Una cicatriz en la memoria

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Foto portada: José Hernández-Claire

Pasaban la diez de la mañana cuando escuché el estruendo. Era 1992, tenía doce años y estaba en casa con mis hermanes bajo la custodia de mi abuela. Mi madre se había ido al gimnasio y mi padre estaba en el turno de la mañana en la Euzkadi, la llantera que estaba por El Salto. Mi abuela y yo salimos a la puerta para ver qué había pasado. 

Vimos una cortina de algo que pensamos que era humo y que luego supimos que era polvo. “A lo mejor chocaron dos camiones con tierra”, especuló mi abuela, o al menos la memoria me dice que eso fue lo que dijo. De pronto la vimos venir: una muchedumbre subía por Río Mascota, aterrada. Caminaban con rumbo al templo de la colonia, balbuceando cosas sobre una explosión. No lograron su objetivo: al ver la cantidad de gente el sacristán ordenó cerrar las puertas.  “A mí no me cuentan”, dijo doña Mary, la vecina, que ya era una adulta mayor y aun así se arrancó contracorriente para ir a ver de primera mano qué había pasado. Mi abuela, más prudente, nos metió de regreso a la casa, de donde terminamos saliendo cuando comenzaron a pasar ordenando la evacuación de la zona. “Vamos a esperar a su mamá”, me dijo mi abuela. 

Mientras veíamos a la gente huir de la colonia a pie o en auto o en camionetas o en lo fuera posible, mi madre hacía todo lo posible por llegar hasta la casa. Venía desde la avenida Revolución y se atoró en el viejo Atlas Paradero porque ya no la dejaban pasar a la que ya era denominada “zona de desastre”. En ese entonces no había Facebook ni Twitter, vaya, no había ni celulares, así que nadie sabía muy bien de qué desastre estábamos hablando. Lo único cierto es que no había luz, no había teléfonos y habían dado la orden prioritaria de cerrar las llaves del gas. No recuerdo qué hora era cuando por fin vi aparecer a mi mamá, que había conseguido que la dejaran pasar. 

Tampoco recuerdo si preparamos maleta o si nos fuimos así nomás, sólo sé que mi madre consiguió que un vecino nos diera raid a la casa de una de mis tías que vivía en Tlaquepaque. Todo el día estuvimos sin noticia de mi padre, y él sin noticia de nosotros. Fue en la casa de mi tía que comenzamos a ver las primeras imágenes: las calles abiertas, la gente enterregada, las casas destruidas, los autos sobre las azoteas. 

Deberían de ser como las seis o siete de la tarde cuando mi padre por fin nos encontró en casa de mi tía. Primero había tenido que hacer mil y un peripecias para llegar de El Salto al Álamo, luego para acercarse a la colonia porque la ruta ordinaria, la de que pasaba por González Gallo, era inaccesible porque había explotado. Ya en la colonia alguien le dijo dónde estábamos y tuvo que hacer el camino de regreso. Una vez reunidos, fuimos a la casa por algunas cosas. “Yo aquí me quedo”, dijo doña Juanita, la otra vecina, que había decidido desobedecer la orden de evacuación impuesta en la colonia. Nosotros nos fuimos con otra tía a dormir a El Salto. 

Regresamos al día siguiente y todavía puedo tengo presente en la memoria, disculpen el oxímoron, el estridente silencio que imperaba en las calles. En las noticias —mi padre siempre ha escuchado Radio Metrópoli— fuimos siguiendo la noticia: la ruta de las explosiones, la visita del presidente y su berrinche, seguramente actuado, porque un palero traía un logo del PRI, las primeras promesas de investigaciones, la rabia de la sociedad porque había prisa por meter las máquinas excavadoras, aun cuando esto suponía dar por muertos a personas que, quizá y sólo quizá, seguían vivas. Para el sábado, unos amigos de un grupo parroquial fuimos a la zona de Gante a llevar agua a los voluntarios y rescatistas. Caminamos por lo que había sido la calle Gante. Sólo recuerdo la soledad y la tierra. Mucha tierra.

El colegio donde había estudiado desde el kínder no pudo reabrir: la explosión le había pasado rozando. Aunque no se vino abajo, sí tuvo daños que requirieron refuerzos. Terminamos el curso escolar en casas particulares. A los de mi grupo nos tocó en la casa de Pancho, a un lado del Atlas Paradero. El que sí perdió su casa fue Nelson, a quien no volví a ver nunca más. Supe que había salvado la vida porque estaba vacacionando fuera de la ciudad.

La colonia fue recuperando su ritmo, pero las cosas nunca fueron iguales. Durante muchos meses tuvimos que cruzar el canal a cielo abierto que había quedado en las calles Río Tizapán y Río Álamo. Recuerdo la pestilencia de los días calurosos. Mucho tiempo se habló de las parejas que habían salido encueradas del motel que había en la colonia, cuya mitad se vino abajo porque la explosión le pasó por fuera y le tiró una buena parte. 

Han pasado 29 años y todavía recuerdo el 22 de abril de 1992 como si acabara de pasar. Y eso que fui afortunado: nos salvamos por una caprichosa vuelta del colector. Mi casa quedó a tres cuadras de una explosión por un lado y a otras tres cuadras por el otro. No perdí familiares ni amigos. Evidentemente no fui uno de los 225 muertos reconocidos oficialmente, una cifra engañosa debido a que no hubo un buen trabajo de búsqueda de cuerpos. Tampoco fui uno de los cientos de personas que sobrevivieron y que aun ahora arrastran secuelas físicas, discapacidades que trastocaron para siempre su forma de vivir. Mi familia no formó parte de las miles que perdieron su patrimonio una calurosa mañana de abril.

Y aun así, algo pasó ese día que me cambió, y me atrevo a decir que nos cambió a prácticamente todos los que vimos de cerca las explosiones. La ciudad no fue la misma desde entonces. El PRI gobernaba y en buena parte las explosiones propiciaron su debacle. El PAN prometió justicia y ganó las elecciones y gobernó, pero no cumplió. Se le olvidaron la justicia y los damnificados. Luego a todos se nos olvidó lo que era el PRI, tanto que volvieron a gobernar sin necesidad de ofrecer justicia. 

La huella que dejaron las explosiones del 22 de abril todavía se puede rastrear en las calles. El concreto deja en evidencia la ruta por donde pasó la desgracia. Es una cicatriz a ras de piso. Aunque poco a poco se fueron repoblando, las calles que se destruyeron ese día quedaron sin alma, o acaso se comieron a demasiadas almas de un solo bocado y por eso es pesado caminar por ellas.

29 años después los damnificados ya no sólo luchan contra la negligencia, la corrupción, la indolencia y la apatía de los gobiernos, sino que ahora también tienen que luchar contra la falta de memoria, contra el olvido. Sin embargo, muchos tenemos esa cicatriz en la memoria.

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La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

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