Ana Argelia Marcelly: La maternidad como valentía

#AlianzaDeMedios

Ana Argelia Marcelly García, mujer de 72 años, maestra, gestora cultural, madre, abuela. Este es su testimonio en primera persona, en el que cuenta cómo se convirtió también en la guardiana de la memoria de su hija, la poeta Leyla Quintana, “Amada Libertad”

Entrevistó: Lauri Cristina García Dueñas / Pie de Página

EL SALVADOR

La infancia

Mi nombre es Ana Argelia Marcelly García. Nací en San Salvador, el Día de la Cruz, el 3 de mayo 1945, por el barrio El Calvario, por la Iglesia del Calvario, ahí por donde está el mercado. La colonia se llama Ferrocarril, todavía existe. En esa zona pasé mi infancia. Mi mamá, María Elena García. Mi papá, José Humberto Marcelly. Tuvieron nueve hijos, yo soy la número… vamos a hacer cuentas… soy la cuarta. Por parte de papá, tuve otros cinco hermanos.

Te voy a contar lo primero que me recuerdo. Me acuerdo desde los siete años. De ahí para allá, más niña, ya no me acuerdo. Y como no tengo ni foto de tiernita, ya no sé, pero sí, de los siete años para acá sí me acuerdo, porque a esa edad comencé a estudiar primer grado.

Antes, no se estudiaba parvularia ni kinder ni nada de eso, ni guardería. Así es que no sé cómo hizo mi mamá, porque mi mamá se casó con el señor Marcelly, pero bien lueguito la dejó para juntarse con otra señora.

Quizás tendría yo cinco años cuando él se separó de mi mamá, o sea que le dejó el montón de hijos y, todavía, después de separado, siguió llegando a dejarla panzona a mi mamá. En ese momento, no percibía el problema económico porque mi mamá tenía un puesto en el mercado y de allí nos llevaba comida diariamente. Y había un hermano varón, el mayor, que era carpintero y él también llevaba algo de dinerito. 

No percibía el problema económico ni la separación de mi papá. Pero, posteriormente, ya cuando era una mujer adulta, percibí todo el daño que nos había hecho mi papá, porque nos hizo daño, un gran daño dejar tirada a la señora con tanto hijo y que viera qué hacía.

Yo recuerdo, como te repito, desde mis siete años para acá, que estudié en la escuela México, ahí por San Jacinto.Me iba caminando a la escuela. Nunca me iba en bus por la situación de pobreza de nosotros.

Cuando la Argelia se decide a estudiar para maestra, vieras cómo era yo de estudiosa, aplicada, dedicada al estudio. Quizás por eso mis hijas salieron así también.

Esa fue mi infancia. Mi infancia no pasó de que una vez que nos llevaron al mar porque no, no había pisto. Entonces, qué íbamos a andar saliendo. Al Parque Infantil nos llevaba mi mamá, o al zoológico.

La maestra y el amor

Pasó el tiempo, me gradué de maestra de la Normal Básica. Me dieron trabajo allá por San Julián. Yo tenía como 16 años y allí el montón de estudiantes tenían como 20 años. Y se me quedaban viendo, a la señorita jovencita. Cualquiera me podía violar.

Vieras qué feo. Yo lloraba en la noche. Pero mi mamá; es que las mamás, ¿verdá?; agarró su maleta y se fue detrás de mí. Allá me estaba cuidando. Ella me cocinaba y yo ya salía con mi mamá, dormíamos en una camita las dos, así, bien. 

Solo terminé ese año y, al siguiente, ya me trasladaron por el cantón Ateos, al llegar a los 20 años, el administrador era el señor Roberto Quintana y me enamoró, era casado el viejo chuco, pero me enamoró.

Mi hija mayor se llama Guadalupe Quintana. Nació en el año de 1968, el 6 de abril. Mi segunda hija se llama Leyla Quintana y nació el 2 de abril de 1970.

Su papá fue mi primer amor. Digo yo, porque no es posible que me haya casado con él sin estar enamorada, aunque después…

Con la Lupita, mi primer embarazo fue divino, fue una cosa… el papá de ellas me dio todos los antojos que quise, bien galán y me llevó a lugares, a la playa, a todo. Con mi segunda hija, el señor ya ni llegaba a dormir. 

Vos sabés que dicen que en la sociedad los casos se repiten. Si tu mamá pasó un problema, vos lo repetís. Yo lo repetí porque, cuando la Lupita tenía seis años, yo no soportaba al bolo del papá. La Leyla, mi segunda hija tenía cuatro años.

Lupita era la mayor. Entonces, mi mamá llegó un día y me dijo “Ya no soporto verte sufrir”, me agarra  y vámonos. Mi mamá me llevó a su casa. Yo agarré a mis dos hijas. Y el señor, el papá de mis hijas, sentado con un su amigo, ni dijo nada. El papá de mis hijas no nos quiere, no nos quiso nunca, pensé. Yo me fui donde mi mamá, pero solo aguanté un mes, me peleé con la señora Elena.

