Estamos como estamos…

Todo es lo que parece

Por Igor Israel González Aguirre / @i_gonzaleza

De acuerdo con la actualización más reciente de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) se observa que en marzo de 2021 la mayor parte de la población, es decir, el 66.4 % de las y los mexicanos, tenían una percepción negativa acerca de la seguridad pública en el país (1). En municipios como Guadalajara son 9 de cada diez quienes se sienten inseguros en su entorno inmediato. Ocurre algo parecido con Tonalá (8 de cada diez), Tlajomulco (7 de cada diez), Tlaquepaque (7 de cada diez) y Zapopan (6 de cada diez).

Tal como se muestra en la gráfica que se presenta a continuación, esta tendencia a nivel nacional se ha sostenido sin cambios significativos a lo largo de la última década (2). Lo anterior es crucial puesto que evidencia la convergencia de varios fenómenos que ponen de relieve la complejidad de lo violento en México.

En principio, con base en los datos de la ENSU puede decirse que la inseguridad se ha vuelto un componente central en la producción de la vida social: es un flagelo que se despliega por todos los sectores sociales y que de una u otra manera nos afecta a todos y a todas, de formas cada vez más cercanas. Lo violento se ha normalizado e invisibilizado a tal grado que ya es parte de nuestra cotidianidad. A esto hay que agregar que dicho flagelo se vive de manera diferente si se es hombre o si se es mujer.

Como queda claro en la gráfica que se presenta enseguida, es evidente que para el sector femenino de la población la percepción de inseguridad se sitúa muy por encima del promedio nacional, y es mayor que la experimentada por los hombres. Esto sin duda se debe a un conjunto de desigualdades y vulnerabilidades acumuladas que históricamente se han impuesto sobre dicho sector. 

En este contexto, uno de los principales problemas que alimenta esta percepción de inseguridad entre la población radica, precisamente, en el despliegue de la delincuencia. Este aspecto sistemáticamente ha sido considerado, por lo menos en el último lustro, como uno de los factores que se requieren atender con urgencia por parte de las autoridades. Tal como se aprecia en la gráfica que se muestra a continuación, en fechas recientes ha habido una ligera disminución en cuanto a el porcentaje de personas que a nivel nacional consideran a la delincuencia como un componente central de la inseguridad en su entorno.

Desde luego, habría que interrogarse acerca de si lo anterior se debe a un desempeño institucional adecuado en materia de seguridad; o si está en función de las medidas de aislamiento, cuarentena y distanciamiento social implementadas por las autoridades de salud para mitigar los riesgos pandémicos asociados con la COVID-19. 

Tal vez una posible respuesta a estas interrogantes se encuentre en la percepción de efectividad que los gobiernos tienen para resolver estos problemas. Si es así, en marzo de 2021 prácticamente el 70 % de los habitantes (mayores de 18 años) de este país consideraban que las instituciones encargadas de solventar estas problemáticas eran poco o nada efectivas en la solución de, por ejemplo, el tema de la delincuencia.

En Guadalajara, Jalisco, prácticamente la mitad de la población considera que el desempeño de las autoridades (i. e. policías) es poco o nada efectivo. Más aún, en marzo de 2021 el promedio nacional de las expectativas acerca de la delincuencia sugerían que las cosas permanecerían igual de mal que en periodos anteriores. Por lo menos así lo consideraba el 35.8 % de las y los mexicanos. Esta cifra para el mismo mes en el 2020 era del 34.5 %. Ante esta situación más de la mitad de la población en el país se ha visto obligada, sistemáticamente, a cambiar sus rutinas por temor a la delincuencia. Ojo ahí. Esto es grave. Sumamente grave

Ahora bien, ¿por qué es relevante revisar este tipo datos y contrastarlos con, por ejemplo, lo que ocurre con la incidencia delictiva en el país? En principio puede decirse que el grado en el que la violencia se ha sostenido e incrementado en México durante los últimos años permite sugerir que ésta se ha convertido, prácticamente, en un problema de salud pública. De ese tamaño es el problema. Tengo a la mano un estudio escalofriante realizado en el 2019 por José Manuel Aburto y por Hiram Beltrán-Sánchez (3). Con base en el análisis de la tasa de homicidios perpetrados en el territorio nacional, en dicho estudio se llega a la terrible conclusión de que lo violento ha incidido de manera significativa en aspectos cruciales como la expectativa de vida, la cual se estancó entre 2000 y 2010. De hecho, estos investigadores plantean que en las entidades federativas de nuestro país el incremento de homicidios desplazó a las causas de muerte más o menos usuales (i. e. enfermedades infecciosas; padecimientos respiratorios; entre otras). 

¿Se alcanza a ver la gravedad de los efectos que produce lo violento? Esto es así porque una alta variabilidad en la esperanza de vida significa también un incremento en la vulnerabilidad social de la población en general. Ante esto, lo que queda claro es la falta de efectividad de las políticas encaminadas a la protección de los individuos ante las vicisitudes de la vida, y en torno a la seguridad en particular. Y que el Estado (independientemente del partido que esté en el poder) tiene una responsabilidad fundamental que ha sido incapaz de solventar. El futuro se ha puesto en entredicho. O planteado en palabras más técnicas: estamos fregados y fregadas. Y el horizonte se percibe funesto (vaya, mientras escribo esto las notificaciones de mi cuenta de Twitter están a tope debido a la cuarta balacera que se desarrolla en la ciudad en lo que va del año). Esto en una entidad en la que en los últimos tres años más de 120 policías de 14 municipios se han visto involucrados en una serie de desapariciones forzadas. 

Así las cosas.  

Referencia:

Aburto, J. y Beltrán-Sánchez, H. (2019). Upsurge of Homicides and Its Impact on Life Expectancy and Life Span Inequality in Mexico, 2005–2015. American Journal of Public Health, 109(3), pp.483-489.

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1) Es importante señalar que la percepción de la seguridad pública alude al sentimiento de inseguridad que generan entre la población aspectos como la incivilidad y los actos delictivos que acontecen en el espacio público. Desde luego, este tipo de percepciones tiene una relación directa tanto con los servicios de seguridad prestados por las instituciones encargadas de este rubro; como con la confianza que generan, por ejemplo, los cuerpos policiacos o los altos niveles de victimización.

2)Hay que precisar que en los datos correspondientes al segundo trimestre no están disponibles debido a que el INEGI suspendió el levantamiento a causa de las restricciones impuestas por la COVID-19.

3)En el estudio mencionado se señala que en América Latina se tiene una de las tasas de homicidios más altas del mundo (más del 16.3 por cada 100 mil personas). De acuerdo con los mencionados autores, puede decirse que entre 1995 y 2006 la tendencia de este tipo de muertes iba a la baja. Sin embargo, la cifra de homicidios se duplicó entre 2007 y 2012. Desde luego, el crecimiento de la violencia suele asociarse con algunas estrategias encaminadas a mitigar las actividades de los cárteles. Entre éstas destaca la denominada como Guerra contra el Narcotráfico (puesta en marcha durante el sexenio de Felipe Calderón). A ello se suma tanto la competencia por el territorio entre grupos criminales rivales; como el aumento de la rentabilidad que representa el flujo de sustancias ilegales a los Estados Unidos.

 

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Igor I. González Doctor en ciencias sociales. Se especializa en en el estudio de la juventud, la cultura política y la violencia en Jalisco.

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