La importancia de hacer memoria (Parte IV)

Crónica

Esta es la cuarta de una serie de crónicas en las que el autor nos lleva a cuestionar la realidad de nuestro estado. Una realidad que, a pesar de la negativa gubernamental, se presenta violenta, pero también esperanzadora por la lucha digna que dan quienes apuestan por la memoria.

Por Orestes

El Mal

A los catorce años Orestes se incomoda con la portada del libro “Los señores del narco” de Anabel Hernández, a pesar de que la vendedora comentó que es best seller desde el segundo día.

Cada que retoma su lectura oculta título y fotografía del enorme rostro redondo de Joaquín “El Chapo” Guzmán, ya famoso por su fuga de Puente Grande que en pocos años repetirá en el penal del Altiplano. 

Es difícil disimular el libro porque la periodista dio 600 páginas a una genealogía de células criminales, cómplices, víctimas y disputas que para 2011 colman de balazos el imaginario colectivo de los mexicanos. 

Nombres, agrupaciones, lugares, años y vínculos, “Los señores del narco” es pletórico como el Pandemónium que John Milton modeló para el “Paraíso Perdido”, un hábitat de la corte y jerarquía de los demonios.

Milton puntualizó títulos de la nobleza demoníaca; pecados, crímenes, zonas de terror, víctimas y armas: Una vara dibuja círculos en la costa de Egipto y así crea una plaga de langostas para conquistar territorios en disputa.

El libro de Anabel Hernández  también narra ofensivas pero de la vida real, más complejas que una división moral entre ángeles y demonios. 

El infierno mexicano añade sus matices, la participación criminal de policías, militares, investigadores, funcionarios, instituciones, todos los que deberían ser el equipo de los “buenos” poseen su respectiva participación en la configuración de estructuras y evoluciones del crimen organizado.

Perversidad 

En el área de pacientes cognitivos del hospital psiquiátrico San Juan de Dios en Zapopan, hay un salón donde los pacientes pueden ver el televisor cubierto por una barrera de plástico para cuidar la pantalla de sillas que pudieran salir volando. 

Desde las 9 AM, la televisión es dominada por Maru, quien recibe su Terapia Electroconvulsiva (TEC) desde las 7 AM. Ella fue profesora de química antes de la esquizofrenia.

Durante el corte nocturno que hace cada noticiero sobre los temas de seguridad, Orestes pregunta a Maru su opinión. Su perspectiva resulta interesante porque lleva al menos cinco años entre las paredes de su casa o las del hospital. 

Originaria de Culiacán, Sinaloa, habla como experta sobre narcotráfico. La histórica producción de drogas; cómo la geografía y clima la propician; incluso refiere la Operación Cóndor, como anuncio del tono intervencionista que EUA tendría al respecto, en años posteriores. 

Sin embargo, la enfermedad confunde las ideas y el relato de Maru se desvía hacia otros caminos pero antes surge la profesora y recuerda los reclutamientos forzados de cerebros para elaborar drogas sintéticas. Asumirse químico públicamente resulta una confesión de riesgo, temor compartido por profesores y estudiantes del Centro Universitario de Ciencias Exactas e Ingenierías de la UdeG, con quienes Orestes conversa después para confirmar el dato.

“Si a mí me dan el TEC a las 7 AM, a todos esos matones deberían citarlos a las 6 AM. Ellos la necesitan más”, concluye Maru.

“¿Por qué Maru recibe terapia electroconvulsiva, mientras las personas que has mencionado sólo son recluidas?”, un año después de conocer a Maru, Orestes conversa con la doctora y perito del pabellón psiquiátrico del sistema penitenciario Puente Grande. 

Ella relata historias criminales protagonizadas por personajes peculiares: el escritor sospechoso por el asesinato de una prostituta dentro de un motel en la Calzada Independencia y que en prisión entrevistó a varios asesinos para redactar sus novelas; un parricida detenido en la Central de Autobuses porque su maleta chorreó la sangre del cadáver mutilado de su madre, a quien asesinó y empacó para viajar juntos; y el historial de robos a pacientes y colegas de una enfermera cuya adicción al fentanilo no pudo costear únicamente con el sueldo de su empleo. 

“La enfermedad mental de Maru debe ser tratada para evitar que afecte su vida; en cambio, hay personas que no están enfermas pero pueden afectar otras vidas hasta desbaratarlas. Y luego hasta se hacen pasar por enfermos para buscar atenuantes, en estos casos tengo que hacer peritaje”. 

