Violencias en acto

Todo es lo que parece

Por Igor Israel González Aguirre /@i_gonzaleza

La violencia es cada vez más un componente central para la producción de la vida social en América Latina. Este flagelo se despliega prácticamente por todos los sectores del entramado social y afecta de manera indiscriminada a grandes franjas de la población. Para dimensionar la magnitud de lo que nos acontece, basta asomarse a los modos en que lo violento ha expandido su alcance en lo que va del siglo XXI. Antes, las demostraciones violentas solían estar focalizadas y tenían un fuerte componente político ideológico: en buena medida desaparecía y moría quien pensaba distinto al régimen en turno. En cambio, hoy lo violento ha adquirido otra textura. Hoy se desaparece y se mata a cualquiera. Y no sólo eso. Se hace de la muerte un espectáculo. No basta con arrancarle la vida a alguien. Se precisa además que la mano mortífera haga una exhibición estridente del acontecimiento. Lo violento se exhibe y se normaliza hasta  invisibilizarlo. Para contrarrestar este proceso es necesario hurgar constantemente —y por la vía de la memoria— en esta dolorosa llaga. 

En este sentido, no es descabellado afirmar que es esta región del mundo, la nuestra, en donde desde hace un par de décadas ha tenido lugar la mayor cantidad de homicidios intencionales a escala global (46 % del total mundial, según los datos correspondientes al 2018). Exacto: casi la mitad de los asesinatos ocurridos en todo el orbe se llevan a cabo en nuestro continente. Aunque es preciso reconocer que lo anterior se concentra sobre todo en algunos países.

Esto es así porque aproximadamente el 93 % de estas muertes ocurren en Colombia, México, Brasil y Venezuela. Se destacan particularmente los casos de los primeros dos países, puesto que en éstos es donde la tasa de homicidios intencionales ha experimentado un aumento sumamente significativo y muestra una tendencia que se mantiene a la alza (Hernández, 2021). En Colombia se han contabilizado, tan solo en el 2022, alrededor de 82 masacres. En México este dato es todavía más escalofriante puesto que la cifra asciende a 342 de estas atrocidades acaecidas durante el mismo periodo. Aún cuando la tasa de homicidios ha disminuido en algunos puntos porcentuales, ésta se mantiene en niveles históricamente altos. De acuerdo con los datos del Instituto para la economía y la paz, en el 2021 hubo en México 94 homicidios por día. Así es: 94. Según lo señalado por el citado instituto, esto trae consigo un profundo deterioro de la paz. Que no le digan; que no le cuenten. 

Más aún: según datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en los últimos años, el continente se ha erigido como uno de los lugares más peligrosos de la tierra. En países como México, el ejercicio del periodismo es una profesión que implica un altísimo riesgo de vida. Ocurre algo similar con quienes denuncian la violación de alguna garantía fundamental o exigir su cumplimiento. Recordemos que en la región, en 2021 se registró el asesinato de 147 activistas involucrados e involucradas con la defensa de los derechos humanos, mientras que en lo que va del 2022, la violencia ya le ha arrebatado la vida a 89 de estos activistas; 10 de los cuales han sido asesinados en el territorio nacional.

Por otro lado, de acuerdo con los datos publicados por Artículo 19, puede decirse que entre el 2000 y el 2022 se le ha quitado la vida a cuando menos 156 comunicadores y comunicadoras en México. De éstos, prácticamente la cuarta parte ha muerto en lo que va del sexenio. La numeralia macabra descrita aquí es más ominosa que la de países en situación de guerra. Si a ello se le suma que las muertes en estos países tienen un fuerte componente juvenil y de género, el asunto se torna más espinoso. Son los jóvenes (en su mayoría varones) quienes se perfilan como víctimas pero también como victimarios. Ellos son los protagonistas de lo violento. Mueren. Matan. Y la letalidad es todavía más salvaje con las mujeres. Tan sólo el año pasado murieron poco menos de mil mujeres solo por el hecho de serlo. La violencia ha llegado al punto de que ha disminuido la esperanza de vida (Ordorica y Cervantes, 2020; González-Pérez y Vega, 2019; Aburto y Beltrán Sánchez, 2019). 

El futuro está siendo obliterado. ¿Y el Estado? Éste aparece como el centro ausente, con una presencia militarizada y militarista que, de manera paradójica, no atenúa los riesgos; y con una estructura que incentiva la incidencia delictiva por la vía de la impunidad. Este asunto no es menor puesto que erosiona por completo nuestras certezas.

De hecho, si atendemos a las cifras proporcionadas por INEGI, podemos decir que quienes habitamos en este país sentimos que nuestro entorno es cada vez más inseguro. Así, se tiene que a nivel nacional, en el 2011 el 69.5 % de las y los mexicanos de 18 años y más consideraban su entidad federativa como insegura. En cambio, en el 2022 esta cifra aumentó casi en un 10 %, puesto que hoy es el 75.9 % de esta población la que percibe altos niveles de inseguridad en su entorno.

No está de más mencionar que Jalisco se sitúa por encima de la media nacional: aquí ocho de cada diez personas consideran inseguro al estado. En fin, decía al principio que la violencia se ha convertido en un componente central para la producción de la vida social.  Y no exagero. Hablamos, sentimos y pensamos violencia. Datos como los que se desglosan arriba ilustran que lo violento nos habita todos los días y se despliega en el  ámbito de nuestra vida cotidiana. Acampa ahí a sus anchas, como un animal agazapado esperando a dar el salto. Esta calamidad ha penetrado tan profundo que la hemos normalizado.

Nos acompaña como una sombra funesta. Poco a poco ha mermado, incluso, nuestra esperanza de vida. ¿Llegará un tiempo en el que sea una cosa espeluznante, del pasado, poner en marcha prácticas como la de tomar nota del modo en que viste un ser querido cuando sale de casa ante la posibilidad de que no regrese? ¿O estrategias como cartografiar lunares y marcas de nosotras y nosotros —o de aquellos a quienes amamos— que sirvan como indicios para una posterior identificación del cuerpo en caso de que lo desaparezcan? No lo sé. Ojalá que sí. Lo cierto es que hoy todo es lo que parece. 

Y duele

Referencias

Aburto, J. y Beltrán-Sánchez, H. (2019). Upsurge of Homicides and Its Impact on Life Expectancy and Life Span Inequality in Mexico, 2005–2015. American Journal of Public Health, 109(3), pp.483-489.

González Perez, G., & Vega López, M. (2019). Homicidio juvenil en México y su impacto en la esperanza de vida masculina: variaciones geográficas y factores asociados. Salud Colectiva, 15, e1712. doi: 10.18294/sc.2019.1712

Ordorica Mellado, M., y Cervantes-Salas, M. (2020). El fin de la esperanza: los homicidios como causa de la expectativa de vida perdida. Papeles De Población, 26(105), 39-68. doi: 10.22185/24487147.2020.105.21

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Igor I. González Doctor en ciencias sociales. Se especializa en en el estudio de la juventud, la cultura política y la violencia en Jalisco.

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