La sororidad a través del llanto

Columna invitada #8M

Por Alma Varela / @soulecito

Dice la causa “provida” que todos tenemos derecho a vivir. pienso que tiene razón, aunque me pregunto cuál es el afán de dar vida. ¿Cuántos de nosotros responderíamos que sí queremos ese derecho, después de haber estado acá por un tiempo? ¿Cómo concluimos que acceder a la vida es mejor que no estar? A mí me concedieron ese derecho. Si hago un recuento, puedo decir que mi vida no ha sido mala. Pero, aunque he sido feliz varias veces a lo largo de mis años, creo que estoy más bien resignada a la propia vida. Mi vida es significativamente mejor que la de muchas personas y, aun así, creo que nada de lo que compone la realidad justifica la determinación de procrear un nuevo ser, mucho menos si se es consciente de que las circunstancias en las que llegará serán la mayor parte del tiempo adversas. El mundo es, al contrario de lo que queremos ver, un sitio hostil donde la única certeza es la muerte, el regreso a la nada de la que nos sacaron… al menos eso creo.

Pienso en mi madre. Su familia era muy pobre, por eso fue a vivir con un tío materno que pudo darle educación básica y, a regañadientes, le permitió comenzar la preparatoria. Sin embargo, vivir bajo la tutela de un hombre concentrado en el trabajo, la supervivencia diaria y con su esposa, una buena mujer, pero severa y conservadora, no era fácil. Lucero, mi madre, encontró en Arturo, mi padre, no solo el amor, sino también la alternativa para iniciar una vida aparte y quizá en mejores condiciones; se casó a los 18 con un hombre bueno pero que también tenía su historia.

Muy pronto llegaron los hijos, diez meses después para ser exactos. Mis padres tenían 19 años cuando recibieron a mi hermano mayor, 3 años más tarde nació el segundo, ambos varones. La vida en aquellos días no era fácil. La rutina de mi madre estaba determinada no solo por la estrechez económica, sino también por los cambios de humor de mi abuela paterna, en cuya casa vivían, y la renuencia de mi padre a conseguir un espacio propio. A los 24 años y en aquel contexto, lo último que mi madre quería era volver a embarazarse; sin embargo, pasó. Y fue la peor noticia que pudo recibir.

Lucero nunca pensó en el aborto, pero deseaba no estar embarazada, no quería traer otro bebé a una vida inestable y precaria como la que la rodeaba; la única certeza que tenía para aquella persona en ciernes era la tristeza. La desazón de mi madre era tal que los primeros meses de embarazo fueron horribles: su cuerpo actuaba en función de sus preocupaciones y rechazaba al bebé que seguía creciendo. Finalmente, un día Lucero pensó que su bebé no tenía la culpa de la miseria y decidió sobreponerse. Desde ese momento decretó que querría mucho a esa persona, y así lo hizo durante todos los años que siguieron. Su embarazo llegó a término la tarde de un jueves de octubre. Ese día nací yo, su primera y única hija. Después del parto, mi madre pidió enfáticamente que le cortaran las trompas. El médico lo hizo, no sin antes intentar persuadirla, pues era una mujer muy joven que bien podía tener más hijos. Lucero amaba a sus tres hijos y, porque sabía que la vida se miraba a futuro incierta y amarga, estaba segura de que no deseaba tener más.

Cuenta mi mamá que mis primeros meses los pasé llorando. Lloraba de día y de noche, de tarde y de mañana, no había forma de hacerme callar. Mi madre se explicaba aquello pensando que yo podía recordar los días en que ella no deseaba el embarazo, y que llorar era mi forma de reprocharle su rechazo, o de manifestar mi tristeza porque hubo un tiempo en que no me quiso.

Lucero sentía culpa, la culpa inculcada a las mujeres y madres que se atreven a pensar o sentir que no quieren a sus hijos, como si desear la inexistencia no pudiera ser en algún modo también un acto de amor. Todavía hoy mi madre llora al recordar que hubo un periodo en el que rechazó a su hija. Yo solo puedo pensar que ojalá hubiera habido alguien que le dijera que tenía derecho a no desear, a no querer, incluso que podía abortar.

En los meses recientes, en medio de las discusiones en torno al aborto que se sostienen en México, en Argentina, en Latinoamérica, he tenido muy presente este episodio en la vida de mi madre. Yo fui una bebé no planeada, fui una bebé no deseada, lo sé porque mi madre me lo confió como una forma de hacerme saber que la vida se convierte en un problema, en un dilema que debe tener opciones de resolución, y necesitamos pensarla más allá del romanticismo: ser más conscientes de la realidad que impera y urge.

Mis primeras memorias comienzan alrededor de mis tres años. No tengo ni un solo recuerdo consciente de lo que pasaba en el vientre de mi madre, ni de los llantos de mis primeros meses de vida. No creo que exista nadie en el mundo que me quiera más que mi mamá, nadie que haya hecho más por mí que ella y, sin embargo, no soy especial.

Quiero decir que mi madre llevó a término un embarazo que en otras circunstancias, en un presente más cercano a éste, habría podido interrumpir, y esa interrupción habría estado bien, era su derecho; porque sé que mi existencia no hace ninguna diferencia ni en el mundo, ni en el universo, y mi madre era una mujer a cargo ya de dos niños y de ella misma, una mujer que bien merecía tener alguna alternativa.

Soy testigo de que la vida tiene mucho de disfrutable, amo a mi madre, a mi familia, a mis amigos, a mi esposo… Pero no soy especial, y la vida tampoco lo es, mucho menos cuando las condiciones de la realidad garantizan la carencia, la tristeza, la discriminación o la violencia.

Tras la educación que recibí de mi madre, decidí que no quiero tener hijos, aprendí que la maternidad es una opción, pero solo lo es si se entiende como tal, con las condiciones para que pensemos en ella sin el halo romántico de ser mamá. Desafortunadamente, no todas las mujeres reciben la educación para saberlo, para contar con un espacio propio donde pensarlo. Muchas de ellas, al igual que mi madre, sufren la pobreza, la angustia, la soledad, la culpa, el dolor y la impotencia de no poder decidir sobre sus cuerpos y sus vidas. En ese escenario, abrazan resignadamente una nueva vida, que a su vez repite el mismo esquema.

No, no quiero abortar, pero quiero saber que yo y cualquier mujer podemos hacerlo, porque sé que estando ahí, en el vientre, tal vez tengamos un corazón que late, pero conciencia de nosotres mismes, puedo jurar que no.

Debo decir que mi madre no se equivocó: nuestras vidas no fueron fáciles, ella y yo vivimos la peor parte de su divorcio, de la desintegración familiar, de la violencia y de la crisis económica. Si se lo preguntan, mi madre dirá que fui fundamental para nuestra supervivencia, fui su sostén y compañía y, sin embargo, qué tristeza que hayamos tenido que vivir lo que resulta de las atribuciones que la socialización del género determina para las mujeres.

Ahora, cuando trato de imaginarme esos primeros meses de mi vida, en que lloraba incansablemente, pienso que, si se trata de buscar explicaciones con base en la visión del mundo que nos ha influido, prefiero construir una fantasía donde la razón de mi llanto no era el rechazo de mi madre durante la gestación, sino una forma de ser empática con ella, de concederle razón a su temor. Tal vez ese llanto haya sido mi primer gesto de sororidad.

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Somos un proyecto de periodismo documental y de investigación cuyo epicentro se encuentra en Guadalajara, Jalisco.

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