Alguien capaz de producir violencia o daños así, seguramente padece algún tipo de enfermedad mental más que moral ¿no?

“A veces sólo es gente perversa”, sintetiza la médico y perito.

La “Perversidad” es característica de quienes obran con maldad consciente. Orestes resuelve una similitud con el significado del “Dolo”. Y de hecho, así como lo “doloso” es un concepto jurídico, lo “perverso” es clínico”. 

Problema de salud pública

“En un mundo menos desigual, por supuesto que se generaría menos violencia. La violencia no viene de la pobreza sino de la mala distribución del ingreso, cuando hay quienes lo tienen todo y quienes no tienen nada; cuando la mujer, los jóvenes, el otro, es cosificado: una persona estable patea una silla o una pelota pero no a otra persona ¿cierto?”, cuestiona la doctora Ostrosky a un auditorio que ha hipnotizado desde que comenzó su conferencia.

La doctora en Biomedicina, Feggy Ostrosky,  es psicóloga especializada en la relación entre el cerebro y la conducta humana, desde la UNAM su conferencia explora las bases neurobiológicas de la violencia.

La académica ha realizado estudios neuropsicológicos con asesinos seriales, miembros del crimen organizado y multihomicidas. Su objetivo es responder a preguntas del tipo ¿qué mueve a los seres humanos a dañar a sus propios familiares o extraños?; ¿cómo pueden prevenir o controlarlos?; y ¿de qué forma se supera esa violencia directa o indirecta a la que está expuesta la sociedad mexicana?

El efectivo contraste de formas y fondos en la exposición de la  doctora Ostrosky, embelesa a Orestes. Ella trabaja con la perversidad humana, remueve en su laboratorio los tejidos más carnosos de la violencia y charla distendidamente con personas cuyos actos las popularizaron en sus respectivas ínsulas, desencajadas del comportamiento civilizado, legal y humanista. 

“Es mi clientela hiperfina”, ironiza al doctora al referirse a los criminales con los que ha trabajado y repasa a los más célebres, uno a uno, como lotería: “La Mataviejitas”, “El Ponchis”, “El Mochaorejas”; Mario Aburto.

Emplea diversas herramientas, hace resonancias, detecta los tipos de actividad cerebral y ha elaborado una batería de estímulos que usa con sus entrevistados en prisión, a quienes convence de contribuir con su mejor argumento: “Es que soy encantadora”, asegura y se destaca de otros especialistas que trabajan en reclusorios, a quienes enseñan a no establecer vínculos con los presos. “Yo no. Yo llego diciéndoles: ‘¡Cuéntamelo todo!’”. 

La tensa escena entre Jodie Foster y Anthony Hopkins en “The Silence of the Lambs”, es atravesada por un gracioso remate que  la doctora Ostrosky, emplea para relajar la cátedra y así achata las puntas del erizo que nos entrega en la mano durante su conferencia. 

La suya es una simpatía personal que posibilita la divulgación de sus propias ideas, antes empleadas para fundar la Sociedad Mexicana de Neuropsicología, crear la prueba neuropsicológica Neuropsi, que actualmente se usa en el cuadro básico de atención médica del IMSS y encabezar la Asociación Latinoamericana de Neuropsicología. 

Si bien sus conquistas científicas han consolidado sus tesis, ella no desdeña otras zonas del conocimiento y explora la filosofía cuando resalta la importancia de generar integridad moral. De hecho, ejemplifica de forma única cuáles son los riesgos de una moral parcial:

“Yo trabajo con internos de muy alta peligrosidad, los evaluó y hago todo lo que se pueda, y más. Pero como también soy chismosa, un día llego y le pregunto a uno de ellos: ‘oye ¿eres buena o mala persona?’. Me respondió que era bueno. ‘Ay sí ¿cómo crees? si mutilabas personas y hacías cosas espantosas’ ¿saben qué me respondió?: ‘¡No! no doctora, no se equivoque, eso es mi trabajo; pero yo soy bueno. Mire, si usted tuviera hambre y yo me encuentro comiendo yo claro que le convidaba una mordida”. 

En este sentido, agrega la historia de un preso por homicidio a quien preguntó si, además de matar, violaba a sus víctimas, a lo que respondió airadamente con una negativa. 

“¿Y por qué no?”, insistió ella.

“Pues porque tengo valores, oiga”, afirmó el asesino. 

