Capitalizar la desgracia

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Nada es lo que parece

Por Igor Israel González Aguirre / @I_gonzaleza

Hace un par de semanas llegó a mi correo una agudísima columna escrita por Daniel Innerarity —un lúcido filósofo español al que, desde hace por lo menos un lustro, le sigo la pista; en especial en lo que alude a las colaboraciones que publica en El País—. El artículo al que me refiero lleva el desafiante título de “Desmoralizar la política” y, desde luego, se interroga, precisamente, acerca de qué tanta moral se necesita en esta esfera.

El ensayista —originario de Bilbao— nos dice que ante esta pregunta, la respuesta que nos brinda el sentido común, indicaría que para la política ninguna cantidad de moral resulta suficiente. Ello sobre todo ante el conspicuo deterioro que experimenta esta parcela de la actividad humana que, en teoría, debería ser una de las más edificantes.

En consecuencia, la mirada elemental sugeriría que la salida lógica a este atolladero consiste, pues, en la más profunda moralización del campo político, es decir, en la producción de un entorno en el que los intereses se subordinen a los valores. Al respecto, Innerarity hace un señalamiento crucial: ¿no será acaso que esta especie de malestar con la política emana de que ésta es planteada en términos morales?

El moralismo es una máquina de simplificar, puesto que clarifica posiciones y posturas —Innerarity dixit—. Y el resultado de este proceso maquínico deviene en un paisaje árido donde no caben sino los antagonismos absolutos y poco más. Así, la política se vuelve una batalla entre la abyección y el heroísmo; y se convierte en la arquetípica lucha entre el lado oscuro y el lado luminoso de la fuerza. El Bien versus El Mal. Desde luego, visto así, el campo político operaría bajo el esquema del: «o se está conmigo o se está contra mí».

Habría entonces enemigos a los que hay que aniquilar, en lugar de adversarios a los que se requiere convencer. Se oblitera con ello toda posibilidad deliberativa, y se hacen estallar los puentes y los puntos de encuentro. El agotamiento de la política se coloca en el umbral de la guerra. No caben ahí, en ese estrecho y violento reducto, las controversias más o menos colectivas acerca de la vida que vale la pena ser vivida. Ante la moralización de la política hay que cuidarse del mal —advierte Innerarity—. Pero también, y sobre todo, de la tentación del bien —concluye—.

Traigo a colación la sugerente columna de Innerarity por dos razones. La primera radica en que aborda una discusión por demás productiva en torno a la propia naturaleza de la política. Como telón de fondo también remite a la ya clásica disputa tanto entre el agonismo y el antagonismo; como entre lo moral y lo ético (o si usted quiere, a su versión más actualizada entre la post-política y la híper-política).

Como saben las tres personas que leen esta columna, dicha discusión está en el centro de mis preocupaciones investigativas actuales, de ahí que la bordee. La segunda razón radica en que la publicación del profesor de la Universidad del País Vasco funciona como una clave de lectura para lo que acontece en el México contemporáneo. Me refiero específicamente a la tendencia —mezquina como pocas— en la que incurre la clase política mexicana de capitalizar políticamente la tragedia. El asunto no solo implica a la moral, sino a la ética. En las líneas siguientes trataré de abordar de manera breve estos dos aspectos.