El compromiso social

¿Que qué me llevó a organizarme? El hecho mismo de que siempre nos hacía falta comida en la colonia Zacamil y, en (el sindicato de maestros) ANDES 21 de Junio le daban a uno una bolsita de víveres. O sea que la parte económica me metió un poco en la organización, pero también algo en la conciencia.

Yo en ese momento no lo sabía, porque era una mujer de unos 35 años de edad y que solo se fijaba en las cosas superficiales. Pero me fui organizando, capacitando y llegué a un nivel muy consciente. Y a ellas, a mis hijas, también las hice conscientes. 

Porque si Leyla se hizo organizada y, posteriormente, combatiente, fue porque yo hice la conciencia en ella. Cuando me metí en el gremio, trabajaba de profesora todas las mañanas en San Jacinto y las tardes se las dedicaba al gremio. No cobrábamos.

Era de las más aguerridas. Andaba con mi  bocina, el megáfono. Gritaba y gritaba y gritaba. Dicen que esos videos los mandaban afuera del país. Yo jamás me enteré.

Mis hijas estaban en la universidad. Leyla empezando periodismo y Lupita llevaba  segundo año de ingeniería. La pobre de la Lupita, porque la Lupita siento más que haya dejado su estudio, porque ella era más para estudiar que para estar combatiendo y, por eso, ahora está estudiando su doctorado en Derecho.

El 87, 88 y 89 fueron años que para una madre son duros, porque cuando ellas se metieron (a la guerrilla), primero de comandos urbanos, las perdí de vista y no las volví a ver. Ni celulares habían. 

Alguna llamada de mil a las mil. Cuando ellas se perdieron en la ofensiva; yo dije, ay, me las mataron, porque sabía en qué andaban. Pienso que la ofensiva de 1989 no la organizaron bien, ese evento tan fuerte.

La muerte de Leyla

Pasó el tiempo y llegó el eclipse de sol del 11 de julio de 1991, teníamos miedo, pero me fui para la oficina, qué me voy a quedar haciendo aquí en la casa en el día, me dije, y, en la tarde, vimos con otros compañeros que se posó una mariposa. “¡Ay, no!”, les dije, “las mariposas negras son malos augurios”.

Era jueves, ese día la habían matado y a mí me avisaron dos días después. El sábado me llevaron a no sé dónde y me dijeron. Y yo llorando y llorando. Dicen que después de la muerte de una hija una queda como loca y yo quedé como loca, abandonada totalmente.

En primer lugar, no la pude enterrar inmediatamente. En segundo lugar, no le podía decir a mi hija mayor que se viniera y me consolara porque iba a salir peor y nos iban a llevar presas a las dos. Y tercero, no le podía decir a mi familia. 

Su poeta

Como profesora, fui profesora de Leyla, de las dos. Segundo grado. Tercer grado. Pedía los grados donde ellas estaban, donde les tocaba estudiar para seguirles el lápiz, la pista.

Cuando le dejaba tarea a Lupita y no la hacía, me decía “poneme 10”, aunque no lo tuviera.

En cambio, la Leyla no lo hacía y, una como madre, yo no sé si a vos te pasa, agarrás los cuadernos y miras que si dibujan, que si hacen cosas.

Y Leyla, en la última página, hacía sus poemitas a los diez años. Allá en la escuela y yo no me daba cuenta. Pero una vez me puse a ver sus cuadernos y esta niña haciendo poemitas de amor, de ilusiones, platónicos. 

Luego entró al colegio Inmaculada y quizá ahí su interés era más. Se arraigó. Y no sólo con escribir poemas, sino a las lecturas. A ellas, como yo, las había acostumbrado a leer desde chiquitas. Yo soy bien lectora.

Después, ya incorporada a la guerrilla, se fue para Nicaragua. Y, entonces, allá ya había conocido al (poeta) Otoniel Guevara y el peludo la indujo más allá en la cuestión de la poesía y le dio a leer otros escritores más.

Supe que leía a César Vallejo, a la Gioconda Belli y a la Alejandra Pizarnik. Pero yo decía, tal vez es algo pasajero, pero era una cosa seria para ella porque, la vez que yo fui al volcán (donde estaba el campamento guerrillero) a verla en 1990, me dio un montón de embutidos, papelitos, así que yo me los escondí muy bien porque dije, es peligroso que me los encuentren.

Después de su muerte, formamos un libro de más de 200 poemas con ASTAC (Asociación Salvadoreña de Trabajadores del Arte y la Cultura)  y con Lupita, porque ellos no querían meter mano pero, cuando vieron que el material estaba prácticamente todo listo, fue cuando el Álvaro Sermeño me dijo “Yo te voy a hacer la portada”. Y el Óscar Vázquez y el otro…

Tengo aquello de que ya se me olvidan las cosas, pero “Larga trenza de amor” recoge todo los poemitas de ella, los embutidos, los cuadernos. Todo eso se metió ahí y muchos quedaron perdidos en su mochila cuando la mataron y se llevaron la mochila de ahí.