La doctora se ha interesado en conocer cómo es construído el juicio moral y la influencia de las emociones en el proceso de violencia social.

“Hasta hace poco las emociones morales eran terreno de los filósofos y psicólogos pero la neurociencia ya llegó. ¿Por qué estudiar las emociones morales? Porque responden a violaciones de las reglas que nos permiten interactuar, motivan nuestra conducta moral y se extienden más allá de lo inmediato, que es lo que se busca fomentar en los seres humanos”.

En su conferencia, ella comparte que para las investigaciones ha partido desde la médula primigenia de su tema: la agresión como respuesta biológica de defensa que ha incrementado su eficacia en animales. Este incremento la dirige a la violencia, que define, sí como agresión, pero hipertrofiada para causar daño físico y psicológico a otros. 

“Existen rasgos asociados con la conducta violenta: la agresión, enojo, hostilidad, impulsividad, apatía y psicopatía. La violencia puede presentarse de dos formas: impulsiva, manifestada por agresión incontrolada que posee una enorme carga emocional; y aquella que es premeditada y cuenta con la capacidad de planear, organizar y secuenciar un crimen”. 

“Hay que diferenciar entre agresión y violencia. Existen inhibidores que en general están relacionados con las emociones, (…) las personas violentas pueden actuar motivadas por fuertes emociones pero también por su inhibición de las mismas: paradójicamente, los psicópatas pueden ser fríos y distantes pero muy agresivos.

No obstante, la investigadora emplea uno de sus célebres ejemplos para profundizar el tema:

“La violencia no surge un día cualquiera en el que se levanta Juana Barraza (‘La Mataviejitas’) y piensa: ‘¿qué haré hoy? Pues iré a matar viejitas’. No, la violencia tiene que ver con factores de riesgo individuales, factores de riesgo familiares y sociales”. 

En su búsqueda de factores, ella ha identificado dos tipos de violencia, una que está asociada con trastornos mentales o de personalidad, como la sociopatía.

Y la que llama ‘violencia secundaria’, porque no obedece a factores fisiológicos o medioambientales: “Los malos, malos, puramente malos”, es decir, aquellas personas en quienes recae el término de perversidad y son diagnosticados como psicópatas, personas con las que todos nosotros, de alguna manera, interactuamos diariamente, según la investigadora. 

“Ante estas personas, todos somos responsables”, redondea: “Debemos ofrecer algo para prevenir, como sociedad, nosotros, los que somos un encanto”.  

Antes de concluir, alguien del auditorio pregunta: “¿Y los miembros del crimen organizado cómo se perfilan más, en la sociopatía o psicopatía?”

“El crimen organizado que habla del narcotráfico es diferenciado, no puedes hablar de un perfil único para todos. El capo tiene su perfil, también el sicario, el que cuida, el que planta o el que transporta; entonces hicimos perfiles característicos para cada uno”.

“Sí existen rasgos de psicopatía en el sicario y el capo, pero el que planta, pues si se está muriendo de hambre o es obligado, pues entonces ya tiene que ver más con su trabajo. Para desarrollar estos temas necesitas tener claro a quiénes vas a estudiar y qué políticas públicas serían pertinentes para esto que es un problema de salud pública”.

Entonces ¿qué onda con el mal? Orestes se encierra en la Biblioteca Octavio Paz para ver si ahí encuentra y puede agarrarle la cola al Mal, no hay sitio más oportuno, meses atrás el eminente doctor Carlos Correa Cesaña, le contó que inicialmente la también Biblioteca Iberoamericana fue una iglesia consagrada al santo intelectual, Santo Tomás. 

Adentro lleva a su mesa a puro pesado, Freud, Hobbes, un puñado de filósofos de la escuela de Atenas, Leibniz. En su ensayo “El malestar de la cultura” Sigmund Freud desarrolló la idea del mal esencial, es decir nuestra tendencia humana y primitiva de agresión. Compañera de nuestra especie desde tiempos prehistóricos cuando el objetivo era sólo sobrevivir. En ese entonces los otros eran rivales a quienes dominar, agredir, explotar, lastimar y asesinar.

Desde la coronilla de la cabeza de Freud o sobre el lomo del Leviatán de Hobbes la vista es aérea, aunque sus panoramas remotos sacrifican los detalles. Orestes da la vuelta y determina concretar los pasos de su búsqueda, delimita sus fuentes y merodea frente a un par de columnas de donde extrae algunos libros menos voluminosos. El ensayista y académico mexicano, Sergio González Rodríguez, despliega su ensayística y roba la atención. Resulta ser idóneo para regresar la búsqueda al suelo firme y minucioso.

