De batidos

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Por curiosidad, y también por deformación profesional, me gustan los diccionarios. De vez en cuando me gusta asomarme a sus páginas para conocer o recordar el significado de las palabras, incluso para comparar lo que está asentado como definición y compararlo con cómo las hemos ido adecuando al uso cotidiano. Tengo en el librero cuatro, que consulto regularmente: Diccionario de uso del español, de María Moliner, el mejor que puede haber; Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia Española (RAE), nomás por no dejar; Diccionario del español de México, editado por El Colegio de México; y Diccionario de mexicanismos. Propios y compartidos, de la Academia Mexicana de la Lengua. Además, suelo consultar en línea el Diccionario Panhispánico de Dudas, también de la RAE, y el sitio de la Fundación del Español Urgente (Fundeu). Uno nunca sabe por dónde lo va a asaltar la duda.

Comencé este texto con este rodeo porque, vaya, por algún lado había que comenzar. Y sobre todo porque de pronto me sorprendí hojeando los diccionarios para ver cómo definen la palabra debate. Esto fue lo que encontré:

María Moliner: “Acción de debatir, particularmente, en una asamblea. Controversia, discusión”. A su vez, define debatir como “Hablar sosteniendo opiniones distintas sobre cierto asunto. Discutir. Luchar por una cosa. Combatir. Luchar interiormente”.

RAE: “Controversia (discusión). Contienda, lucha, combate”. Y debatir: “Altercar, contender, discutir, disputar sobre una cosa. Combatir, guerrear”.

El Colegio de México: “Discusión ordenada que se hace de dos o más puntos de vista, de argumentos contrarios o contradictorios”. Y debatir: “Discutir ampliamente un tema, sosteniendo posiciones contrarias o considerándolas. Luchar haciendo esfuerzos por defenderse o resistir”.

Obvia decir que me asomé a los diccionarios después del pasado domingo y luego de presenciar el así llamado debate entre las personas candidatas a la presidencia de la República. ¿Por qué? Porque, como a prácticamente todes, me cuesta mucho trabajo verle la utilidad a un ejercicio en el que participan personas no calificadas (no calificadas para debatir, menos todavía para dirigir un país, pero qué le vamos a hacer) en un formato terrible que para lo único que sirve es para provocar burlas y muchos memes.

En México la historia de los debates públicos comenzó en 1994, cuando por primera vez se confrontaron frente a frente los tres candidatos punteros de aquella elección: Ernesto Zedillo, por el PRI, luego del asesinato de Luis Donaldo Colosio, impulsor original de la iniciativa; Diego Fernández de Cevallos, por el PAN; y Cuauhtémoc Cárdenas, por el PRD. ¿Sirvió de algo aquel debate? Discutible: sirvió para posicionar a Diego Fernández de Cevallos, pero de poco o nada le sirvió, pues no pudo darle la vuelta a la elección: ese año, como había sido siempre hasta esa elección presidencial, ganó el candidato del PRI, Ernesto Zedillo.

Lo que se recuerda de los debates suelen ser las anécdotas: Francisco Labastida quejándose de que durante su campaña Vicente Fox lo había llamado “chaparro, mariquita, la vestida, mandilón”; Gabriel Quadri desnudando con la mirada a la edecán del Instituto Federal Electoral; Andrés Manuel López Obrador dejando plantados a los otros candidatos; Jaime Rodríguez prometiendo mochar manos y pidiéndole a López Obrador y a Ricardo Anaya que se besaran; carteles, muchos carteles, con fotos de todo tipo —y, por supuesto, mostrados de lado o de cabeza— para cruzar acusaciones. Puro circo barato, y el de este año no fue la excepción: Xóchitl Gálvez y su escudo nacional de cabeza; Claudia Sheinbaum pintándole un dedo a la cámara; la sonrisa esquizofrénica de Jorge Álvarez Máynez y su intento de mandar un mensaje en lengua de señas. Y nada más. Lamentablemente nada más.

En teoría, el ejercicio que se busca realizar debería apegarse a lo que describe El Colegio de México como una “discusión ordenada que se hace de dos o más puntos de vista”. Pero sólo en teoría: es evidente que en México el modelo de debate se ha degradado hasta convertirse en una mala caricatura, una farsa teatral de pésima calidad, mero intercambio de dimes, diretes y ocurrencias. Más que la exposición de plataformas políticas y propuestas de gobierno para contrastarlas, es un cruce de acusaciones que ni siquiera se atienden. Por ejemplo: Xóchitl Gálvez, que iba decidida a acusar a Claudia Sheinbaum de cuanto le pasara por la cabeza —y sólo le pasaba por la cabeza la ivermectina—, ni siquiera tuvo a la mano los argumentos necesarios para rebatir la información que dio sobre la presunta —e inexistente— reducción de los feminicidios en Ciudad de México. No: ella iba preparada para decir cosas como “no tienes corazón” o “eres la Dama de Hielo”. Ocurrencias, que no argumentos.

El Diccionario del español de México también habla de “discutir ampliamente un tema”. Otro tache: el formato está tan mal planteado y tan pésimamente moderado —y, además, terriblemente cronometrado—, que pretende abarcar demasiados temas y se vuelve imposible hacer planteamientos serios que permitan ofrecer a la audiencia información valiosa para contrastar. Una vez más el resultado es un batidillo en el que imperan las ocurrencias, las frases de ocasión y las imágenes para los memes. No hay un diálogo ni una discusión ni un intercambio de argumentos entre las personas que participan, que tampoco tienen argumentos para responder adecuadamente a las preguntas con las que se les interpela.

Lo que pudimos presenciar en el “debate” del domingo no es exclusivo de la contienda presidencial: se repite en las elecciones para las gubernaturas o las presidencias municipales o por las diputaciones. Y se repite una y otra vez en todos los lugares donde habrá elecciones, que en 2024 son demasiados.

Como muchas otras cosas en la vida, la democracia es una de esas cosas que es mejor tenerla, aunque sea defectuosa. La de México es muy defectuosa y sería deseable que como sociedad nos involucráramos para perfeccionarla, no sea que la perdamos. Y una manera de perfeccionarla sería afinando sus mecanismos, como pueden ser los debates: haríamos bien, en tanto electorado, en exigir un mayor nivel en estos ejercicios para que se conviertan de verdad en espacios de confrontación de visiones de país y no en meros batidos de ocurrencias. Lo ideal sería que nos acercáramos a esa definición de El Colegio de México, pero estamos más cerca de las otras definiciones: combate, guerra, lucha. O al menos de una decepcionante caricatura de eso.

Pero, como en muchas otras cosas de esta defectuosa democracia, es prácticamente imposible hacer cambios: la fauna política la tiene secuestrada por completo. 

Y a nosotros sólo nos quedan los memes.

Comparte

La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Quizás también te interese leer