuela me enredó en un cinto rojo bien apretado bajo la ropa. A veces, cuando mi periodo coincidía, me pedían ir con la cabeza cubierta tambien, por si acaso… Y no es que el día de muertos o visitar a los parientes fallecidos fuera motivo de peligro, al contrario, eran fechas y acciones con un significado profundo porque en el mapa de entidades presentes y con agencia en este mundo, los espíritus de vivos y muertos convivieron permanentemente a veces en tensión y a veces en armonía. 

Los altares de muertos en casa, por ejemplo, eran un acontecimiento, y el despliegue de antojos y luces para el buen descanso siempre se hacían presentes; porque si aquellas visitas al panteón me traían espíritus no siempre buenos, los de estas fechas eran y son especiales porque son los nuestros. 

El tiempo, la universidad, y mi propia elección nada fortuita de estudiar prácticas religiosas y espirituales, me hace ponerle a todas esas historias una explicación cercana a lo racional, pero a veces eso no resulta suficiente. Mientras escribo esto, por ejemplo, me gusta pensar que mis mujeres queridas y trascendidas son esos espíritus que traigo pegados al ombligo y que me acompañan y me piden que ya me duerma. Me gusta pensar también que están otra vez conmigo, que me toman la manita y que me curan de los malos espíritus con su amor y su ternura. Me gusta pensar que estos días se abren portales, que los perros vuelven, y que todo es una fiesta de comida, luces y bienvenidas. Me gusta pensar que quienes nunca quisimos que se fueran, vuelven aunque sea en pensamiento constante, con una luz, con un sabor y con eso que son y fueron para nosotros. Quizá creía entonces, y seguro hoy todavia creo…

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Rosario Ramírez Morales Antropóloga conversa. Leo, aprendo y escribo sobre prácticas espirituales y religiosas, feminismo y corporalidad.

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