De hecho, el aterrizaje es en tierras mexicanas, pero antiguas. El ensayo “El hombre sin cabeza” analiza la violencia del crimen organizado en México, desmenuzada por González Rodríguez. Cuando aborda la decapitación como un método habitual entre sicarios, embona referencias históricas que corren hasta tiempos prehispánicos, la Independencia en el sigo XIX y la Revolución Mexicana. La retrospectiva es echada tan atrás que todas las canciones de este repertorio adquieren la misma tonada: Decapitaciones en los sacrificios aztecas, Realistas exhibiendo las cabezas de los Insurgentes; la cabeza extraviada de Villa que tiene más de medio millón de resultados en Google.

El escritor configura un eco que conecta la historia antigua en México con las decapitaciones atribuidas al narco, como si la violencia se activara automáticamente en los mexicanos como si fuera  parte de su naturaleza. 

Nuevamente la ruta se antoja inasible, Orestes revisa un par de apuntes surgidos  del Aula Mayor del Colegio de México, donde el antropólogo Claudio Lomnizt efectuó su conferencia “El canibalismo” en 2022. El investigador expuso los diversos usos que el crimen organizado ha dado al canibalismo en medio del espiral violento e impune de los tiempos actuales, 

A diferencia del ensayo de González Rodríguez, Lomnitz conserva su investigación en la historia contemporánea, sin la tentación de regresar a las civilizaciones precolombinas. 

Para fijar su búsqueda en los tiempos inmediatos, Orestes elige otro libro, el provocador ensayo, “Los cárteles no existen”, del periodista Oswaldo Zavala cuyo análisis no se empacha al criticar las coberturas de cronistas y periodistas que han documentado la violencia del siglo XXI en el país,  Anabel Hernández, Diego Enrique Osorno, por supuesto, Sergio González Rodríguez, etc, cuyos marcos contextuales le parecen limitados al momento de distribuir responsabilidades. 

Pero la crítica de Oswaldo Zavala abarca productos culturales como la literatura en torno al crimen organizado con la afamada “Reina del Sur” de Arturo Perez-Reverte como el ejemplo más taquillero; recuerda que la narrativa empleada por Netflix, para la serie Narcos, abreva finalmente de la versión estadounidense; e incluso, en un pie de página refiere los readymades e instalaciones de la artista conceptual sinaloense, Teresa Margolles, quien participó en la edición 53 de la Muestra Internacional de Arte de la Bienal de Venecia, con el curador Cuauhtémoc Medina con la obra ¿De qué otra cosa podríamos hablar? siete piezas sobre la violencia por la guerra contra el narcotráfico, mediante registros sonoros y visuales de territorios violentos, recoge lodo, sangre, telas manchadas y joyas idénticas a las de criminales.

La crítica expuesta en “Los cárteles no existen” sobre la ensayística de González Rodríguez, acusa que sus robustos marcos teóricos rebasan la coyuntura inmediata. Aquí surge el argumento central del ensayo: tales argumentos, extraídos de la historia antigua, echan de lado la responsabilidad política del Estado, gobernantes y autoridades, sobre la violencia del crimen organizado. 

Bajo el paraguas crítico de Zavala, Orestes limita su propia directriz de investigación a la historia reciente. Localiza su punto de partida en el origen del tráfico de drogas en México desde inicios del siglo XX, explicado por el académico Luis Astorga, quien presenta una sutil reflexión moral que coincide con Zavala conforme avanza su relato histórico a épocas más recientes:

“Si en un momento parece haber existido cierta indiferencia o tolerancia hacia los cultivadores y traficantes, posteriormente la alta rentabilidad del negocio y el alto grado de impunidad parecen haber liberado ciertas disposiciones éticas de algunos grupos dentro de las corporaciones coactivas y de los círculos de gobierno, así como de otros tantos grupos de poder de la sociedad civil, que los decidió participar de manera más activa y muy probablemente controlar y dirigir el negocio desde posiciones menos riesgosas pero indispensables para su funcionamiento exitoso”.

