La calle del Turco
Por Édgar Velasco / @Turcoviejo
«En el principio era el Verbo» es una frase que me gusta mucho. Con ella abre la versión del evangelio que se atribuye a Juan, el apóstol, aunque es difícil creer que la haya escrito. Se sabe que los evangelios como los conocemos son el remanente de historias que pasaron de boca en boca en las diferentes comunidades cristianas. Algo así como lo que dicen ellos que les dijeron que decía Juan que dijo Jesús de Nazareth, hasta que decidieron ponerlo por escrito. Pero ese es tema de una discusión que no me interesa: yo en realidad me asomo a los textos bíblicos no porque sea un creyente, sino por la literatura que los habita. Y, en el caso de la línea que abre este texto, me gusta mucho pensar que en el principio de todo estuvo la palabra.
Me quedé pensando en la palabra —mejor dicho, en las palabras— y en los usos que le damos, pensando en la lengua, pues, después de asistir a una charla de Adrián Chávez. Para quienes no lo conozcan, es un traductor literario, escritor y lingüista que devino en creador de contenido en redes sociales, desde donde hace un interesante y muy atractivo trabajo de divulgación lingüística. Yo lo descubrí hace un tiempo en Instagram, aunque en realidad comenzó a hacer este trabajo en su cuenta de Tik Tok. Y me quedé pensando en las palabras, en los usos que les damos, por un par de frases que dijo durante la charla: “Es feo que la única relación afectiva que tenemos con la lengua sea desde la irritación y la preocupación” y “(debemos) sanar nuestra relación con la lengua, buscar otras maneras de habitarla”.
Desde hace ya algunos años me dedico a trabajar con los palabras. He trabajado como corrector de estilo, como reportero, como editor, siempre en medios impresos. Tuve mi etapa purista: esto no se escríbe así, esa palabra no existe porque no está en el diccionario, las nuevas generaciones están acabando con el español. Fui, usando los términos que usa Adrián Chávez y que desarrolló en su conferencia del otro día, un normativista con normativitis. Luego, las experiencias, las lecturas, las conversaciones me fueron derrumbando los prejuicios y dejé que la curiosidad me fuera abriendo la cabeza.
Siempre he creído en el poder que tiene la palabra. Antes se ofrecía como garantía: “Te doy mi palabra”, decían las personas. Cuando se hablan o se escriben, crean mundos, describen realidades, configuran cosmovisiones. Pero todo lo maravilloso que se puede hacer con las palabras, también puede hacerse en el sentido opuesto: con las palabras también se discrimina, se borra, se perpetúan las desigualdades, se ahondan los prejuicios. Buena parte de la “preocupación” que expresan muchas personas porque se está “empobreciendo” el español tiene que ver más con su negación para aceptar los cambios sociales que con un interés por cuidar la lengua. Porque, para empezar, la lengua no se cuida: se usa. O, como dice Chávez, se habita. Y, como cualquier otra cosa que usamos y habitamos, cuando no nos funciona o no nos sirve para lo que necesitamos, entonces lo adaptamos para poder usarlo y habitarlo.
Tomemos, por ejemplo, lo que ocurre con el lenguaje igualitario —hace años escribí acá por qué prefiero llamarlo igualitario y no “incluyente”—, más específicamente con el uso de la letra e para dejar de usar el masculino genérico. Creo que a muches de les detractores de su uso no les molesta como tal que alguien escriba o diga todes o compañeres o amigues. En realidad lo que les molesta es la existencia de las disidencias que no se identifican con un género o con otro y que exigen ser nombradas en sus términos; les molesta que las mujeres exijan ser nombradas en su género —presidenta, jueza, testiga—, pero ambas cosas les molestan, creo, no porque estas personas estén preocupadas por la muerte del “español correcto”, sino porque estas nuevas realidades les cuestionan y les confrontan sobre lo que consideran que es una “vida correcta”. Pero es más fácil decir que así no se escribe.
Lo mismo ocurre con el uso de la palabra dijistes —y similares—. Ya en su cuenta Adrián Chávez había publicado un video y volvió a usar el ejemplo en la conferencia. Coincido con lo que ha mencionado el escritor y traductor en su contenido y en la conferencia: hay que llevar la reflexión más allá de señalar “está mal dicho” o “así no se dice” y cuestionarnos qué estereotipos estamos perpetuando cuando juzgamos a las personas por hacerlo.
Lo mismo aplica para los usos de la lengua en las canciones, en el habla contidiana de los jóvenes, en la forma en que se expresan en las redes sociales y en los mensajes de texto. Los que vamos acumulando años, que envejecemos, pues, cada vez gritamos más fuerte: “¡Están empobreciendo el español!”. En su conferencia, Adrián Chávez señaló que hay evidencia de que entre los sumerios había “quejas de cómo escribían los jóvenes. Es un medio perene, que pasa de generación en generación, pero lo cierto es que el español goza de perfecta salud”.
Creo que entonces, antes de ponernos puristas e intentar agarrar a diccionarazos a las personas por cómo hablan y por cómo escriben, bien valdría la pena hacer un alto y preguntarnos: ¿por qué me molesta? Quizás, y sólo quizá, de este modo podremos ir cambiando las palabras y, al hacerlo, construir otros mundos. Como en el principio.


