El laberinto, la rosa y el libro

La calle del Turco

Por Édgar Velasco / @Turcoviejo

Como seguramente ya todas las personas saben —mentira: lo más probable es que a la mayoría le tenga sin cuidado—, el próximo martes se celebra el Día Mundial del Libro. Más allá de la efeméride oficial, que se celebra cada 23 de abril y cuya tradición incluye regalar rosas a las y los lectores en honor a la leyenda de san Jorge y el dragón, siempre es un buen pretexto para pensar en la relación que tenemos con los libros y la lectura gozosa, esa que ocurre así nomás, por puro placer. 

Me voy a tomar la libertad de contar cómo comenzó la mía:

Ahora mismo no recuerdo si ya lo he comentado aquí, pero los libros nunca formaron parte de mi infancia. Al contrario de lo que ocurre en la vida de otras personas, en mi casa nunca se nos inculcó la lectura, tampoco había libros infantiles, mucho menos los grandes clásicos de la literatura universal. Los únicos volúmenes que recuerdo eran los de las enciclopedias que mi padre, hombre pragmático donde los haya, le compró a un vendedor de esos que iban de puerta en puerta cuando empezó a ver que ya no iba a poder ayudarnos con algunas tareas escolares. Pero nada más.

Y entonces, pasó.

Fue en el ciclo escolar 93-94, aunque no recuerdo exactamente en qué meses. Cursaba el último año de secundaria y para la materia de Español había que leer un libro a libre elección, una lectura que fuera independiente de las del curso. Vi el ejemplar en el librero de una oficina y no sé qué me llamó la atención, si el título o la edición, es decir, el objeto-libro. Sé que el autor no, porque entonces no lo conocía. No conocía a ningún autor o autora, de hecho. El caso es que lo pedí prestado.

Emprendí el viaje a la abadía en compañía de Guillermo de Baskerville y Adso de Melk. Me perdí en el laberinto, busqué el libro prohibido, me asusté con Jorge, leí con morbo el encuentro del novicio con la pueblerina y con ansia el incendio de la biblioteca. Acaso por el contexto en que vivía en ese entonces, quedé maravillado con la descripción de la abadía; con la vida de los monjes; con el repaso de cierta parte de la historia del cristianismo, llena de herejías y conjuras y pugnas por el poder.

Como muchos y muchas de ustedes deben saberlo —ya sea porque también leyeron el libro o porque vieron la adaptación al cine dirigida por Jean-Jaques Annaud—, la trama de El nombre de la rosa se teje alrededor de un libro prohibido: el segundo volumen de Poética, de Aristóteles, que es celosamente custodiado por el ciego Jorge de Burgos (homenaje de Eco a Jorge Luis Borges) para que los monjes de la abadía no tengan acceso a él y a lo que en sus páginas se aborda. ¿Qué le pasa a los que logran vencer el cerco en torno a dicho libro? Mueren misteriosamente. El encargado de desvelar los asesinatos es el franciscano Guillermo de Baskerville que, acompañado por Adso de Melk, un novicio benedictino, ha llegado a la abadía para mediar en un conflicto entre franciscanos y la jerarquía cristiana. 

El nombre de la rosa está ambientado en los albores del segundo milenio de la Era Cristiana+-,. En la Europa medieval se paseaba todavía el fantasma del fin del mundo que, según se había anunciado en el Apocalipsis de Juan, debía llegar alrededor del año mil. Los oscuros anuncios hechos en ese libro permean el ambiente del monsaterio creado por Umberto Eco, al punto de que los monjes comienzan a asociar las muertes de los monjes con las trompetas que, según el Apocalipsis, habrían de anunciar el final de los tiempos. Aunque en principio Jorge logra capitalizar la confusión, Guillermo hace gala de su tenacidad y su avidez en la búsqueda de la verdad para resolver el enigma. Con gran maestría, el escritor italiano creó un thriller policiaco que es también un repaso histórico, que es también una crítica a la opulencia de la iglesia Católica, que es también un extenso tratado sobre la censura y el humor. 

Pero vuelvo con el objeto-libro.

El nombre de la rosa se convirtió en mi puerta de entrada a la literatura gozosa y esa edición, la de RBA Editores, editada en 1993, fue la llave que me introdujo en ese universo infinito. Como todo lo que empieza acaba, terminé la lectura y regresé el libro, pero el “daño” estaba hecho: me volví lector, un lector desordenado, disperso, a veces voraz, a veces —muchas veces—perezoso.

Algunos años después, cuando comencé con el ejercicio de armar un intento de biblioteca personal, quise tener esa edición en específico. La busqué, la busqué, la busqué y no la encontré. Mientras daba con ella, me hice de la edición de Lumen y seguí buscando: hurgué en librerías de viejo, en botaderos, en mesitas. Nada. No era una búsqueda obsesiva, pero siempre que tenía oportunidad clavaba mis ojos en las repisas, en las mesas, en las mantas, buscando. Sobra decir que esta edición se convirtió en una suerte de fetiche editorial. Más de alguno de ustedes me entenderá, estoy seguro.

Hace ya casi diez años, pasó que un día vi un ejemplar en la repisa de un consultorio. «Tan cerca y tan lejos», pensé, pero supe que era imposible llevármelo: tenía dueño y no estaba a la venta ni nada por el estilo. Me resigné a seguir buscando. Un mes después, sin buscarlo —las mejores cosas de la vida ocurren así: sin buscarlas—, resultó que José Israel Carranza lo tenía. Le conté la historia de mi búsqueda y le propuse un trueque: mi edición por la suya. Aceptó. Luego, cuando supo del afecto que le tenía a la edición de Lumen — ese afecto que producen las relecturas — , me dijo que así lo dejara y me quedé con los dos.

La búsqueda me llevó 20 años.

Esa es otra cosa que hacen los libros: además de llevarnos a otros mundos y hacernos vivir otras vidas, nos llevan a hacer cosas absurdas como buscar durante años una edición en particular, tener repetido el mismo título en ediciones diferentes, tener todas las obras —o al menos intentarlo— de un autor o autora en especial, pagar fortunas por primeras ediciones de páginas amarillentas y a veces enmohecidas y con portadas descarapeladas. 

Porque de eso también se trata el gusto por la lectura y los libros.

¿Cuál es tu historia con los libros? Cuéntamela, a mí me gusta leer.

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La calle del Turco
La calle del Turco
Édgar Velasco Reprobó el curso propedéutico de Patafísica y eso lo ha llevado a trabajar como reportero, editor y colaborador freelance en diferentes medios. Actualmente es coeditor de la revista Magis. Es autor de los libros Fe de erratas (Paraíso Perdido, 2018), Ciudad y otros relatos (PP, 2014) y de la plaquette Eutanasia (PP, 2013). «La calle del Turco» se ha publicado en los diarios Público-Milenio y El Diario NTR Guadalajara.

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