“Cada interpretación de un contexto es hija de su tiempo histórico”, apunta Orestes cuando vuelve a encontrarse con Sigmund Freud y su planteamiento sobre el mal natural en el ser humano, todavía más cargado en el texto “Guerra y muerte, temas de actualidad”, escrito en 1915, en medio de la Gran Guerra que el propio Freud padeció en vida, como sitúa Luis Seguí, autor del “El enigma del mal”. La portada verde de este libro vibra desde que salió de su estante. 

Seguí expone un viaje histórico de las diferentes atrocidades hechas por el ser humano contra otros seres humanos: Guerras religiosas. La Inquisición y la cacería de brujas. El colonialismo del siglo XIX. Las guerras mundiales y el Holocausto. Las consecuencias de la Guerra Fría. El 11-S y la letal respuesta estadounidense. Añadiendo a todas un puntual marcador político, gubernamental, social y económico que hace de Virgilio para explicar las causas de cada uno de los círculos del Infierno. 

“El enigma del mal” escala en el pensamiento de San Agustín de Hipona, teólogo converso que buscó desenredar la contradicción teológica: si Dios está en todas partes ¿cómo es posible que haya lugar para el mal?

El argumento de Agustín da más de sí mismo y termina por apelar al libre albedrío: nosotros decidimos. El teólogo afirma que el mal es consecuencia del alejamiento de Dios, como quien camina en dirección opuesta a la única vela que alumbra un cuarto oscuro.

Pero la decisión de alejarse de la luz a la penumbra no es consecuencia de la ignorancia sino una elección. En goce de su albedrío el ser humano puede elegir el mal, el no bien, aunque se condene.

Luis Seguí continúa hasta tiempos más familiares, el capitalismo y la sociedad del consumo, nuevos dioses y base de la siguiente descripción que desarrolla el sociólogo Zigmund Bauman.

Los sucesos de la actualidad corren tanto que Bauman describe la modernidad como si fuera líquida. Líquida la base donde existen y coexisten los sujetos, hijos de la modernidad. Presente y futuro son su gran incógnita. Pero nadie logra identificar las causas de su sensación de impotencia.

 ¿Cómo enfrentar el desamparo, la humillación, si este grupo fue convencido de ser dueño de su destino, responsables de su éxito o fracaso? Y en esa idea aloja su orgullo que se rompe al descubrir que son sólo un resto social.

Si así nos tocó vivir, Bauman agrega que esta premisa reformula los lazos sociales: instantáneos y en proceso de actualidad constante que, al mismo tiempo, se direcciona en oposición a los vínculos que se creían perdurables.

“El enigma del mal” abre cancha al planteamiento de Zavala sobre la necesaria mirada politizada que expande la distribución de responsabilidades por la violencia. Y más específicamente por el México ensangrentado.

El autor Seguí concreta que para identificar el mal es necesario determinar dónde se localiza y sus agentes. Asegura que tal determinación es política: “Donde el miedo es inducido por y desde el poder constituye una herramienta fundamental de dominación”. 

Refiere la existencia de una política del miedo que legítima a la autoridad que, al mismo tiempo, la manipula para crear sus propias amenazas o sobredimensionar los riesgos de amenazas existentes, para que la sumisión voluntaria no se debilite. 

“El miedo se fabrica, se difunde y se alimenta periódicamente”.

Exactamente sobre esa línea, Oswaldo Zavala abre el libro “Los cárteles no existen”: “¿De dónde proviene entonces ese arquetipo tan recurrente en la imaginación colectiva sobre el ‘narco’?”, asegura que se trata de la invención de un enemigo público construido por el Estado.

 Afirma que la narrativa oficial es desarrollada por las estrategias disciplinarias de las autoridades en México. Zavala detalla al describir que el relato incluye visos de racismo, clasismo, comandas estadounidenses, política del miedo, biopolítica y oportunismo gubernamental. 

“Los cárteles no existen” no niega la realidad violenta y la memoria de las víctimas sino que extiende las responsabilidades hasta recargarlas en el Estado.

Sin embargo, Orestes detecta que el énfasis de la necesaria reconstrucción de crímenes, autores y víctimas que omite Zavala, es complementado con las piezas de investigación de periodistas como Marcela Turati, Anabel Hernández o Diego Enrique Osorno…

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Lee aquí el resto de las crónicas que componen esta pieza periodística:

Parte I: 

Parte II: 

Parte III:

La importancia de hacer memoria (Parte III)

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Somos un proyecto de periodismo documental y de investigación cuyo epicentro se encuentra en Guadalajara, Jalisco.

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