Aguantar 

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Pensando en la entrega de este viernes, me acordé de un texto de Leila Guerriero que se llama “Comulgar”. Con esa genialidad tan suya, la argentina cuenta en pocas palabras su experiencia y sus rutinas al correr. Como cada uno de sus textos, es una cátedra de cómo contar y conmover mucho; como cada una de sus columnas en El País, es una clase magistral de cómo contar y conmover mucho y hacerlo además con pocas palabras. Pocas, pero contundentes. Recuerdo el texto de Leila mientras resoplo y me siento apenado por ser tan obvio: me acuerdo de él mientras corro.

No, no pretendo parafrasear, ni imitar —mucho menos copiar—, el genial texto de Leila. Sería imposible. Pero hoy no puedo evitar pensar en él y, mientras hago el esfuerzo por equilibrar mi respiración y sostener el paso, me pregunto por qué corro.

No es la primera vez. Hace algunos años empecé a salir a caminar para pasear a Mikaela, la perra. Eran caminatas que poco a poco se fueron volviendo largas: diez, veinte, treinta, cuarenta y cinco minutos. Luego se fueron haciendo más rápidas. Y mientras más rápidas, más largas en términos de distancias. Un día se convirtieron en trote y al siguiente estaba yo corriendo solo: a Mikaela nunca le ha gustado correr: ella prefiere ir olisqueando machuelos, paredes, postes, jardineras, rejas y canceles. 

Corría solo, con mis audífonos puestos. Las distancias se iban acumulando: tres, cinco, siete, diez, quince kilómetros. Treinta minutos, cuarenta y cinco, cincuenta y dos, una hora y quince. Entre semana corría siete kilómetros, el fin de semana lo que se pudiera: diez, trece, diecisiete.  Un día corrí un medio maratón: 21 kilómetros, dos horas con seis minutos. 

Sólo corría: sin técnica, sin metas, sin objetivos, sin plan de entrenamiento. Me calzaba los tenis y salía a correr cuidando mi pisada de baches, piedras y zanjas: siempre he preferido correr en la calle. No me gustan los gimnasios y me deprime la perspectiva de estar arriba de una banda corriendo sin avanzar, el mismo escenario todo el tiempo. 

Mientras corría, no existía otra cosa más que la música: mi paso, mi respiración, mi velocidad se adaptaban al ritmo que salía por los audífonos. La música me ayudaba a pensar en nada: avanzar, sólo avanzar.

Un día dejé de correr. Así como había acumulado minutos y horas, metros y kilómetros, ahora se acumularon años y kilos de sobrepeso. En diferentes momentos intenté retomar el hábito y la disciplina de salir y correr. Fracasé. Una y muchas veces lo intenté, y una y muchas veces lo dejé.

Desde hace un mes y una semana he salido a correr todos los días.

Es la primera vez en mucho tiempo que logro ligar tantos días saliendo a correr. No ha sido fácil: corro temprano en las mañanas y el primer obstáculo soy yo: me cuesta mucho trabajo no hacerle caso a la voz que me dice que sería mejor quedarme otro rato en la cama. Es tenaz: insiste sin parar, aunque ya tenga puestos los tenis, aunque ya esté en la calle, aunque ya haya avanzado los primeros quinientos metros.

Antes la voz —y todo lo demás— desaparecía cuando empezaba a correr y mi paso se adecuaba al ritmo de la música. Hoy no.

—Corre sin música.

—No puedo, por eso no voy a correr, porque no tengo audífonos y no puedo correr sin música.

—Claro que puedes, ese es un pretexto nomás.

—No puedo, la música me ayuda a concentrarme.

—No: la música te ayuda a evadirte. Corre sin música para que conectes con tu cuerpo, con el momento, con el aquí y el ahora. 

Eso, palabras más, palabras menos, me dijo el terapeuta un día.

Yo le di vueltas, muchas vueltas, a la idea de correr sin música. Él decía que le daba vueltas, muchas vueltas, al hecho de conectarme conmigo mismo. 

Hasta hace un mes y una semana.

Ahora corro y escucho la voz dentro de mi cabeza que me dice que me regrese, que no tiene caso, que para qué. Corro y escucho el sonido que hacen las llaves en mi bolsillo. Corro y cuido mi pisada para no caer en los hoyos, para brincar los baches, para no tropezar en los topes, para no pisar la alcantarilla. Corro y escucho otra voz en mi cabeza que me dice todo lo que debo hacer en el día, lo repasa una y otra vez y me advierte que no debo procrastinar, que no debo posponer, me recuerda los pendientes del día, los archivos que debo entregar, los textos que debo escribir, este incluido. Corro y huelo el olorcillo a mota en el parque, aunque el lugar esté aparentemente solo. Corro y escucho el aspersor que riega el jardín y corro y huelo el petricor, aunque ya no llueva y esté por comenzar el calor más agobiante. Corro y escucho otra voz dentro de mi cabeza que no deja de sacar cuentas, cuentas, cuentas. Corro y trato de conectarme con el momento: controlar mi respiración, alcanzar el ritmo que antes me daba la música y que ahora no consigo encontrar. Corro y veo a las mismas personas: el hombre que hace ejercicios en una banca, la señora que da vueltas al parque rezando el rosario —corro y escucho a la señora rezar el rosario— mientras su esposo la sigue metros atrás, el señor que da vueltas y vueltas el parque, jóvenes que van camino a la prepa que está a unas cuadras. A veces me cruzo con Lara y Ramiro. Corro y escucho la voz que me repite la frase que nunca pensé que iba a pensar, la frase que nunca pensé que iba a decir en voz alta, la frase que nunca pensé que iba a escribir y corro y recuerdo que ya pensé la frase, ya dije en voz alta la frase, ya escribí la frase. Corro y pienso en eso que nos acaban de decir que crece dentro de mi padre y corro sabiendo que por más que corra no voy a entender lo que está pasando: corro y pienso y sé que ni siquiera es algo que se deba entender: es algo que pasa y ya, aparece y ya, crece y ya, hay que sacarlo y ya. Corro y ya no estoy en el parque y sigo escuchando las llaves golpear dentro de mi bolsillo contra mi pierna y trato de mantener el ritmo y trato de mantener la respiración y escucho cada vez más nítidas todas las voces en mi cabeza y ahora se escucha más fuerte esa, la última, que me repite que por más que lo intente, por más que corra, no voy a entender. Sólo corro solo.

“Corro para aprender a aguantar lo que no se aguanta, para no llegar a ninguna parte, para romper el insano silencio del mundo. Para sentir, parafraseando a Clarice Lispector, que soy más fuerte que yo misma”, escribió Leila Guerriero. Y pienso en eso mientras corro.

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La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

2 COMENTARIOS

  1. Gracias por tu texto.
    Sabe que no eres el único, y que cuando corro sola, también escucho esas voces. Al final diciendo que solo hay que correr. Y ya. Para callarles un poco la boca.

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