El Ojo y la Nube
Esta es la primera de una serie de columnas donde nuestro experto en cine explora, en el marco del mes patrio, qué es el cine mexicano.
Por Adrián González Camargo / @adriangonzalezcamargo (IG)
1. Clasificaciones
En una clase de análisis cinematográfico, muestro un cortometraje y una vez que termina, pregunto a mis alumn@s: ¿qué acabamos de ver? La mayoría responde con lo primero que viene a la mente: un cortometraje. Luego, alguien más menciona que un cortometraje de animación. Así, una que otro se aventura a intentar interpretar lo que vimos. Hasta este momento todo está bien. Lo complicado empieza cuando queremos taxonomizar, hacer clasificaciones. ¿Cómo hacemos esa categorización? Por género, por duración, por estilo, por sistema de producción, etc.
Tal vez la taxonomización no es tan correcta o precisa como si fuera biología. No podemos (aún) comparar una especie con un tipo de película, un género tal vez sí pero no podríamos (¿o sí?) reunir distintos géneros para hacer una familia y luego unir varias familias para crear un orden y después una clase, para después conjuntarlos en filo o división y así crear reinos. ¿Dónde, entonces pregunto, entra el cine independiente? No sabemos o no es tan fácil su clasificación. ¿Dónde, pregunto después, entra el cine mexicano? Parece, en principio, que aquí es más fácil. Tal vez entraría en un reino. La siguiente parte de la clase es ir a una función a una sala de cine. Viaje de campo. Y cuando nos vamos, como si fuéramos estudiantes de biología cinematográfica, al campo a explorar y observar, es decir, a la cartelera cinematográfica, encontramos que las películas mexicanas, que distinguimos fácilmente porque hay actrices y actores mexicanos, porque cuentan historias filmadas en México, porque están habladas en español, estas películas están compartiendo cartelera con otras en su mayoría estadounidenses y tal vez alguna europea, asiática o de otro lugar del mundo. Entonces, podemos saber fácilmente que el cine mexicano es mexicano, aunque cuando utilizamos el microscopio, podemos ver que el cine mexicano no es todo igual.
Así, cuando llegamos a este complejo comercial donde hay una sala de cine, encontraremos alguna película de terror estadounidense, otra australiana, algún drama estadounidense, otra “de superhéroes”, una comedia regurgitada de un éxito comercial de hacer años. Si vamos a un complejo cinematográfico cultural, ya sea independiente o auspiciado por una institución estatal, podremos encontrar en la mayor parte del año una oferta de películas que serán presentadas: a) como parte de la oferta cinematográfica, b) como parte de un ciclo “de cine mexicano”, c) como parte de la selección de un festival.
¿Y las películas mexicanas? ¿Dónde las vemos? ¿Son todas iguales? El cine mexicano comercial (llamémosle así por ahora); es decir, ese que desde su concepción tiene el único propósito de venderse como un producto narrativo que encuentre su supervivencia y posible ganancia por la venta de boletos, ha encontrado su espacio en la oferta de estas vitrinas. El otro cine, que nacerá con una necesidad de primero llegar a circuitos de validación artística, que son los festivales de cine, no tendrá esa primera necesidad. Y esto porque la política cultural en México, en un buen número de películas, lo ha permitido. Sin embargo, la misma política cultura se ha alejado de una objetivo que debería ser claro desde el inicio: cómo generar un interés en el público, sin buscar ideas creativas chauvinistas. Enorme reto creativo, incluso de marketing. Pero no imposible. Y de largo aliento.
Hay películas mexicanas que dan mucha vergüenza. Otras que provocan alegría. Muchas tristeza. Muy pocas causan miedo. Encontrar géneros será un gran reto para el cine comercial, que ha ido abriéndose paso a codazos con comedias y terror. Este otro cine, el que se concibe “de arte” o “de festivales”, sigue relegado a espacios exclusivos.
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Números y festivales
Hace unos días se anunció que una película mexicana, En el camino (inevitable guiño lingüístico a la novela de Corman McCarthy) había ganado un premio importante en el Festival de Cine de Venecia. Por cierto, el festival más longevo del mundo. El cine mexicano ha tenido una tradición de necesidad de ser validado por festivales de cine. Ejemplos hay muchos, desde la poca repercusión mediática que en su momento tuvo Amores Perros en Cannes pero que el equipo de producción y marketing supo explotar para llevar el filme a ser nominado los premios de la Academia Estadounidense de Artes y Ciencias Cinematográficas.
El más icónico, creo, es el de Luis Buñuel y Los olvidados. El mismo Buñuel en su libro Mi último suspiro, comentó cómo tanto público en general como algunas personas que habían estado en funciones privadas lo habían criticado duramente. Sin embargo, después de recibir un espaldarazo de Octavio Paz y de Festival de Cine de Cannes, Buñuel en sus propias palabras dijo “Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses”.
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Apreciaciones “malinchistas”.
Aunque parezca gastada la fórmula, sigue siendo común y vigente escuchar en voces viejas, maduras e incluso jóvenes, frases como “el cine mexicano es chafa”, “de baja calidad”, “puro narco y encueradas”. Ya sea una falacia de composición o recurso que utiliza un consumidor para justificarse pobremente, lo cierto es que en los complejos cinematográficos mexicanos el mayor porcentaje de la oferta viene de Hollywood, otro pequeño porcentaje de Europa, Asia u Oceanía, otro menor de México y América Latina y casi nunca de África. ¿Cómo podríamos comprender esto? Varios fenómenos (que no podremos abarcar al menos en esta entrega, pero sí en posteriores) van relacionados con la ausencia o no del cine mexicano.
En primer lugar, la oferta y demanda. El cine mexicano, a diferencia de Canadá, no fue excluido del famoso Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Esto significó que el cine entraba en esos caudales violentos de libre comercio entre los países. Eso significó también, que el cine mexicano no estaba protegido ante la monstruosa maquinaria de entretenimiento que ya era Hollywood. Y que (perdón por la analogía chafa), se ponía a David frente a Goliat. Sin las piedras y la honda. El cine mexicano fue enviado a competir libremente, sin ninguna fuerza, sin ningún respaldo, sin apoyo de nadie.
Aunado a esto, los cineastas que se fueron formando por instituciones estatales, difícilmente eran educados para crear productos comerciales que pudieran competir contra esa maquinaria goliatiana. Ni siquiera lo pensaban. Se inspiraban en fuentes europeas, como el neorrealismo italiano o la nueva ola alemana. Pensar en el público masivo no era opción. Y durante años, el cine mexicano se fue dividiendo: por un lado, el cine mexicano comercial, que la gran televisora de México supo capitalizar. Y el cine mexicano de festivales (o de arte o independiente o “de autor” o como le quieran llamar) que buscaba solo ser creado desde por y para el estado, como productos culturales y no como productos comerciales.
Esto, bajo una idea estigmatizada de la fórmula “comercial = perverso”, permeó durante años a realizadores cinematográficos. El resultado fue que el cine mexicano, es decir, el cine hecho en México fue encontrando esas rutas, nichos, clasificaciones. Y tal vez gracias a estas clasificaciones, hemos aprendido a distinguirlas entre una marea de cine de Hollywood y poco a poco han vuelto a tener público; pero también gracias a estas clasificaciones, seguimos relegando un buen porcentaje del cine mexicano a espacios que no hacen posible una vida comercial sana, más allá del círculo artístico de validación. Y es que, en muchas ocasiones, envolvemos de la misma forma a una amplia diversidad de películas que solo y no solo tienen en común el hecho de ser mexicanas.
Continuará…


