Los mil rostros de los padecimientos en la salud: invisibilidades durante la niñez 

Maroma

Por Cristina Chávez, Escritora invitada de Maroma: Observatorio de niñez y juventud

No soy experta en áreas médicas ni cuestiones similares. Escribo estas líneas desde el ejercicio materno y las experiencias de una menor de edad que vive con una condición médica crónica, lo cual ha detonado serios cuestionamientos de la dinámica social para los niños enfermos.

La esclerosis múltiple (EM) es el diagnóstico clínico que padece mi hija. Según organizaciones internacionales para el estudio de dicho padecimiento, ésta afecta a menos del 1% de la población de nuestro país. Por tanto, es poco probable que hayan escuchado de la misma, lo que ilumina una fracción de la situación que atraviesan los enfermos. 

Para generar un acercamiento común a la problemática que abordaré en el texto, trataré de explicar qué es la EM en términos sencillos. La EM es considerada una enfermedad crónico-degenerativa, lo cual implica que no tiene cura y que su padecimiento deteriora la salud y la calidad de vida del portador con el paso de los años. La EM daña el cerebro y la médula espinal, lo que provoca una “desconexión” progresiva entre el cerebro con el resto del cuerpo. La detección oportuna es fundamental para mejorar la calidad de vida.

Sin embargo, la EM es engañosa. Uno de los problemas más grandes para detectarla es su evolución: los daños en los nervios y zonas cerebrales, así como la magnitud o la edad en la que se manifiesta son distintos en cada paciente. Hay quienes presentan síntomas simultáneos y otros, malestares aislados. Señales como fatiga, depresión y cosquilleo en extremidades pueden ser atribuidos fácilmente a otras causas, ya que su sintomatología puede presentarse intermitentemente. Esto implica que no siempre se considera la existencia de un padecimiento grave por parte del doliente o sus familiares. Otras veces, síntomas característicos como la pérdida de la visión, pérdida del equilibrio y entumecimiento en el cuerpo permiten la identificación inmediata del padecimiento

Por lo anterior, a la EM también se le conoce como “la enfermedad de los mil rostros” y ha llevado a los médicos a hablar de esclerosis múltiples (con s), por la diversidad de sintomatologías y tratamientos entre los portadores diagnosticados.

Este panorama clínico facilita que sea una enfermedad invisible. A ello se suman problemáticas sociales y culturales que invisibilizan a las infancias que padecen enfermedades crónicas y enfermedades autoinmunes, las cuales requieren todo el esfuerzo y cuidados para disminuir o amortiguar los daños a su estado de salud. Considerando esto, propongo un ejercicio que será útil para dimensionar el problema que atraviesan estos niños y adolescentes. Imaginemos una bola una bola de nieve. En su núcleo se encuentra el factor clínico. A ello va sumándose más nieve desde los contextos sociales de los menores.

La mayoría de las personas con EM son diagnosticadas después de los 20 años de edad. Por eso, los casos reportados en niños son más escasos que las cifras de los adultos; siendo acorde el aforismo médico: “la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia”.

Es decir, lo que no se registra, no significa que no exista. Dichas circunstancias conllevan problemas a largo plazo para sus portadores porque es diagnosticada cuando la enfermedad avanzó a tal grado que hay daños irreversibles. Al mismo tiempo, esto impide obtener información sobre su prevención, pues pasó desapercibida durante las etapas tempranas de su evolución. Además, cuando se diagnostica a una edad más avanzada, la información atravesó un filtro social importante: sus portadores son mayores de edad. Si un adulto manifiesta un síntoma típico como cansancio súbito y constante, tiene más probabilidades de encontrar una respuesta médica que un niño, porque se espera que este último sea saludable y que no se agoten los ánimos que caracterizan a la niñez. Incluso, si presentan desgano para realizar sus actividades cotidianas se les considera apáticos, flojos o maleducados, cuando cabe la posibilidad de que la fatiga o la depresión sean por razones clínicas. 

En otras palabras, el abordaje de la enfermedad acentúa las diferencias de las experiencias de los niños en contraste con los adultos. A esta dinámica social se conoce como adultocentrismo.  Considero pertinente cuestionar el posicionamiento adultocéntrico que está implícito en la sociedad mexicana y muy posiblemente en los protocolos de diagnóstico médico. La minimización de los posicionamientos de los niños ante situaciones que los involucran es justificada con expresiones similares a: “tú que vas a saber, eres un niño”, “sólo los adultos estamos capacitados”, “sólo eres un niño”. Cada una de estas frases deja fuera las intenciones, necesidades e intereses de los niños y adolescentes restándoles su derecho a manifestarse y posicionarse frente al mundo.  

Este problema es palpable e intenso y empeora las situaciones de los menores que atraviesan circunstancias especiales, como las médicas. Puedo afirmarlo a partir de conversaciones con otros enfermos diagnosticados de EM, experiencias compartidas por redes sociales y por el acompañamiento a mi niña. Como madre, me he enfrentado a diversos retos con los adultos alrededor de mi hija que tomaron actitudes “ciegas y sordas” frente a sus malestares y necesidades.

En su escuela no logramos que comprendieran la contraindicación de participar en deportes como el futbol o el basquetbol; que, curiosamente, eran los ejercicios que el director, su maestro de grado y el maestro de deportes le exigían realizar, en lugar de los aeróbicos que son los recomendados. A ellos, poco les importó el diagnóstico médico de la enfermedad que padecía mi hija y en ocasiones, para rematarla, la exponían frente al grupo con calificativos como “respondona” o “mal ejemplo para sus compañeros”. 

