Todo es lo que parece
Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza
Valiente. Honorable. Gallarda. Impecable. Viril. Aleccionadora. No puedo describir de otra manera la demostración de magnanimidad que ha tenido el actual presidente del Senado de la República ante la injuria a la que fue sometido el 20 de septiembre de 2024 en las instalaciones del AICM, por parte de un abogado cuyo nombre no mencionaré para no mancillar estas líneas.
No hay que perder de vista que un “ciudadano” —así, entrecomillado— no solo perturbó la paz y puso en peligro la integridad física del senador mientras esperaba su vuelo en un salón exclusivísimo. También atentó contra la investidura de este magnífico adalid de la democracia que le ha dado tantas satisfacciones legislativas a este país a lo largo de su intachable carrera.
La respuesta del senador fue ejemplar: no reaccionó con violencia, sino con la ley. Porque —hay que decirlo sin cortapisas y de frente— es así como actúan los verdaderos demócratas, los que realmente entienden que el poder no es para servirse de este, sino para servir a la ciudadanía y actuar siempre en defensa de la justicia.
Desde luego, la demanda penal que interpuso el funcionario público contra el señor picapleitos —haciendo uso de todo el poder del Estado, sin titubeos ni concesiones, como debe ser— está más que justificada. La cárcel hubiera sido poca cosa para este energúmeno que se atrevió a increpar al senador. Hacer de Paseo de la Reforma un Paseo de la Vergüenza —al más puro estilo Juego de Tronos, con el pueblo vituperando al infractor— hubiera sido un castigo de la misma magnitud que el oprobio.
Pero, insisto, en un acto de generosidad y altruismo, digno de ser enseñado en las escuelas de derecho, José Gerardo Rodolfo —se me hace un nudo en la garganta de la emoción que me produce pronunciar los apelativos de este gran patriota— fue conciliador: desistió de la demanda y aceptó una disculpa pública por parte del salvaje con título que lo atacó. Lo que hizo el presidente del Senado es, por decir lo menos, un acto de heroísmo cívico que debería ser grabado —con letras de oro— en los anales de la historia legislativa de nuestro país. Pocas veces hemos sido testigos de tal despliegue de estoicismo y entereza frente a la adversidad. Qué afortunados y afortunadas somos.
Y es que no cualquiera tiene la templanza de un estadista de altas miras para soportar que un ciudadano —de esos que creen que pagar impuestos les da derecho a opinar— lo increpe en un salón de élite, reservado solo para los personajes más preclaros que han alcanzado la cúspide. No hay que perder de vista que el abogado en cuestión, en un arrebato de barbarie, tuvo la osadía de expropiarle el teléfono al senador, se atrevió a empujarlo y, por si fuera poco, vociferó a todo pulmón una serie de improperios que, sin duda, pusieron en riesgo la estabilidad de nuestras instituciones democráticas y, en última instancia, del país entero.
Porque, seamos contundentes: cuando se insulta a Noroña, se insulta a la patria.
Que no se nos olvide. Que este suceso quede plasmado para siempre en nuestra memoria colectiva como un recordatorio de la fragilidad de una democracia como la nuestra y, por ende, de la necesidad de proteger a nuestros líderes a costa de lo que sea. Así que celebremos la templanza y la parsimonia del senador. Reconozcamos su humanismo. Subrayemos su capacidad para elevarse por encima de la mezquindad y del agravio. Agradezcamos su misericordia. Y aprendamos la lección: en este país a la clase política no se le toca ni con el pétalo de una rosa.
Sea, pues.



Es sarcasmo esto…verdad?
Así es 😉