El eterno, el hondureño y el mexicano

Crónicas Semana i

Por Paola García, estudiante del Tecnológico de Monterrey, Campus Guadalajara.

Voy caminando y encuentro un muerto en medio de un baldío con policías a su alrededor. 500 metros más adelante está la Casa del Migrante, a donde me dirijo. Si eso que llaman Dios existe, yo no creo que se asome por acá. Llego al refugio y me doy cuenta de que un hombre hondureño no piensa igual que yo: El lugar está lleno de imágenes religiosas y nos recibe hablando de Dios. Él sí sigue buscando esperanza en México, cruzando la frontera con Guatemala llegando a Tapachula, donde empieza su camino para encontrarnos. No piensa igual que yo.

Bien dice Roger Bartra que México está hecho de muchos Méxicos, y al hondureño le ha tocado vivir varios de ellos, pero se queda con el México que tiene al mexicano amable, hospitalario, amigable y desinteresado. 

El mexicano decoró la Casa del Migrante con banderas de El Salvador, Guatemala, República Dominicana, Honduras… “Bienvenidos a casa”, “Talleres de los martes”, “Clases de inglés”; letreros hechos con papel barato y plumones de colores tratan de darle la bienvenida al migrante. 

El hondureño que viene de Tenosique nos ve con curiosidad y nos sentamos en la sala del refugio. Entonces empieza a contar su calvario.

– En Honduras la gente ha enloquecido–, toma un tono más apocalíptico y alega que hay muchos desastres porque no estamos “amándonos unos a los otros” como dice la Biblia. 

Agradece a Dios por no llevar zapatos nuevos porque así los asaltantes no se fijan en él y dice que le tocó suerte que un camionero le diera “ride” a Guatemala, y hasta le invitara algo de comer. Tiene brazos gruesos, tez morena, cabello corto y es bajito. 

Parece que valora la serenidad con la que nos habla después de haber huido de Honduras por la violencia.      

–¿Han visto cómo se agarran cinco niños a una piñata? Así me agarraron a mí.

La inseguridad ha hecho que la gente se haga loca –dice.

Lo regresaron para los países ‘de abajo’ en su primer intento de cruzar cuando una camioneta de migración lo levantó mientras se comía una paleta de coco. Parece que se acuerda del sabor nada más porque no coincide con lo amargo de la experiencia. 

Ahora hablamos con el hondureño de Luisiana. Es más delgado, tiene bigote y cabello negro con canas, tez morena, ojos llorosos. Vivió en Nueva Orleans 30 años, ya no conoce a nadie en Honduras. Lo deportaron por error porque los de ICE no iban por él, pero pa’ arreglar su desastre que traían le tocó ser el deportado. Desprecio, odio, racismo, hambre. Enumera sus desgracias con los dedos agrietados de las manos. 

– Mochila, dos pantalones, dos camisas, sin un peso y a caminar. No tenemos nada, pero traemos sueños, traemos una meta: Triunfar, llegar a América–, dice refiriéndose a Estados Unidos.

Parece que el resto de países que en realidad son América no valen nada. No para el hondureño. 

Subirse al tren es la única opción para tratar de sacudirse la miseria, pero tantito te equivocas y pierdes las manos, los pies o la vida en ese tren. 

– Si Dios no nos pusiera ángeles en el camino seríamos como una hoja que se la lleva el viento. Quedamos cicatrizados en nuestro interior y tenemos que buscar ayuda con Dios. 

Yo ando negando que exista Dios por la escena que vi en la mañana y el hondureño es terco atribuyéndole su suerte por no perder los dedos en el tren. El hondureño dice que “Él lo trajo a México porque llegó enfermo”, pero el mexicano le trajo un doctor privado que le hizo un chequeo y le dio medicina. El mexicano pagó con su dinero.

Al hondureño se le hace un nudo en la garganta y se le humedecen más los ojos. Hace una pausa para tragarse el sentimiento y dice que se va a quedar en México. Su familia ya no lo quiere en Luisiana. 

En 2019, se cree que pasaron por el país entre 150 mil y 400 mil migrantes centroamericanos.

El mexicano de saco y corbata nos dice que: “papá Gobierno hace lo que está en sus manos para ayudar al migrante”, pero después del recorte de 2 millones de pesos ordenados por la Federación, con los 600 mil pesos anuales destinados al tema de migración en Jalisco apenas alcanza para la nómina. 

Empezamos a escuchar a la hondureña que viene de Chiapas. Salió de su tierra el 20 de agosto. Trae a dos niñas de 8 y 4 años. La hondureña ha visto cómo violan a niñas de 16 años y cómo escapan para seguir buscando suerte, ha visto cómo grupos de 500 migrantes se convierten en grupos de 50 porque “Los Zetas” se los llevan.

Pero con todo, ella y sus niñas han llegado a Guadalajara. Cuando estaba en Tierra Blanca, Veracruz, el mexicano le dio asilo y la hondureña agradece que le prestó su cocina como si fuera de todos. Un coyote le cobró 5 mil dólares, otro dos mil 500 y los garroteros 200 por dejarla quedarse en el tren. También quiere quedarse donde el mexicano. 

Al fondo del cuarto hay otro hondureño, no habla ni hace gestos. Ha estado con los brazos cruzados todo el tiempo. Yo pienso que es el más afectado por el trauma porque las arrugas en su rostro delatan todo menos marcas de sonrisa.

Me equivoqué porque tan pronto le dan la palabra, empieza a celebrar la sencillez de persona que tiene el mexicano, agradeciendo por el vaso de agua que le ofrecen en el camino.

Habla con mímica, levantando las manos y simulando caminatas con los dedos de las manos mientras nos platica de cómo llegó a Jalisco. Hace bromas de “Lady frijoles” y defiende que en Honduras también se comen frijoles, disculpando al resto de sus hermanos por la prepotencia aparente de una.

El hondureño le da crédito a Dios por poner al mexicano en su camino. Creo que no se ha dado cuenta de que no existe tal Dios, sino sólo la voluntad del mexicano que aprendió a rascarse con sus propias uñas y entonces ayuda como puede al hermano latinoamericano. 

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Crónicas realizadas durante la Semana i del Tecnológico de Monterrey, Campus Guadalajara, en el taller de Crónica coordinado por Anna Lozano y Diego Zavala.

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Somos un proyecto de periodismo documental y de investigación cuyo epicentro se encuentra en Guadalajara, Jalisco.

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