Cuando a mí me llevaron a ver el lugar donde estaba enterrada; era una fosa común. Ahí, en el volcán. Entonces me dijeron “ahorita no es propicio que usted la vaya a desenterrar”. El abogado de la iglesia. Yo llorando. Al año justo, me la dieron.

Un año después de su muerte, agarré a identificar a la Leyla muerta. Por eso digo, como madre, he sido valiente. Porque a saber cómo hice, fue también conmigo la Lupita y ella la identificó. Cuando vi, me desmayé. Y la jueza me dijo: “Señora, ya estuvo. Ya vimos que era así. Llévensela donde usted le vaya a llevar flores”. 

Luego, me dijeron los del comandante (guerrillero) que estaba en ese entonces, “Señora, tome este dinero para que usted vaya a comprar un nicho donde usted quiera. ¿Quiere en Santa Tecla?”. “No sé. No sé. Todavía no lo sé”. Y fui a Quezaltepeque. Yo no sé por qué.

Y a llorar. Y entonces compré los tres nichos. Y a los dos compañeros y a ella los metí ahí. Rigoberto López, América… nos faltó Amílcar Colocho.

El legado, la memoria

“No es posible”, dije yo, “que todo esto quede tirado, el legado de su verdad”. Y entonces me ayudó mucho Lupita. Cuando les planteé lo del libro a los de la editorial Sombrero Azul; primero dijeron que no, porque, pues sí, Leyla era una excombatiente y los poemas eran muy peligrosos todavía, había mucha reserva.

Yo anduve haciendo la bulla de los libros en las escuelas, en los colegios. Ay, los primeros años eso era bien difícil porque yo sola. Después, me mandaron a Italia. Las italianas me llevaron en el 97, tres años después de la publicación del libro. Y bueno, como Leyla tenía que hacer ese viaje a presentar su libro. “A mí, en nombre de ella, me va a tocar ir”, me dije. No era un viaje de placer, era una obligación de compromiso.

Quizás de las flaquezas, de las debilidades mías, me ha salido el valor, el valor para continuar su obra, porque ella ni sabía que se iba a publicar un solo libro de su autoría y se publicaron once, aparte de las antologías. A veces nadie quiere comprar el libro, hay que regalarlo.¡Dios mío! Es triste ver que no se consigue el dinero. No conseguía financiamiento. No, yo tenía que andarme rebuscando. 

Pero he tenido apoyos: Alberto López Serrano, Rafael Lara Martínez. Muchas personas me han apoyado.

***

 “Aunque no exista la justicia tenemos que perseverar como madres”

—¿Qué les podés decir a las mamás que ahorita están buscando a sus hijas e hijos en cualquier lugar del mundo?  A las mamás que están luchando porque les suelten a sus hijas de los penales, a las mamás que, como vos, siguen luchando por sus hijas desaparecidas, por su memoria.

—Yo pienso que el ser humano tiene un objetivo en la vida. Que aunque no exista la justicia tenemos que perseverar como madres, seguir luchando, porque si nos han quitado un hijo, hay que seguir peleando aunque ya lo hayan matado, ¿verdad? Hay que hacerlo hasta el último momento que tenemos de vida.

Nosotras, como seres humanos, tenemos que luchar. Yo me siento impotente cuando oigo las noticias en los penales y está pasando todo eso y a las mujeres no sólo las matan, las torturan, las violan.

Y las abuelas… 

—Las abuelas luchando por el pan de cada día de esos niños que tienen hambre. Mamá, tengo hambre, le dicen. Y la muchacha, presa. Tal vez ya la mataron y una la esperanza no la pierde. Yo les doy ese mensaje, que sigan perseverando, que luchen hasta que tengan el último hálito de vida, que peleen por sus hijos. No, yo he sabido de varios casos, es duro, doloroso y no podemos hacer nada.

—¿Cuál es la diferencia de la Argelia mamá a la Argelia abuela?

—Me va a costar decirlo porque no hay diferencia. Madre soy, abuela, yo sé, pero al nieto mayor que tengo lo agarré del todo como hijo. Ellos me dicen Argelia. Nunca me han dicho abuela, porque soy coqueta. Me gusta que me digan Argelia, no abuela. Esa es la respuesta.

—¿Qué es lo que más te gusta de la obra de tu hija?

—Su pueblo. El amor a la madre. El amor al pueblo. Esto, Dios, es lo que me motiva a seguir, porque un montón de veces he querido tirar la toalla.

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Yo crío, cuidadoras en primera persona es un proyecto realizado por Pie de Página en México, La Otra Diaria en Chile y Alharaca en El Salvador, que pone sobre la mesa las distintas formas de criar y los retos que enfrenta. En México este trabajo fue realizado gracias al apoyo de Fondo Semillas.

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Este texto se publicó originalmente en Pie de Página, se replica en virtud de la #AlianzaDeMéxico de la que forma parte ZonaDocs:

Ana Argelia Marcelly: La maternidad como valentía

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