Cada mes, más o menos, me citaban en la escuela para estar aclarando continuamente la situación de mi hija: la interminable insistencia en demostrar su padecimiento, en mostrar que mi hija estaba enferma y no podía movilizarse al ritmo de sus compañeros.

Me molesta la apatía que los docentes tienen porque ellos son responsables de la integridad física y mental de todos los niños al interior de la institución escolar, conforme lo señalan el artículo 3 de la Constitución Mexicana y la Ley General de Educación. Considero que los acompañantes de la infancia no siempre están preparados pedagógicamente para formar a estudiantes con otros estados del cuerpo y de la salud, cuestiones que requieren atenciones específicas para el curso de la vida escolar. Tanto para mi hija, como para madres y enfermos de EM, hablar de la falta de integración en las actividades escolares fue un área destacada por entorpecer su desarrollo académico y emocional. 

En el entorno familiar, la actitud adulta se repite. Además de los cuidados físicos y los desafíos para dar movilidad o mejorar la agilidad de pensamiento, las personas con EM deben mantener una dieta estricta. Si bien, la responsabilidad de su tratamiento médico recae en los tutores legales, la familia extensa juega un papel determinante en el acompañamiento del menor. En nuestro caso, nuestros conflictos han sido debidos al descuido o la insistencia por parte de algunos miembros familiares en ofrecer alimentos procesados, pasados por aceites y/o con altas concentraciones de azúcares. Cuando mi hija se negaba o explicaba su impedimento, así como los daños que esos alimentos causan a su cuerpo, ellos comían frente a ella exaltando la satisfacción en su consumo para, momento después, volver a insistir. 

Con estos ejemplos expongo que un diagnóstico médico empeora o mejora a partir del acompañamiento que hacen los adultos hacia niños, adolescentes y jóvenes. Las dificultades de dicha situación radican en que:

1) Los adultos ejercemos poder sobre las infancias por el hecho de ser mayores (gerontocracia u obediencia a los mayores). Necesitamos mirar, reconocer el adultocentrismo como un problema.

2) En los casos de vínculos afectivos de adultos con menores, más si pertenecen a su familia, es seguro que cualquier desplante, ataque, burla o comentario que realicen influya en su autoestima.

3) Las infancias y juventudes también confían en que los “adultos” tenemos un poco más de experiencia en el mundo y debemos comprender mejor lo que implica para ellos su enfermedad.

4) Al mismo tiempo, los adultos somos los ejemplos de la responsabilidad y el cuidado de las niñeces. Más cuando estamos a cargo de ellos, ya sea en el trabajo, en nuestra la familia y con otras familias con quienes establecemos amistad. 

Después de relatar lo anterior, me pregunto sobre el proceso de diagnóstico de las EM, más allá de la experiencia de acompañamiento con mi hija y mi familia: ¿cómo es la escucha de los profesionales de la salud ante los padecimientos que parecen tan normales como la flojera, la apatía, el mal humor y la depresión? ¿médicos y psicólogos podrán ver que no siempre tienen que ver con cuestiones de salud mental? porque en ocasiones son signos de enfermedades sistémicas como en las EM. Sería grandioso que existan foros o espacios para la difusión de enfermedades con mil rostros: que se hable de ellas por doquier y se visibilicen experiencias de padecimientos.

En ese sentido, sería posible que aquellos que lleven cuidados y crianzas de las infancias estén atentos a los diagnósticos tempranos; que estemos atentos a ver más allá de los malestares porque pueden traer otros signos de sufrimiento. En nuestro caso, nos costó varias citas médicas y especialidades para tener certeza del padecimiento de mi hija: varios pasos para llegar al área médica adecuada. 

Desde la experiencia reconozco el desconocimiento en los ámbitos educativos, familiares y la dificultad para encontrar atención médica y psicológica acorde. Es imposible no pensar en otros dolientes, que no saben si están enfermos ni porque experimentan malestares físicos, emocionales o ambos. Entre el panorama clínico, el adultocentrismo y la capacidad familiar para sortear los costes económicos de acceso a médicos, estudios y tratamientos, a los niños difícilmente se les reconoce: son invisibles. Como las EM y otras enfermedades autoinmunes son difíciles de identificar con signos externos a diferencia de otras enfermedades, facilita la discriminación de las infancias y su invisibilización en un mundo de aparente normalidad. 

Pienso en cada niño y adolescente que no tiene voz ni voto porque son los adultos quienes ostentan el poder cada en espacio social, decidiendo acorde a lo que ellos como adultos piensan. Así mismo, en los espacios públicos donde participan, los niños son señalados por sus necesidades, victimizados por sus cuidadores o segregados por sus diferencias porque no se han generado las condiciones de inclusión y empatía que generen estrategias de trabajo, cuidado, crianza y pedagogía acordes a las necesidades de ellos como alumnos, deportistas, artistas o simplemente niños. Insisto en que la escuela, como el sitio donde las personas pasamos gran parte de nuestra vida, debería ser abierto a lo múltiple.

Para mi hija y para mi vivir se ha vuelto una lucha por mantener la cordura y la paciencia con la consigna de que existe la pluralidad de la niñez. Deseo que quienes pasan por situaciones similares no se sientan solos. Somos pocos, pero las experiencias compartidas nos unen.

Comparte

Maroma
Maroma
Maroma es un observatorio de la niñez y la juventud. Somos un grupo interdisciplinario de personas involucradas en los sectores académicos, comunitarios, públicos y privados con fines de gestión y bienestar para la niñez y juventud que busca incidir en políticas públicas y movimientos sociales con un enfoque de innovación social.

1 COMENTARIO

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Quizás también te interese leer