  1. Primero que nada, tengo que aclarar, desde luego, que estoy de acuerdo en prácticamente todo lo señalado en la columna en cuestión. Innerarity es brillante como pocos y solo en contadas ocasiones he estado en desacuerdo con sus reflexiones. No obstante, también me gusta jugarle al abogado del diablo, y como ocurre con un texto provocador, éste me ha suscitado algunas interrogantes que postulo aquí a manera de intuiciones. Éstas me han resultado en extremo productivas. Quisiera desarrollarlas aquí con profundidad. Pero entre las limitaciones de espacio y que no quiero aburrirlos, lo dejo para otra ocasión. Lo que sí, es que parto en principio de la idea de que, con frecuencia, en el plano de la conversación pública suele haber una confusión entre lo que es la moral y lo que implica la ética. Para mí esta distinción es fundamental en términos de una comprensión más robusta acerca de cómo se articula el campo político contemporáneo. Así, desde mi perspectiva, la ética remite a un plano cercano al ámbito de lo personal, y alude en gran parte  a una especie de ejercicio individual de la libertad. En cambio, la moral se coloca, siempre, frente a una alteridad y pone en juego lo que habermasianamente podría denominarse como «la inclusión de lo otro». Vista así, la política —en cualquiera de sus acepciones— sería el puente que se extiende entre ambos elementos y desde el cual se articulan constantemente lo privado —qua esfera de libertad irrestricta— y lo público —en donde la normatividad regula y restringe las relaciones entre lo Uno y lo Otro—. No me cabe duda de que el texto de Innerarity resulta seductor por su despliegue retórico, casi poético. Emociona. Pone la piel chinita. Clarifica en buena medida la estructuración antagónica del campo político contemporáneo. Al mismo tiempo, pone de relieve la necesidad de criticar la creciente moralización de dicho campo. Pero al final de cuentas, es inevitable interrogarse acerca de si una concepción así, pragmática, ¿no vacía a la política de toda episteme y la reduce a una mera tekné? ¿En verdad una política desmoralizada no es en el extremo una política inmoral? En otras palabras, ¿con la desmoralización de la política no se corre el riesgo de despolitizarla? En consecuencia, ¿será que la clave no necesariamente consiste en desmoralizar la política, sino más bien al contrario, llevar su moralización hasta las últimas consecuencias, siempre en un poderoso diálogo con un modelo ético-liberal? (pienso aquí, inevitablemente, en el entrañable ironista, el querido Rorty). No lo sé de cierto. Arriba dije que eran intuiciones que quiero explorar. Desde luego, entiendo que poner en primera instancia a los intereses por encima de los valores, sin duda facilita el funcionamiento de la dimensión pragmática de la política. Sin embargo, no estoy seguro de que esto sea lo más adecuado en el plano normativo. Sobre todo si a esta invitación a la desmoralización no se incorpora una discusión en torno a lo ético. En fin, lo único que tengo claro ahora es que en este momento —y sobre todo ante una realidad como la mexicana— esta actividad, la política, debería ser capaz de hacer productivo el conflicto y la polarización. Y por supuesto, no reducirlo a un tema cuya solución es meramente administrativa y de gestión. Ello implica hacerse cargo de evitar a toda costa el hecho de que una moral individual se disfrace de interés público. Éste es un riesgo que hay que evitar a toda costa. Paso al segundo punto.
  2. No sé qué piensen ustedes. Para mí es innegable que hay pocas cosas tan mezquinas como la pretensión de capitalizar políticamente las tragedias. Lo peor es que basta una somera revisión de la historia reciente de nuestro país para darse cuenta de una estrategia de este tipo es parte ya de los usos y costumbres de la clase política. La desgracia nacional les dibuja de cuerpo entero. Desde el nacimiento del volcán Paricutín —a finales de la década de los cuarenta, en el siglo XX— hasta el terrible huracán Otis, que hace unos días fue devastador para el puerto de Acapulco, este tema ha sido utilizado —en mayor o menor medida— como un activo más para la mejora de la imagen de algún funcionario público. Claro, esto no es nuevo. Es parte del currículum oculto que se les enseña a los nuevos cuadros políticos en formación. Lo sé de cierto. Lo que sí resulta relativamente inédito es el descaro con el que tanto tirios como troyanos han querido aprovechar la magnitud de este desastre natural (y dicho sea entre paréntesis, de la otra gran tragedia nacional: el flagelo de la violencia). La repartición de culpas y la denostación del otro son retóricas que ocupan el centro de la conversación pública. Así, buena parte de la comunicación política —y un segmento importante de lo que debería ser una robusta comunicación y gestión del riesgo— se han diluido hasta quedar convertidas en la pálida sombra del más ruin mercadeo. En consecuencia, unos publicitan la velocidad con la que el aparato gubernamental se ha hecho cargo de la situación, mientras que los otros visibilizan la ineficacia y la incapacidad institucional ante el desastre. Y ambos están más preocupados por los dividendos de cara a la coyuntura electoral del 2024 que por garantizar la restauración de la normalidad. Y a nosotros y nosotras nos toca atestiguar la inequívoca capitalización de la tragedia. Gane quien gane, Guerrero pierde. Pierde México. Pierde, también, la política. En fin, el uso político de la contabilidad macabra de cuerpos y daños, por parte de los unos y de los otros, revela tanto la ominosa presencia de un régimen necropolítico —que concibe a la vida humana a manera de moneda de cambio— como la imposibilidad de una solidaridad social que prescinda de la crítica. Es inmoral, por acudir al término que aparece en la primera parte de esta columna. Lo anterior adquiere mayor relevancia si se considera que, de acuerdo con los datos del Centro Nacional para la Prevención de Desastres (CENAPRED), el impacto económico de los desastres naturales se incrementó en más del 300 % en el 2020. En dicho año, este tipo de fenómenos trajo consigo la muerte de casi cuatrocientas personas, y afectó prácticamente a un millón de personas. Entre las más de 250 mil viviendas se encuentran 32 hospitales y más de 600 escuelas. Lo anterior equivale a más de 32 mil millones de pesos. Como en muchos otros rubros, en nuestro país resulta más oneroso atender que prevenir. O como para plantearlo en los términos más técnicos que conozco: nos sale más caro el caldo que las gallinas.  

En fin, aquí lo dejo por hoy. Y como siempre digo: me cae que todo es lo que parece.

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